La historia más triste del Nobel más viejo

John B. Goodenough, 2019 Nobel Prize in Chemistry winner, attends a news conference in London
John B. Goodenough, luego de enterarse en Londres que había ganado el Nobel de Química 2019. Crédito: Reuters

A sus 97 años, John B. Goodenough se convirtió en el más longevo en obtener el galardón. El científico ayudó a crear las baterías de litio que hoy mueven al mundo, pero su vida muestra que hasta las mentes más brillantes deben lidiar con adversidades y tristezas. Él ha enfrentado varias: el desdén de sus padres, la soledad, el drama de la guerra y el desprecio cuando iniciaba su carrera. Pero se sobrepuso y, pese a su edad, ya prepara su siguiente revolución.


Los primeros recuerdos de John B. Goodenough se remontan a mediados de la década de 1920, cuando tenía tres años y vivía en la zona rural de New Haven, en Connecticut. Él y su hermano mayor, Ward, compartían uno de los dormitorios de su casa y jugaban juntos todo el día. Pero a medida que la dislexia de John se fue haciendo evidente, esa fraternidad se esfumó: "Cuando él lograba tolerarme, yo era un lastre. Él era un lector y yo no. Tras leer La Ilíada, él pasó días dibujando figuras con espadas y escudos, además de los cascos de Aquiles y Héctor. Se sabía todos los nombres de los personajes principales. Era un mundo que yo no podía compartir", confiesa Goodenough en su autobiografía Witness to Grace, publicada en 2008.

El territorio donde sí era feliz era solitario y estaba poblado por los bosques y arroyos que rodeaban su hogar. Su único compañero era su perro Mack, que lo seguía a atrapar renacuajos, salamandras y otras criaturas. "En verano, mi mayor emoción era observar los colibríes y perseguir mariposas con mi red hecha a mano", cuenta en su libro. John ocultaba los trofeos de sus aventuras en el granero familiar y a los 10 años imaginó por primera vez qué quería ser cuando adulto: explorador. Pero no tenía a quien contarle su sueño, porque al igual que su hermano sus padres nunca la prestaron demasiada atención ni tampoco lo ayudaron a superar sus dificultades para leer y escribir.

En su libro, él ni siquiera menciona sus nombres. Sólo reitera varias veces que la relación entre ambos era infernal. La sombra materna era particularmente compleja y lejana: "Mi madre y yo nunca logramos formar lazos cercanos", confiesa. El desdén de sus padres lo marcó profundamente, pero Goodenough no permitió que destrozara su afán por investigar el funcionamiento de las cosas. Hace algunos días esa perseverancia lo transformó en un hito de la ciencia: a los 97, años este profesor de la Universidad de Texas en Austin se convirtió en la persona más longeva en obtener un Nobel, desplazando al físico Arthur Ashkin que en 2018 consiguió su galardón, con 96 años.

"Estoy muy contento por trabajar en la construcción de las comunicaciones alrededor del mundo. Necesitamos construir relaciones, no muros".

John B. Goodenough

Goodenough ganó el Nobel de Química junto al inglés M. Stanley Whittingham y el japonés Akira Yoshino, por las investigaciones que llevaron al desarrollo de las baterías de ion-litio y al inicio de la "era recargable". Según la Real Academia Sueca de Ciencias que entrega la distinción, estos dispositivos que hoy se usan en celulares, notebooks, autos eléctricos e incluso en los robots de la NASA que exploran Marte, han "establecido las bases de una sociedad inalámbrica y libre de combustibles fósiles, además de ser un gran beneficio para la humanidad".

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El investigador, con los alumnos que cada día van a su oficina a buscar que él resuelva sus dudas o los guíe en sus estudios. Crédito: Universidad de Texas en Austin[/caption]

Al enterarse del premio, Goodenough estaba en Inglaterra para recibir la Medalla Copley que entrega la Real Sociedad y que antes recibieron mentes privilegiadas como la de Albert Einstein. En una conferencia, el científico dio muestras de la resiliencia que fue aprendiendo con los años. Su infancia, la II Guerra Mundial y el desprecio que vivió en sus inicios como investigador le enseñaron una gran lección: al preguntarle cuáles son sus mayores logros, él no mencionó sus hallazgos, sino que las amistades que formó en el camino. Aunque sí admite estar feliz por haber moldeado una revolución que acercó a la humanidad: "Estoy muy contento por trabajar en la construcción de las comunicaciones alrededor del mundo. Necesitamos construir relaciones, no muros".

Esa filosofía guía el trabajo que realiza hasta hoy, porque, pese a su edad, Goodenough continúa yendo todos los días a su oficina en la Escuela de Ingeniería Cockrell de la Universidad de Texas en Austin. Llega a las 7:30 de la mañana y, además de revisar papers y guiar a estudiantes de doctorado, le da vueltas a las ideas que tiene para las baterías del futuro que serán aún más durables y eficientes. "Quiero ser útil hasta el fin de mis días", aseguró en una entrevista del 2015 en el portal Alcalde.

Arumugam Manthiram (68) dirige el programa de ciencias de materiales e ingeniería en la Universidad de Texas, en Austin, y conoce de cerca al investigador. Sus orígenes están en India, donde él y sus compañeros leían un texto de química al que llamaban "la Biblia". El autor era Goodenough. Ambos se conocieron en 1985, cuando el académico daba clases en la Universidad de Oxford, en Inglaterra, y Manthiram estudiaba su posdoctorado. Cuando su maestro se fue a Estados Unidos, él lo siguió y hoy asegura que sin su guía su carrera no habría llegado a ninguna parte. Al igual que muchos colegas y discípulos de Goodenough, Manthiram coloca las cualidades humanas de su mentor a la par de sus logros científicos.

"John es un caballero. Es generoso y modesto, y trata a todos con respeto y dignidad. Además, es apasionado con lo que hace y está totalmente dedicado a impulsar la ciencia para construir una mejor sociedad", cuenta a Tendencias. Manthiram agrega que Goodenough no se queda sólo en el plano de las ideas y suele discutir temas contingentes como la política interna de Estados Unidos y los sucesos del mundo. Su audiencia la conforman principalmente sus estudiantes: "Él se ha convertido en un ejemplo para las nuevas generaciones, porque trata de sacar lo mejor de tus capacidades. Los científicos más jóvenes lo ven como un modelo a seguir", agrega Manthiram.

Un hogar complejo

Los padres que Goodenough evita nombrar se llamaban Erwin y Helen. Él era un investigador de la historia de la religión en la Universidad de Yale y quería tener otro hijo que acompañara al primogénito Ward. Goodenough nació en 1922 en la ciudad alemana de Jena, donde su padre realizaba estudios sobre teología. "Él creía que mi hermano no se desarrollaría bien si era hijo único", escribe el científico en su autobiografía. Pero Helen no compartía su opinión: "Ella no deseaba un segundo niño, pero su esposo insistió y ella siempre se mostró distante hacia John", escribe Steve Levine en su libro The Powerhouse, donde relata la historia de la "batería que salvó al mundo".

De regreso en Estados Unidos, Erwin recibía un buen salario, pero él y su esposa gastaban más de lo que tenían y su relación se volvió una miseria. Esa fricción generó un distanciamiento que también se extendió a sus hijos. El rostro de Goodenough todavía se ensombrece cuando habla de esa época. "El matrimonio de mis padres fue un desastre. En esa época la gente no se divorciaba", admite en su libro. El científico relata que Erwin y Helen tenían una activa vida social, pero durante las cenas que organizaban en casa él prefería mantenerse al margen: "Me sentaba con mi perro en la escalera trasera de la casa que llevaba a la cocina. Ahí conversaba con la sirvienta". Las criadas solían acostarlo a él, a Ward y a sus hermanos menores, Jim y Hester, cuando sus padres salían a comer. "Eso ocurría bastante a menudo", escribe Goodenough.

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El científico en su laboratorio de la Universidad de Texas en Austin. Crédito: Universidad de Texas en Austin[/caption]

Su vida en la escuela tampoco era ideal. El término dislexia recién comenzó a aparecer en la literatura médica a mediados de los años 30, por lo que Goodenough simplemente era considerado un mal alumno. "Sabía que no era inteligente y eso me frustraba", señala en el portal Alcalde. Su lucha con las palabras era constante: "Leía mecánicamente, sin la habilidad de captar fácilmente el significado de un párrafo. En mi época escolar me esforcé mucho por ocultar mi deficiencia", agrega en su autobiografía.

A los 12 años, Goodenough logró enseñarse a sí mismo a escribir con letra manuscrita, requisito para ingresar el prestigioso internado Groton en Massachusetts. "Allí prácticamente nunca volvió a escuchar de sus padres. Su madre sólo le escribió una vez mientras él se acercaba a la adultez", cuenta Steve Levine en The Powerhouse. Para el científico, alejarse de las peleas hogareñas resultó ser un alivio: "Fui feliz al irme y la escuela fue buena para mí", dice en Alcalde. En esos salones se enamoró de la poesía y la filosofía religiosa, por lo que hoy sigue escribiendo poemas y un gran tapiz de La última cena cuelga de su oficina en Austin. Para él, la ciencia y su fe van de la mano: "Hay dos tipos de conocimiento, el espiritual y el intelectual. Cada uno tiene su lugar".

Martha Greenblatt (78) es química de la Universidad de Rutgers, en Estados Unidos, y también sabe lo que significa sobrevivir a una infancia difícil. La investigadora nació en Hungría en 1941 y su padre tuvo que escapar de un campo de concentración nazi. Ella, su madre y su hermano de seis meses terminaron en un tren que iba a Auschwitz, pero por alguna razón el transporte cambió de rumbo y su familia se salvó del exterminio. Greenblatt se sobrepuso a esa experiencia y se transformó en una brillante investigadora, tal como Goodenough. La científica cuenta a Tendencias que él siempre la ayudó a resolver dudas y a redactar sus manuscritos cuando ella comenzaba su carrera: "Él es brillante y con trabajo duro logró superar sus carencias hasta alcanzar logros extraordinarios".

Del ejército a Chicago

Al salir del colegio, Goodenough llegó casi por descarte a estudiar Matemáticas en la Universidad de Yale. "No me gustaba leer. Todavía no soy muy buen lector. Así que no iba a cursar historia y tampoco iba a ir a la escuela de leyes", recordó hace unos meses en el podcast Stereo Chemistry. Sus estudios los financió planchando la ropa de otros estudiantes y siendo tutor de hijos de familias adineradas. Volver a casa durante las festividades estaba descartado, por lo que necesitó de la buena voluntad de su entorno para tener donde comer: "Las mamás de mis amigos estaban felices que sus hijos me tuvieran como compañero, así que eran buenas conmigo", contó en el podcast.

En su segundo año en la universidad, los japoneses atacaron Pearl Harbor y Goodenough se enroló como voluntario. Hasta hoy recuerda el consejo de un profesor que le salvó la vida: "Me llamó a su oficina y me dijo 'John, no te inscribas con los marines como tus amigos. Necesitan gente que sepa algo de matemáticas para encargarse de la meteorología'. Así que eso hice", dijo en Stereo Chemistry. Alcanzó a graduarse con los máximos honores, y en 1943 fue destinado a una base en el archipiélago de las Azores, frente a Portugal, desde donde despachaba aviones sobre el océano Atlántico. En una entrevista publicada por la revista de la Universidad de Chicago, Goodenough afirma que no fue necesario participar en combates para "darse cuenta de la estupidez de la guerra" y de la necesidad que sentía de "hacer algo que ayudara a todos".

Precisamente, fue esa universidad la que marcó el inicio de la senda al Nobel. Un antiguo profesor lo recomendó para un programa federal que buscaba enviar un grupo selecto de veteranos a estudiar Física en Chicago. En 1946 era capitán del Ejército y tenía 24 años, un factor que le jugó en contra según los estándares de la época: "Cuando me inscribí, el encargado me dijo '¿Acaso no sabe que todos los que han hecho algo importante en Física ya lo lograron cuando tenían su edad?", recuerda en el portal Alcalde.

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Goodenough, durante la época en que era parte de la Universidad de Oxford. Crédito: Universidad de Texas en Austin[/caption]

Goodenough les demostró a profesores como Enrico Fermi -creador del primer reactor nuclear- que sí tenía talento y en 1952 obtuvo su doctorado en Física. En el campus conoció a la estudiante de Historia Irene Wiseman, el gran amor de su vida con quien debatía sobre filosofía y religión. Se casaron en 1951 y luego se fueron a Boston, donde Goodenough entró a trabajar en el MIT y ayudó a desarrollar algunas de las primeras versiones de la memoria RAM que hoy usan computadores y celulares.

Yury Gogotsi (57) es investigador en química de materiales en la Universidad de Drexel, en Estados Unidos. Su campo es la investigación de baterías y por eso ha trabajado en proyectos con Goodenough. Él asegura que la tenacidad que mostró el científico en los inicios de su carrera lo llevó al Nobel. "Aún hoy sigue explorando cosas nuevas. Lo impresionante de la ciencia es que nunca sabemos cuál de nuestros esfuerzos va a generar un gran avance. Simplemente, necesitamos seguir generando ideas originales y buscar soluciones a problemas. Eso es lo que John ha hecho por décadas", asegura a Tendencias.

Eureka

A fines de 1973, doce países del Medio Oriente cortaron el suministro de petróleo a Estados Unidos en protesta por el respaldo militar de ese país a Israel. Los norteamericanos se dieron cuenta que el futuro del suministro de energía era complejo, y Goodenough empezó a pensar que las tecnologías eléctricas, solares y eólicas parecían ser alternativas prometedoras. El problema es que nadie había logrado diseñar tecnologías de almacenamiento energético accesibles y escalables.

"La política se entrometió. El senador Mike Mansfield logró instaurar una ley que decía que cualquier investigación financiada por la Fuerza Aérea -que sustentaba el laboratorio del MIT donde trabajaba Goodenough- debía tener una aplicación para ese estamento", narra Steve Levine en The Powerhouse. Un amigo le recomendó a Goodenough cruzar el Atlántico y, frente al nuevo escenario en el MIT, en 1976 llegó a la Universidad de Oxford.

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En 2013, el investigador recibió la National Medal of Science de parte del entonces presidente norteamericano Barack Obama. Crédito: Ryan K Morris.[/caption]

Ese año el gigante petrolero Exxon presentó la primera batería recargable de ion-litio, la cual se basaba en los estudios del químico inglés M. Stanley Wittingham, otro de los ganadores del reciente Nobel. Pero su diseño tenía un problema: solía explotar. Goodenough probó distintos materiales hasta que en 1980 dio con una batería compacta y estable que podía proporcionar energía a aparatos de todos los tamaños. El niño solitario que perseguía mariposas en Connecticut había logrado su gran avance a los 58 años.

Finalmente, Akira Yoshino -el tercer ganador del Nobel- refinó ese modelo y creó un dispositivo que podía ser recargado cientos de veces. Todo ese trabajo permitió que Sony lanzara en 1991 su batería comercializable de ion-litio, que dio origen a un mercado que se estima llegará a 125 mil millones de dólares en 2025. Sin embargo, Goodenough asegura que aún queda mucho por mejorar: "Necesitamos sacar los combustibles fósiles de las calles y carreteras del mundo, para así hacerle frente el calentamiento global", dijo en la conferencia posterior al anuncio del Nobel en Londres.

Por eso, a sus 97 años no baja los brazos. Él y Helena Braga, investigadora de la Universidad de Porto en Portugal, están diseñando la siguiente fase de las baterías. Ese nuevo dispositivo experimental ofrece, por ejemplo, 1.200 ciclos de carga y descarga, casi tres veces más que las baterías actuales. "Ayudar al planeta y la sociedad siempre ha sido su prioridad. Con su entusiasmo y determinación, y si Dios lo permite, John seguirá haciendo maravillas durante varios años más", reflexiona Arumugam Manthiram.

Goodenough asegura que aún no está listo para retirarse y, entre risas, hace algunos días dijo: "Espero que la universidad no me despida". Hoy su trabajo, sus amigos y alumnos son su gran compañía. Sus hermanos menores son más bien lejanos y su hermano mayor, Ward, falleció en 2013. Irene vivió una larga lucha contra el alzhéimer y durante años Goodenough fue todos los días a visitarla a un hospicio.

Ella no podía hablar, pero él sostenía su mano mientras veían las noticias. Luego cenaban y él la alimentaba. Y en cada aniversario de matrimonio y cumpleaños de Irene, él le llevaba flores y un poema manuscrito. En la entrevista publicada en 2015 por portal Alcalde, Goodenough señaló: "Para mí es importante ir cada noche para que así sepa que la amo. Nunca tuvimos hijos, así que nos tenemos el uno al otro". Sólo un año después, Irene falleció.

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