Columna de Ascanio Cavallo: El gato de Altamirano

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Altamirano ha sido la figura histórica más importante del PS después de Allende. Encarnó como ningún otro la permanente vacilación de su partido entre el reformismo y la revolución, el irresoluble pulso entre las vulgares limitaciones de la realidad y las reverberaciones de una utopía siempre a la vista.



Carlos Altamirano murió sin poder explicar todo lo que ocurrió con él y el Partido Socialista en los últimos meses del gobierno de Salvador Allende y, en particular, con el incendiario discurso que pronunció el 9 de septiembre de 1973 en el Estadio Chile. El historiador Gabriel Salazar ha dicho que se ha exagerado la importancia de ese discurso porque el golpe de Estado ya estaba en marcha. Lo segundo es cierto, porque ese mismo día ya viajaba a Santiago el mensaje del almirante Merino que le imponía a Pinochet la fecha del golpe. Lo primero, en cambio, no puede serlo, porque ese discurso es el cénit de un fenómeno fundamental en la desgracia de Allende: el abandono total por parte del PS del proyecto del presidente. No parece exagerado considerarlo como el último acto de una descomposición política de magnitudes históricas.

Lo más cercano a una explicación es que el autor del texto, Adonis Sepúlveda, no quiso leerlo aquel domingo fatídico. Conforme a esa versión –que el propio Altamirano ofrecía con algún retintín de pudor-, el Comité Central del PS estaba capturado por la facción trotskista que encabezaba Adonis Sepúlveda (con la lectura simplificada de Trotski que fue característica de aquellos años). Hoy cuesta entender por qué el secretario general acepta leer un texto con el que no está de acuerdo; quizá esto explique ese toque de pudor. El sarcasmo es que el subsecretario general Adonis Sepúlveda no ha tenido una línea en la historia del fin de Allende, mientras Altamirano las ha ocupado todas.

El propio Allende puso una lápida inmensa sobre cualquier otra interpretación. Su inmolación solitaria en La Moneda en llamas volvió espuria, si no frívola, toda forma de reivindicación de esos años, incluso la que ensayó el mismo Altamirano en su primer libro tras el golpe, Dialéctica de una derrota (1977). Pero el agudo intelectual terminaría por reconocerlo cuando, poco tiempo después, describió ante Patricia Politzer su "noche de Hernán Cortés", refugiado sobre el parrón de un militante socialista de San Miguel mientras los militares lo buscaban por todo Chile y él mismo se preguntaba qué le habría ocurrido a su compañero de tantos años.

Es imposible elegir entre los primeros 50 años de la vida de Carlos Altamirano y los 40 siguientes. Los primeros describen una carrera que adquiere un frenesí político galopante después de la muerte del "Che" Guevara en Bolivia. En los segundos, un frenazo desconcertante deja paso a la "renovación socialista", impulsada en contra del que había sido el jefe del bando moderado hasta el golpe, Clodomiro Almeyda. Esa reversión tiene tan poca explicación como el proceso anterior, a menos que uno crea que una inteligencia como la suya puede permitirse siempre esos bandazos. Cierto talante aristocrático que lo acompañó por toda su vida podría respaldar esta versión. Había en Altamirano cierto aspecto amenazante, ese timbre autoritario que adquieren algunos políticos en las épocas turbulentas. Pero este hombre vivió, como casi todos, una sola vida, y hay una indulgencia que quizás él mismo no aceptaría cuando se lo reconoce uno u otro fragmento.

De todos modos, es innegable que sin el vuelco de los 80 la restauración de la democracia en Chile habría sido casi imposible. El PS, el partido que tuvo más víctimas a manos de la represión militar, no sólo creó la condición fundamental para la nueva gobernabilidad –el "pacto histórico" con el centro político-, sino que aglutinó a todas las fuerzas de la izquierda no comunista que quedaron a la deriva en los años 80. La paradoja que el protagonista final de ese proceso fue una inteligencia antitética con la de Altamirano, Ricardo Lagos, cuyo principal objetivo era cancelar la idea de ingobernabilidad que había proyectado el recordado secretario general.

Su historia, como la de todos, no es sólo suya. Altamirano perteneció a la generación "nacida al otro lado de hoyo negro". La expresión pertenece al documentalista Chris Marker, cuyo monumental ensayo visual sobre la izquierda del siglo XX, titulada El fondo del aire es rojo, concluye con la pregunta "Y después de Chile, ¿qué?". ¿Qué esperar de una izquierda que no había logrado ampliar su poder democrático con persuasión, con paciencia, con gradualidad, sin dar instrumentos a la sedición de derecha ni a la del infantilismo ultra?

Es la generación que sin poder "ignorar la profundidad de su fracaso" (Marker, de nuevo) atesora las memorias gloriosas del Mayo del 68 en París, la marcha de Martin Luther King y su "I have a dream", Joan Baez, la lucha entre los arrozales de Ho Chi Minh, la lucha entre las serranías del "Che", la lucha entre la selva de los "freedom fighters" en el Congo… La misma generación que preferiría olvidar su entusiasmo con Mao y la revolución cultural, con los Khmer Rojo de Kampuchea, con Ilich Ramírez, las Brigadas Rojas, ETA, Baader-Meinhof y muchas otras derivaciones mortíferas del ultraizquierdismo. La generación que, en el socialismo chileno, se entusiasmó con el MIR, los cordones industriales, el poder popular y la infiltración de las Fuerzas Armadas, todas ellas flagrantemente contrarias a la política de Allende.

Altamirano ha sido la figura histórica más importante del PS después de Allende. Encarnó como ningún otro la permanente vacilación de su partido entre el reformismo y la revolución, el irresoluble pulso entre las vulgares limitaciones de la realidad y las reverberaciones de una utopía siempre a la vista. Sobre todo, dio rostro, retórica y hasta elegancia al inconformismo programático, al faccionalismo y a la atávica propensión del PS para ceder a cualquier llamado que se sitúe más a la izquierda, en el prado más verde del vecino más atrevido.

Fiel a esa naturaleza, en sus últimos años había vuelto a crujir ante lo que consideraba la "derechización" del PS, ya con escasa voz, recluido en La Florida, acompañado de sus enormes perros y de un gato inmenso que, cuando le dejabas de hacer cariño, levantaba una garra mazacotuda para llevar de nuevo tu mano sobre su pelaje largo y fino, un gato demasiado inteligente y demasiado amenazante.

La muerte impuso su taxativo final a la larga interrogación existencial y política que se llamó Carlos Altamirano. Todas las respuestas se han ido a su tumba. Las preguntas la seguirán rondando.

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