Columna de Álvaro Vargas Llosa: Vizcarra y la opción nuclear

El mandatario peruano les tenía reservado a todos una sorpresa: ponerse a la altura de las graves circunstancias. Había un vacío que alguien debía llenar. El presidente entendió que era la hora de ponerse al frente.



El gobierno de Martín Vizcarra ha torcido el brazo del Congreso dominado por el fujimorismo, obteniendo un voto de confianza para cuatro reformas medulares en el Poder Judicial y la propia institución parlamentaria. Si no hubiera obtenido la confianza, Vizcarra habría disuelto el Congreso como la faculta a hacerlo la Constitución y, con el amplio respaldo de una ciudadanía a la que la podredumbre de las instituciones del Estado ha dado ímpetus entre iconoclastas y refundadores, habría convocado unas nuevas elecciones legislativas que habrían jibarizado el poder del fujimorismo. Game, set and... ¿match?

Cuando asumió la presidencia del Perú tras la renuncia -para no ser destituido por el Congreso- de Pedro Pablo Kuczynski, el actual mandatario, Martín Vizcarra, fue apresuradamente juzgado por tirios y troyanos. Los críticos del fujimorismo denunciaron en él a un pelele de Keiko Fujimori porque -inevitablemente, tratándose de un Congreso donde ella controla la mayoría- el proceso de destitución que forzó la renuncia de Kuczynski había contado con el respaldo de su bancada. Los fujimoristas, eliminado Kuczynski, estaban, en cambio, seguros de poder ejercer sobre Vizcarra un tácito poder de chantaje. Esto se traduciría en iniciativas presidenciales inocuas y, sobre todo, en una perpetua vista gorda del mandatario ante las acciones que emprendiera el fujimorismo para seguir gobernando parcelas de poder en distintas instituciones del país, incluyendo el sistema jurisdiccional.

En cualquier circunstancia esto hubiese augurado una presidencia atribulada. Pero en el Perú actual, tres problemas "ambientales" ennegrecían todavía más el horizonte del nuevo mandatario. El primero, de vieja data, era la precariedad institucional, a la vez causa y efecto de la incapacidad de la democracia peruana, desde la caída de la dictadura a finales del año 2000, para construir un régimen político moderno y respetado. El segundo problema era una ciudadanía que mostraba una desafección enorme por sus autoridades y su dirigencia política. Por último, estaba el problema de la onda expansiva de "Lava Jato", que iba a exigir de la fiscalía y el Poder Judicial, instituciones éticamente enfermas y políticamente ensuciadas, una conducta muy por encima de sus posibilidades.

Todo cambió en julio pasado cuando, ante una catarata de revelaciones sobre la corrupción judicial, Vizcarra intuyó, como a veces hacen los políticos en circunstancias límite, que había llegado su hora.

Una vertiginosa sucesión de revelaciones había dado cuenta de una corrupción mucho más organizada, coordinada y vertical de lo que se creía en distintas instancias, pero sobre todo en el Poder Judicial. Lo que había empezado como una investigación a una banda de sicarios y narcotraficantes en el puerto de El Callao, había derivado en indagaciones que apuntaban a muy altas esferas de la justicia y la fiscalía, con ramificaciones en el mundo político y empresarial. Las investigaciones habían incluido, con autorización judicial y a pedido de un sector del Ministerio Público, grabaciones telefónicas secretas a muchos de los personajes bajo sospecha. Esas escuchas telefónicas se habían filtrado a la prensa. La publicación Ideele Reporteros y más tarde algunos programas de televisión revelaron la vasta red de corrupción que incluía a jueces, fiscales, miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, abogados, empresarios y políticos. Los delitos iban desde los sobornos y el tráfico de influencias hasta la manipulación de nombramientos y ascensos.

Estas revelaciones incendiaron la pradera. De convulsiones ciudadanas menos traumáticas están hechas muchas tragedias populistas en América Latina y el mundo: no es difícil intuir que, de haberse celebrado elecciones presidenciales en aquel momento, las urnas habrían producido una candidatura triunfal de perfil muy peligroso.

Pero no, no tocaban elecciones. En cambio sí tocaba un discurso presidencial por Fiestas Patrias, el 28 de julio. Y allí es donde Martín Vizcarra dio un salto cualitativo como primer mandatario, abandonando la comodidad de una gestión hasta entonces cautelosa. Los críticos del fujimorismo seguían viendo en él a un aliado encubierto de los fujimoristas y estos, a un perfecto cuidador de la silla presidencial hasta los próximos comicios presidenciales. Pero Vizcarra les tenía reservado a todos una sorpresa: ponerse a la altura de las graves circunstancias. Había un vacío que alguien debía llenar. El presidente entendió que era la hora de ponerse al frente. Llevaba poco tiempo en el cargo y si bien los prejuicios entre actores políticos, activistas y periodistas eran los que eran, la ciudadanía no demostraba frente a él la hostilidad que en tiempos recientes ha dirigido contra otros presidentes. Vizcarra tomó, pues, la decisión de ponerse a la cabeza del país indignado y anunció cuatro reformas para las cuales pidió, además, la realización de un referéndum.

Las reformas propuestas fueron: una transformación de la manera en que se conforma y opera el Consejo Nacional de la Magistratura, que elige a los jueces y fiscales; la no reelección de los congresistas, únicas autoridades exceptuadas del impedimento que prohíbe postularse a un nuevo periodo inmediato al presidente, los alcaldes y los gobernadores; el retorno de la bicameralidad parlamentaria, que desapareció hace más de un cuarto de siglo durante la dictadura, y una severa vigilancia y reglamentación de la financiación privada de los partidos.

Se trata de reformas que necesitan modificaciones constitucionales, lo que implica que el papel del Congreso en manos del fujimorismo iba a resultar determinante para su aprobación. El referéndum también requería el respaldo parlamentario. Tratándose de un Congreso opositor donde el fujimorismo tiene una gran base de poder que le permite actuar como un grupo de interés influyente en la fiscalía, el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el ente electoral y otras instancias, estas propuestas de reforma suponían un misil en la línea de flotación de la agrupación que dirige Keiko Fujimori. En parte lo era también en la línea de flotación del Apra de Alan García, que a pesar de tener poca representación parlamentaria cuenta con una penetración antigua en el Ministerio Público y diversas instancias judiciales. Los líderes y dirigentes de ambos partidos, además, son investigados en relación tanto con "Lava Jato" como con casos anteriores de corrupción. Por último, una de las reformas, la de la no reelección de los congresistas, chocaba también con los intereses y aspiraciones de parlamentarios de otros grupos políticos.

Sucedió entonces lo previsible. La mayoría dilató, entorpeció o diluyó -según el caso- el contenido, la discusión y la aprobación de estas reformas. ¿Se echarían para atrás el Presidente Vizcarra y el gabinete presidido por César Villanueva ante esta adversidad? Después de todo, no quedaban muchas opciones -aparte de movilizar a la opinión pública-, pues la bancada oficialista es muy pequeña (y ni siquiera ciento por ciento fiable). La respuesta la dio Vizcarra el domingo pasado, cuando en un mensaje transmitido por televisión y radio al país anunció que enviaría a su presidente del Consejo de Ministros a jugar la carta nuclear en el Congreso el siguiente miércoles. César Villanueva haría allí cuestión de Estado, lo que en el lenguaje constitucional peruano se traduce en pedir el voto de confianza del Parlamento. Sin él, el gabinete Villanueva tendría -obligadamente- que renunciar.

¿Por qué era tan significativo este envite del presidente al Congreso? Porque, según la Constitución, si el Congreso niega la confianza a dos gabinetes en un mismo periodo presidencial, el presidente tiene derecho a disolverlo y convocar elecciones legislativas (artículo 134), a realizarse cuatro meses después del decreto de disolución. Disolver el Congreso es algo que, en la historia peruana, ha ocurrido de forma inconstitucional y antidemocrática, como sucedió por última vez en 1992, tras sacar Alberto Fujimori los tanques a la calle con la misión de cerrar el Parlamento. Pero la Constitución vigente (promulgada, ironía de ironías, por el fujimorismo) permite al Presidente disolver el Congreso como parte de la serie de siete artículos constitucionales (del 130 al 136) que enmarcan las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. También estaba dentro de las facultades de Vizcarra convocar a una legislatura extraordinaria para que su primer ministro planteara la cuestión de confianza.

Armado con la Constitución y el respaldo de poco menos de esas tres cuartas partes de la opinión pública que según las encuestas apoyan las propuestas de reforma, Vizcarra puso al fujimorismo y al Apra contra las cuerdas. Si otorgaban la confianza al gobierno comprometiéndose a aprobar las reformas, le concedían al presidente una victoria política, psicológica e institucional acaso definitiva. Si no lo hacían, corrían el peligro de la extinción, pues, en estas horas aciagas para ellos, ni el fujimorismo ni el Apra obtendrían en nuevos comicios legislativos casi inmediatos una representación parlamentaria significativa.

Era evidente que ninguno de los dos tomaría tanto riesgo: el miércoles pasado el Congreso dio finalmente la confianza al gabinete con 82 votos a favor, 22 en contra y 14 abstenciones. El fujimorismo dividió sus votos de forma pactada entre sus miembros para que el gobierno tuviera el respaldo suficiente y al mismo tiempo algunos disidentes trataran de salvar la cara de la organización; la bancada del Apra, minúscula, se sumó a Vizcarra. Ambas agrupaciones contradijeron así sus discursos flamígeros contra la decisión del presidente, al que poco antes de votar a favor de su gobierno llamaban "golpista". El fantasma de Shakespeare rondó por el Congreso recordándole al país que los que "protestan demasiado" son los más débiles.

La cuestión de confianza tuvo un efecto mágico, pues las tortugas se pusieron a correr como liebres y aprobaron la reforma del Consejo Nacional de la Magistratura incluso antes de que el gabinete del presidente obtuviera el apoyo legislativo. Las otras tres tendrán que aprobarse antes del 4 de octubre, plazo límite para que el referéndum pueda levarse a cabo en diciembre.

Si estas reformas lograrán o no adecentar e institucionalizar la política, la judicatura y otras instancias de la vida peruana a mediano plazo, es algo que no se puede determinar ahora y resulta debatible. Pero Vizcarra ha conseguido dos cosas importantes de constatación inmediata: limitar la capacidad de daño que el fujimorismo viene infligiendo a la democracia peruana en su desesperada búsqueda por recuperar el poder presidencial perdido hace dos décadas y devolver a la ciudadanía una fe en el proceso republicano cuya pérdida amenazaba, hasta hace poco, con convertir las elecciones de 2021 en el trampolín de algún populista iluminado

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