Columna de Héctor Soto: Apuesta por la tenacidad

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La política antes enseñaba que la forma de salir de encrucijadas así era negociando. Ahora eso ya no es tan cierto desde que la condena a todo lo que huela a acuerdos y a transacción se convirtió en señal de integridad política y de pureza incontaminada. Por lo mismo, La Moneda, además de tratar de convencer casi a los mismos parlamentarios de desmontar el Frankenstein tributario que armaron en el gobierno anterior, también ha asumido el desafío de derrotar este otro fetiche. Fetiche tanto o más tozudo. ¿Alguien dijo que este gobierno iba a ser fácil?



A veces, en política tiene más retornos la perseverancia que la genialidad. La observación es válida a partir de la tenacidad con que el Presidente ha estado insistiendo en sus dos reformas fundamentales, impuestos y pensiones. Cualquiera debería saber que este es un rasgo de carácter muy suyo. Estaba menos claro, sin embargo, que, a pesar del viento en contra y de no tener mayoría en el Congreso, el Mandatario no iba a estar dispuesto a cejar. Para él hubiera sido bastante más fácil dejar las cosas como están y decir que no había agua en la piscina para sus proyectos emblemáticos. Pero no. A diferencia de lo que ocurrió en su primera administración, ahora Piñera quiere mover las agujas, si no de la historia, al menos del rumbo que traía el país luego de cuatro años de resuelta desconfianza oficial en la moderación como estrategia política y en el mercado como palanca del desarrollo. Y el legado a que aspira su gobierno es ese: avanzar en el camino del desarrollo y recuperar confianza en la dirección que el país traía hasta antes de que los movimientos sociales del 2011 y el proyecto político de la Nueva Mayoría se obstinaran en remar en sentido inverso.

Obviamente que la persistencia presidencial no es el único factor que puede explicar los pequeños espacios de entendimiento que se han estado abriendo en la tramitación de las reformas. Pero ha sido un insumo importante, sobre todo teniendo en cuenta que Piñera está lejos de ser eso que siempre se ha llamado un político de fuertes convicciones. De acuerdo. No es la Thatcher. Es cien veces menos doctrinario y mil veces más pragmático. Sin embargo, en esto de las dos reformas que quiere dejar como legado se la ha estado jugando a fondo, porque, a su juicio, una y otra darían respuesta a problemas que le están saliendo cada vez más caros al país. Caros en términos de malestar social, en el caso de las pensiones, y costosos en términos de oportunidades económicas perdidas, en el caso del sistema impositivo.

¿Son las mejores respuestas? Quizás hasta él mismo reconocería que no. Pero asume que son lo mejor que se puede conseguir aquí y ahora ya. Que sea efectivamente así podría discutirse durante semanas y meses. Lo importante es la confianza del gobierno en que -de los protocolos, de las votaciones que se consigan en el Parlamento- de esto saldrá algo mejor de lo que existe. Mejores pensiones, desde luego, y condiciones más favorables para el crecimiento de la inversión y el empleo.

El otro factor que ha aflojado la política opositora de la confrontación y el portazo es el realismo. La evidencia en orden a que los puntos que el gobierno ha estado perdiendo en las encuestas no los capitaliza ni por asomo la oposición. Esto terminó por reimponer en parte la sensatez. Solo en parte. Porque, por otro lado, es un escándalo que la tramitación de los proyectos haya tomado ya más de un año y que todavía sea posible divisar una luz al final del túnel. La incertidumbre en lo sustantivo no se ha despejado. Hay algo que obviamente no está funcionando en el sistema político y la responsabilidad, en principio, habría que adjudicársela a las inflexibilidades de uno y otro lado. Cuando se ve, sin embargo, a una oposición capturada por el dogmatismo populista en temas como el TPP 11, la Admisión Justa o la jornada laboral de 40 horas, o cuando se les toma el peso a las evasivas de muchos de sus personeros al momento de condenar drásticamente un atentado terrorista como el del jueves, queda al desnudo la mala fe con que gran parte del conglomerado está ejerciendo sus responsabilidades políticas.

Siendo todavía imposible anticipar en qué van a terminar los dos proyectos de reforma, está fuera de duda que la apuesta del gobierno por sacarlos adelante a como dé lugar es políticamente riesgosa. De partida, porque puede llegar un momento en que comiencen a tensionarse más de la cuenta las bancadas de Chile Vamos, en particular por todo lo que La Moneda ha tenido que entregar a cambio en las negociaciones. También porque, si bien algunos nubarrones comienzan a disiparse en materia de pensiones, en el caso de la reforma tributaria la idea de volver a un sistema integrado sigue siendo indigerible para las principales bancadas del Senado y, hasta aquí al menos, ni el gobierno parece dispuesto a hacer más concesiones ni los senadores están especialmente abiertos a un cambio de postura.

La política antes enseñaba que la forma de salir de encrucijadas así era negociando. Ahora eso ya no es tan cierto desde que la condena a todo lo que huela a acuerdos y a transacción se convirtió en señal de integridad política y de pureza incontaminada. Por lo mismo, La Moneda, además de tratar de convencer casi a los mismos parlamentarios de desmontar el Frankenstein tributario que armaron en el gobierno anterior, también ha asumido el desafío de derrotar este otro fetiche. Fetiche tanto o más tozudo.

¿Alguien dijo que este gobierno iba a ser fácil?

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