Reformar el sistema político también es una prioridad

Foto: Dedvi Missene

Sería una irresponsabilidad que el Congreso y los partidos sigan postergando cambios al sistema político, pues el país no puede seguir sumido en la falta de gobernabilidad.



Aun cuando la reciente propuesta constitucional fue rechazada por amplio margen, existe coincidencia en que una de las mayores virtudes que contenía dicho proyecto eran los cambios que introducía al sistema político. Los expertos que participaron en la conformación del anteproyecto eran muy conscientes sobre la necesidad de introducir normas que apuntaran a recuperar niveles aceptables de gobernabilidad, pues es claro que desde hace algunos años todas las administraciones se han encontrado con el problema de que la excesiva fragmentación de fuerzas con representación parlamentaria, así como las prácticas de “discolaje”, han hecho en la práctica muy difícil consensuar aquellas reformas que el país más necesita. Así, es inaudito que una reforma de pensiones lleve tramitándose desde fines de 2018, o que a pesar del paso de los años todavía no sea posible cerrar el tema tributario.

El anteproyecto de Constitución -que fue aprobado por la unanimidad de los integrantes de la Comisión Experta, quienes a su vez representaban a todas las fuerzas presentes en el Congreso- estableció por de pronto una regla audaz: solo aquellos partidos que a lo menos obtuvieran el 5% de los votos a nivel nacional en la elección de la Cámara de Diputados tendrían derecho a tener representantes en dicha cámara, excepto que a lo menos lograran sumar ocho parlamentarios, ya sean diputados o senadores. Las presiones que comenzaron a ejercer los partidos llevaron a que se introdujera una norma transitoria, según la cual en el primer proceso eleccionario el umbral se reduciría a 4%, o al menos sumar cuatro parlamentarios. El Consejo Constitucional mantuvo estas normas, pero introdujo más flexibilidades por un período transitorio, lo que fue objeto de críticas.

Otra de las innovaciones del anteproyecto -y que el Consejo mantuvo- fue establecer que aquel parlamentario que renunciara a la tienda por la que fue electo perdería el escaño, desincentivando con ello la tóxica práctica del “discolaje”, que por lo general apunta a crear nuevos partidos o movimientos, profundizando la atomización. El anteproyecto también consagraba que la ley determinaría los casos en que procederían las órdenes de partido, lo que unido a la disposición que establecía la pérdida del escaño en caso de expulsión del partido, reforzaba la clara intención de neutralizar a los “díscolos”. En el Consejo finalmente no prosperó establecer órdenes de partido ni la pérdida del escaño en caso de expulsión del partido.

Novedosa fue también la disposición que establecía que la elección de diputados y la renovación del Senado se llevaría a cabo conjuntamente cuatro semanas después de la primera vuelta presidencial. Con ello se buscó una fórmula que apuntaba a que el gobierno electo aumentara las chances de lograr un Congreso con mayoría, norma que finalmente fue desestimada por el Consejo Constitucional. Una de las innovaciones que introdujo el Consejo fue consagrar que una persona podría ejercer el cargo de Presidente de la República como máximo en dos oportunidades.

Más allá del legítimo debate o discrepancias que algunas de estas propuestas puedan generar, en general conforman un piso razonable a partir del cual edificar una propuesta de reforma que sea incorporada al actual texto. Ello sin perjuicio de otros debates indispensables, como revisar el actual sistema electoral -que facilita la elección de parlamentarios con votaciones insignificantes- y los exiguos requisitos para conformar partidos, que han sido un franco aliciente para la fragmentación.

Como era de esperar, la disposición de los partidos o del propio Congreso por avanzar en una reforma del sistema político se ha visto claramente menguada, con excepción hasta ahora de ciertos sectores de oposición, que han presentado una moción para introducir algunos de estos cambios en la Constitución. La excusa es que el compromiso adoptado con la ciudadanía exige ahora hacerse cargo de las grandes urgencias del país, donde una reforma al sistema político, sin que se descarte más adelante -tal como lo sugirió el gobierno- no forma parte de las prioridades. Esto claramente es una mirada cortoplacista, pues reviste el máximo interés que el sistema político comience a ser reparado desde ya, porque sin reformas de fondo previsiblemente seguiremos sumidos en la falta de gobernabilidad, la fragmentación y ausencia de acuerdos, legando un pesado lastre a los gobiernos que vendrán e infligiendo un grave daño a nuestra democracia.

De modo que los partidos y el Congreso deben asumir que una reforma de este tipo es también una urgencia del país -la que debería ser abordada en forma inmediata, sobre todo considerando que 2024 y 2025 serán años electorales-, que en modo alguno resulta incompatible con las otras necesidades que apremian a la ciudadanía, para lo cual no deben esperar a que sea el Ejecutivo quien tome la iniciativa. Postergar esta tarea constituiría una irresponsabilidad, y no cabe duda de que una forma de empezar a revertir la fuerte desconfianza hacia los partidos y el Congreso sería asumir cambios que los afectan directamente, pero que van en beneficio del país.

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