Columna de Héctor Soto: La grieta y el abismo

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El problema es que no cuesta nada que la clase política se desconecte. Suele hacerlo por múltiples razones: narcisismo, populismo, endogamia, oportunismo, rapiñaje, resentimiento. Lo concreto es que la desconexión es como esas enfermedades asintomáticas donde el paciente se siente bien pero el mal va haciendo su trabajo por dentro. Por fuera todo muy normal. Hasta que, claro, deja de serlo.



Siendo varios los frentes desde los cuales la democracia puede fallar, cuando la brecha entre la clase política y la ciudadanía se torna insalvable no cabe duda que el sistema pasa a estar en serios problemas. Insalvable es una palabra que puede ser demasiado elástica y quizás aclara poco. Pero es difícil cambiarla por otra. Cuando un vaso de agua se rebasa con una sola gota adicional, no es esta la que genera el caos. Lo generaron también las que cayeron con anterioridad. Del mismo modo, los elásticos se cortan cuando se han estirado demasiado y llega el momento en que no dan más.

La rapidez con que un cuadro puede pasar de salvable a insalvable está entre los misterios mayores de la política. En Chile, a pesar de varios síntomas de crisis institucional, podríamos estar todavía lejos de ese riesgo. Uno advierte que los políticos están en otra cuando asiste a espectáculos como el que dio el PS al renovar su directiva, o cuando toma nota de las inconsecuencias del PC respecto de Venezuela, o cuando lee que más de algún honorable sigue empeñado, por ejemplo, en trasladar la sede del Congreso de Valparaíso a Santiago (¿habrá tema que les interese más a los parlamentarios y menos a la gente?). Son solo algunas manifestaciones de la grieta. Podrían señalarse hasta de memoria otras 10 más.

Vale la pena echarle un vistazo al documental Al filo de la democracia, que está en Netflix. Habla de la historia política brasileña reciente y del proceso que condujo a la destitución de Dilma Rousseff y al encarcelamiento de Lula. Esa historia puede contarse de muchos modos. El documental de Petra Costa abraza la narrativa de la izquierda y está bien. Es su derecho hacerlo y tiene coherencia. Pero, más allá del tira y afloja de fondo, es difícil no ver en el intento que hizo la presidenta por nombrar a Lula ministro de su gobierno, a última hora, cuando ya los dados estaban echados, para librarlo de la cárcel, opción que describía una desconexión muy patética con la realidad. El horno ya no estaba para bollos. La martingala no solo fue detenida por la Corte Suprema. El juez Sergio Moro filtró una conversación entre la presidenta y Lula sobre los detalles de esa operación desesperada. Ciertamente, fue una grosera irregularidad que debió haber sido sancionada y que los tribunales superiores pasaron por alto. Pero la maniobra dejó al desnudo el ardid y a partir de ese momento las horas en libertad del expresidente estaban contadas y Dilma se convertiría en un cadáver político. ¿Por qué tanto? Bueno, básicamente porque la grieta ya se había convertido en abismo.

El problema es que no cuesta nada que la clase política se desconecte. Suele hacerlo por múltiples razones: narcisismo, populismo, endogamia, oportunismo, rapiñaje, resentimiento. Lo concreto es que la desconexión es como esas enfermedades asintomáticas donde el paciente se siente bien, pero el mal va haciendo su trabajo por dentro. Por fuera todo muy normal. Hasta que, claro, deja de serlo.

Se podría sostener que una democracia irresoluta, donde el gobierno tiene un signo político y el Parlamento otro, está más en riesgo de desconexión, de pedalear en banda, que aquellas donde la mayoría controla ambos poderes al mismo tiempo. La verdad es que este control nunca es total ni tampoco absoluto. Bachelet lo tuvo al comienzo de su primera administración, antes de que los díscolos faenaran su mayoría parlamentaria, y volvió a tenerlo durante todo el segundo mandato, de no muy venerable memoria que digamos. Así y todo, habiendo tenido por cuatro años el control, hubo iniciativas que sus parlamentarios no le dejaron pasar. Como la reforma de pensiones, por ejemplo, presentada hacia el final de su administración, cuando el equipo político daba pena y los niveles de popularidad de la expresidenta estaban ya muy diezmados.

Si la racionalidad de la política se mantuviera y los canales de negociación funcionaran en todo momento, el hecho de tener el Ejecutivo de un color y la mayoría del Legislativo de otro no entrañaría mayor drama. Pero eso es precisamente lo que esta disparidad se volvió cuando la polarización de la clase política convirtió en tabú la palabra acuerdos y transformó en señal de pureza o integridad cívica la negativa incluso a sentarse a conversar sobre determinados temas. Por supuesto, esa intransigencia, sean o no atendibles las razones que la inspiran, no hace otra cosa que bloquear el sistema e impedir que el gobierno pueda llevar a efecto siquiera una parte de su programa. Se dirá que así funciona la política y que esto es sin llorar. Es cierto. Pero también lo es que una política estéril, sin resultados, hace perder de vista las prioridades de la gente. Y eso no le hace bien a nadie. Ni al gobierno ni a la oposición. Porque revela que el sistema político simplemente no es capaz de dar respuesta a los problemas. Es justo lo que ha estado ocurriendo en temas como seguridad, como impuestos (variable decisiva para la inversión y el crecimiento), como flexibilidad laboral.

Queda la duda de lo que ocurrirá en pensiones. Hasta donde se sabe, nadie está muy entusiasmado con la fórmula que contempla el protocolo de acuerdo que La Moneda firmó con la DC y que contempla un ente encargado de administrar el porcentaje adicional de cotización, cosa que divide las cuentas individuales, duplica las comisiones y le recargar más la mano al Estado, como si ya no estuviera muy recargada y como si no supiéramos la cantidad de ámbitos en que lo hace mal. Pareciera, sin embargo, que de momento no hay otra fórmula y lo importante es que la iniciativa permitiría comenzar a mejorar las pensiones más bajas a partir ya del próximo año, que es lo que de veras interesa por encima de cualquier otra consideración, y eso sí que está alineado con las preocupaciones de la gente. Discutible y todo, en consecuencia, si el proyecto sale, y ojalá salga con un amplio respaldo, entregará un testimonio de que no todo está perdido y de que el sistema político todavía puede responderle a la ciudadanía.

Hay amplios sectores de la clase política que se debaten entre si contribuir a mejorar el sistema político o si apostar a que lo partan los rayos. La primera opción los deprime, porque carece de épica y notoriedad. La segunda los entusiasma, porque, claro, a río revuelto puede haber ganancia de pescadores. Lo complicado del asunto es que las dinámicas desestabilizadoras pueden terminar defraudando muchas expectativas. Fenómenos como los de Trump o Bolsonaro no se explican porque el diablo haya metido la cola en Estados Unidos o en Brasil. La verdadera explicación es menos teológica: llega un momento en que el descrédito de los políticos les abre la puerta.

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