Van Morrison: canción para mi muerte

VanMorrison
Van Morrison.

El 27 de enero de 1970, hace exactamente cincuenta años, el León de Belfast editaba Moondance: un blend de soul, jazz y folk sobre la vida conyugal y las iluminaciones cotidianas.


Elige tu propia epifanía. Cuando tenía doce años, Van Morrison solía viajar desde Belfast hasta un pequeño pueblo llamado Ballystockart para tirar la caña en el río y ponerse a pescar. Casi siempre hacía dedo y algunas veces se largaba a llover. Son imágenes jubilosas con alguna nota de nostalgia, porque se trata de un mundo que ya no existe. Bueno, en una de esas escapadas a-la-Tom Sawyer, Van y su amigo Billy comenzaron a cantar una canción que los puso en estado de gracia pero estaban tan sedientos que tuvieron que hacer un alto en el camino. Tocaron la puerta en una casa de piedra y los atendió un viejo de piel curtida, que les ofreció una jarra con agua del propio río. "Tomamos un poco y todo pareció detenerse para mí —dijo Van, en una entrevista—. El tiempo se paralizó. Por cinco minutos todo lo que me rodeaba permaneció en calma y entre en otra dimensión". Más de una década después, el León de Belfast capturó la revelación urgido por necesidades aún más prosaicas. "And It stoned me", el resultado, es una canción folk con el aliento vital de Dylan Thomas y los bronces de la Motown. La gloria, entendió su autor, podía estar en cualquier sitio. El amor, una radio mal sintonizada, un amanecer en la montaña. Incluso en un vaso de agua.

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Después del éxito artístico y el fracaso comercial de Astral Weeks, Morrison estaba frente a una encrucijada. Sin embargo, no había sitio para la duda: Janet Planet, su musa y flamante esposa, estaba embarazada. Siguiendo la estela del maestro, se mudaron a una casa en las inmediaciones de Woodstock donde se pasaban buena parte del tiempo recorriendo los caminos de la pequeña comunidad artística. "Van hizo lo posible por convertirse en el mejor amigo de Dylan —cuenta Janet—. Cada vez que pasábamos frente al hogar de Dylan, Van se quedaba mirando el sendero de grava que conducía a la casa a través de la ventanilla. Pensaba que era el único artista contemporáneo digno de su atención". Así, en ese verano de 1969, encontró nuevos compinches y la punta del ovillo para su disco: un repertorio que, sin resignar ni un ápice de la espiritualidad de Astral Weeks, tuviera un sentido más ajustado de la canción. Es decir: que tuviera estribillos, una sección soulera de vientos y una base más ajustada. Si había jazz, que estuviera en la música. No en los músicos.

"Van estaba viviendo en una casa sobre la cima de la montaña Ohayo —cuenta el tecladista Jef Labes—. Ensayábamos en su living, desde donde podíamos ver millas y millas de bosque. Era un lugar precioso para hacer música. Había una idea de simpleza alrededor de todo. Van venía de grabar Astral Weeks, que había vendido solo diez mil copias, así que estaba pendiendo de un hilo. (…) Definitivamente quería intentar algo más amigable para la radio. Se lo debía a la compañía pero también a sí mismo. Buena parte del sonido del disco es un tributo a The Band, porque Van era muy amigo de ellos y amaba su música".

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Célebre como misántropo, Morrison viajó a Nueva York exactamente en agosto: apenas comenzaron a arribar las primeras hordas de hippies para el festival. Ingresó en los estudios Century Sound y, aunque el productor ejecutivo Lewis Merenstein había contratado a los sesionistas de Astral Weeks, se las arregló para deshacerse de ellos en una sola jornada. Si iba a dar vuelta el partido, tenía que ser en sus propias condiciones. Acompañado por los músicos que había reclutado en Woodstock (el propio Labes en teclados, John Platania en guitarra, Gary Mallaber en batería, John Klingberg en bajo, Jack Schroer en saxo), en otro estudio de grabación y con una soberanía total sobre la producción artística. Si discutía con la misma convicción que cantaba, debía ser un tipo convincente, así que Warner Bros no tuvo más remedio que aceptar. Después de todo, ¿quién se anima a desafiar a un león?

Unos días después, el equipo ya estaba apostado en el último piso de los A & R Studios. Menos interesado en el apartado técnico que en el clima general, Morrison delegó las responsabilidades sonoras en los ingenieros para enfocarse en el ensamble y la posibilidad de capturar su voz en la primera toma. "No recuerdo un mal momento —dice Mallaber—. Era dulce, era agradable, fluía con todo. Apenas encontró el falsete de 'Crazy love', le dije: 'mirá, en el rincón hay un set de vibráfonos que está pidiendo a gritos meterse en esta canción'. Van fue cortés: 'ni hablar, usalo'". Le dio otra textura. Nos permitió cantar los coros de 'Caravan' y, en 'Into the mystic', sobregrabó los vientos a través de un altavoz Leslie. Cuando empezó a tocar esa canción con la guitarra acústica y se largó a cantar, ahí fue cuando supe que algo extraordinario estaba pasando. Llegamos a sentir una pizca en Woodstock, pero eso era nada comparado con lanzarse en el estudio. Es como la diferencia entre volar en un simulador y realmente despegar. Se me erizaron los pelos de mis brazos y me perdí entre escuchar la toma y tocar al mismo tiempo. Fue como viajar en el tiempo".

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Van no quería pasar las fiestas en Nueva York, así que puso el punto final antes de la Navidad. De la mezcla podía encargarse Elliot Scheiner, uno de los ingenieros. Así que volvió a Woodstock, se reencontró con Janet Planet de seis meses y esperó la llegada del master en el buzón del correo. Como cualquier otro mortal. Unos días más tarde —para ser precisos: el 27 de enero de 1970 en Inglaterra y después en los Estados Unidos—, Moondance comenzó a llegar a las disquerías y las redacciones de los medios especializados. Dos huesos de roer como Greil Marcus y Lester Bangs levantaron rápidamente el pulgar, pero el gran triunfo fue comercial: el disco trepó en los rankings y catapultó a Van Morrison hacia una exitosa gira con The Caledonia Soul Orchestra. Su blend espiritual de jazz, soul, rock y aires célticos fue un hallazgo para las parejas de la contracultura que, a través de estas canciones, entendieron que podían encontrar la iluminación no solo en las drogas o los grandes vértigos colectivos, sino también en una vida conyugal y doméstica. Bailando a la luz de la luna con la persona amada o tomando un vaso de agua después de una jornada de pesca.

No es extraño, en ese sentido, que dos de las canciones del disco estén asociadas a la muerte en algunos artefactos de la cultura popular. El clavinet inmaculado de "Everyone" entra en el epílogo de Los excéntricos Tenembaum: después de las salvas funerarias, cuando los deudos rodean la tumba del pater familias y cierran el círculo de su redención. "Caravan", por su lado, es la música que Nick Hornby elige para su funeral en el libro 31 songs. "No es una canción sobre la vida o la muerte por lo que yo sé: es una canción sobre gitanos felices y hogueras y encender la radio y cosas así —dice Hornby—. Pero en ese pasaje largo, amplio, justo antes del clímax, cuando el saxo oscila suavemente entrando y saliendo entre las cuerdas bonitas, ocurrentes, neo-chamber, mientras el piano va salpicando motas altas de blues por encima de todo ello, la banda de Morrison parece aislar un momento en algún punto entre la vida y su continuación, un vestíbulo de entrada grande y barroco a un lugar en el que puedes detenerte y pensar sobre todo lo que se ha ido antes".

Si es verdad que quien canta reza dos veces, Van Morrison tiene el cielo asegurado.

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