Columna de Alfredo Sepúlveda: Mi des-educación del fútbol

U DE CHILE3217

Amé el fútbol. Después me fue indiferente. No puedo decir que lo haya odiado, pero el amor y la indiferencia no son una linda mezcla. Cuando lo amé, fue un tigre de los sueños, una tabla de salvación, un pasaporte de una república privada, un sueño de hermandad.

Por supuesto, nada de eso era cierto. Pero se puede vivir en las mentiras, por un tiempo.

La labor de excavar en la mente humana —en la infantil, en realidad— y poner la semilla del equipo de fútbol de los amores es una operación a la vez cultural y psicológica compleja, y me pregunto si no es una costumbre de un pasado violento o, para estar en el lenguaje de los tiempos, "heteronormado".

En mi caso, fue una labor llevada a cabo por un par de tíos entonces adolescentes que me llevaban diez años de diferencia. Yo había estado una vez, muy pequeño, siete u ocho años, por razones que no vienen al caso, en el camarín de Palestino campeón 78: el niño se va donde está el campeón. Estos tíos, sin ponerse de acuerdo entre ellos, solicitaron el permiso materno-paternal para llevarme a los partidos de la U. Así, a esa edad, comencé a atravesar el Santiago setentero de fin de semana en atiborradas y destartaladas micros llenas de hinchas vociferantes, con banderas que sobresalían de las ventanas y un olor extraño, que años después identifiqué con cebada fermentada y probablemente interiores de porcino.

Lo amé.

Definió mi vida durante varias décadas.

Al principio fue una gracia de niño, perdonable, hundida entre recreos y chistes colegiales. Después, se puso más seria, extraña, friki, ná que ver, desubicada. La tribu a la que pertenecía al principio era chica y mirada en menos. Después se hizo grande y comenzó ella a mirar en menos al resto: la violencia en los estadios. Vista gorda, cosas del fútbol, pasión idelizada por un amor que no todos podían entender… odio al rival.

Visto así, escrito, suena como una metáfora: "odio" en realidad supondría una cierta animadversión que se puede llevar a cabo bajo la alegre bonhomía de la amistad cívica. Cómo es posible que se pueda odiar a un rival de fútbol...

Pero no era una metáfora ni un ejercicio retórico ni una parada ni una pose.

Era odio puro y duro.

Solo la gente de la tribu —y no quiero decir de mi tribu de origen, sino de cualquiera de las otras dos grandes: la de Colo-Colo y la de la Católica, puede entenderlo—. De alguna manera es una vergüenza. Bajo ciertas circunstancias emerge como un mosto que burbujea: una señal de identidad.

Tenía, en algún momento, que parar.

Paré.

Me des-eduqué del fútbol.

No tengo muy claro cómo lo hice.

Crecer y formar una familia tuvo mucho que ver. Pasar como ejemplos o guías o lo que sea las experiencias formativas los setenta y los ochenta a las generaciones del dos mil y del dos mil diez… Digamos que suponía, y supongo, que esa vida ya se vivió, y que nuevas vidas tienen derecho a nuevas experiencias.

De alguna manera perdí esa electricidad, esa pertenencia fanática que no cuestiona nada y que vive feliz en el cerrado mundo del oe oe oe (no puedo poner por escrito el tono de la barra brava, pero involucra cierta posición de la garganta y una proyección hacia adelante de los músculos de la boca en una especia de trompa, mientras la mano, en un gesto de karateka, se agita hacia adelante y hacia atrás por sobre la cabeza). Espero que se entienda.

Hago esta confesión porque después de varios años dedicado a la historia de Chile, he escrito sendos libros con la historia —para niños— de los tres grandes clubes (el de la U salió en abril, el de Católica, ahora, y Colo-Colo estará disponible a fin de año). Si el nacionalismo fanático se pasa viajando, el fanatismo fundamentalista clubístico se pasa conociendo la historia. Hay un tesoro ahí. Tres tesoros que son uno solo.

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Páginas:

132

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No me malinterpreten. Esto no es "paz y amor". Sin la rivalidad probablemente se acaba el fútbol. Tampoco me entusiasma la siutiquería de la "sana" rivalidad: los clubes son lo que son porque al final de la olla hay una pulsión hacia lo salvaje, lo ancestral, lo tribal, que acaso sea lo más rescatable de todo el asunto. El manto de cortesía civilizada es eso, un manto. ¿Por qué el fútbol masculino en Estados Unidos no prende nunca, pese a que se trata de la mayor economía del mundo? Ensayo una hipótesis: las rivalidades de cartón piedra de la Major Soccer League.

Se trata de otra cosa, creo. No hay Colo-Colo sin la U, la U sin la Católica, Católica sin Colo-Colo, y viceversa en todas las combinaciones posibles. Ninguna de las tres historias viene sola. Están apretadas y enredadas como trillizos antes de nacer, el alfa de uno es el omega de otro en un ritual que no se termina nunca. No es poco: el fútbol en Chile tiene más de un siglo, y los clubes —al menos los tres grandes— andan por los noventa años de existencia.

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108

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"Algo nuevo está naciendo en la década del dos mil veinte": y no solamente porque en buena hora apareció el fútbol femenino. Me parece que la gente es menos tonta, eso es todo, y disculpen mi francés. Quiero pensar que el odio, si aún sigue ahí, no definirá lo que viene por delante como sí lo hizo en el pasado, o al menos en el mío. Es algo que aprender y, con extrema humildad, intentar enseñar.

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