América Latina, reinterpretada y desmitificada

Detalle del mural Epopeya del Pueblo Mexicano (1929-35), de Diego Rivera.

El británico Alan Knight y el colombiano Carlos Granés repasan la historia enrevesada de la región en dos volúmenes ensayísticos que llevan a mirarla con otros ojos.


Para José Martí, es “nuestra América mestiza”. Para el mexicano José Vasconcelos, es la raza a través de la cual “hablará el espíritu”. Los Prisioneros, en tanto, la consideraron “un pueblo al sur de Estados Unidos”.

¿Qué es y -sobre todo- qué ha sido América Latina? Estas preguntas no han intimidado a cientistas sociales, historiadores, politólogos, políticos ni artistas de cualquier laya: todos le han entrado a este semicontinente. A este “concepto lingüístico y geográfico”, como se le designa en Wikipedia, que surge en el siglo XIX para dar un carácter común a las regiones americanas con habla mayoritaria de lenguas derivadas del latín (Francisco Bilbao habría sido el primero en poner juntas ambas palabras, en 1856).

Otro tema es que estas incursiones ofrezcan aproximaciones lúcidas, razonadas y empíricamente validadas. En ese espíritu, se han publicado este año al menos dos libros que miran a Latinoamérica como quien propone un repaso escrupuloso: Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina, del antropólogo colombiano Carlos Granés, y Bandits and Liberals, Rebels and Saints. Latin America Since Independence, del historiador británico Alan Knight.

Ambos cultivan el ensayo, más o menos a contrapelo de las tendencias académicas: con una heterodoxia de tintes liberales, con voluntad narrativa y algunos toques de ironía.

Clasificar y desmitificar

Reunión de siete ensayos inéditos de distintas épocas, Bandits and Liberals, Rebels and Saints se permite rebarajar hasta cierto punto el naipe latinoamericano, en el entendido de que una región así de enorme “no es uniforme ni lo es su historia”.

No menos complejo le es abordar la cuestión liberal en el continente, especialmente en lo relativo al período histórico que lleva ese adjetivo y que suele datarse entre 1870 y 1930. A este respecto, declara Knight a La Tercera, el liberalismo decimonónico “no fue, como muchos historiadores han afirmado, un proyecto de inspiración extranjera, impuesto a una población reacia (católica, conservadora) por unas minorías educadas y elitistas”.

Al contrario, “el liberalismo echó raíces profundas, no solamente entre criollos de la clase media y alta urbana, sino también en poblaciones rurales, campesinas, mestizas, afromestizas y hasta indígenas”, especialmente “cuando se combinó con el patriotismo popular, produciendo una fuerza política multiclasista y multiétnica duradera”.

Pero, hacia fines del siglo XIX, prosigue el argumento, “los regímenes supuestamente ‘liberales’ se habían alejado cada vez más de este liberalismo popular, genuino, algo democrático, para volverse una suerte de positivismo autoritario, represivo, comprometido con políticas de ‘orden y progreso’”.

Hubo, en esta tecla, las “neo Europas”, más amistosas con las prácticas liberales. Tal como lo ve el autor, en el caso argentino se llegó tras 1916 a una genuina democracia de estas características, mientras en Uruguay alcanzó a haber algo muy parecido a la socialdemocracia, en que la migración europea fue un factor: no porque los migrantes llevaran la democracia en los huesos -menos si venían de Italia o España-, sino porque estos llegaron a países con libre mercado, tierra abundante e incentivos económicos. Esto, sumado a las prácticas asociativas y a una esfera pública plural, condujeron a una “sociedad civil vigorosa”.

No fue este, eso sí, el caso de Chile, que Knight ubica en la categoría “neopatrimonial”: menos prósperos que sus homólogos porteños, los terratenientes del Valle Central chileno y del noreste brasileño controlaron sociedades rurales más bien pobres. Y si en el segundo caso prevaleció el faccionalismo político violento, en el primero los propietarios resistieron con éxito las incursiones del radicalismo urbano hasta después de la Segunda Guerra. Cuando la democracia finalmente penetró en estos lugares, de la mano de la reforma agraria, fue altamente desestabilizadora. Tanto así, que “fue el preludio de las intervenciones militares”.

Otro tema, asociado al anterior, es el de la violencia. Sea esta política o mercenaria, “servía para objetivos particulares”, fue “planeada y premeditada”, motivada por “codicia” o “agravios.” No debe ignorarse, sin embargo, la violencia “afectiva”, la que no obedece a un propósito adicional, que no es (racionalmente) premeditada y que sigue impulsos psicológicos, incluso psicopatológicos: “La violencia familiar e interpersonal, incluidas las palizas a las esposas, las riñas callejeras y las peleas en bares, han sido comunes en América Latina”.

Y las violencias, por último, pueden asociarse a revueltas y revoluciones. La historia latinoamericana, plantea Knight, “está plagada de revueltas menores, incluyendo golpes, cuartelazos y pronunciamientos, algunas exitosas y otras fracasadas”. Y ha habido unas pocas revoluciones fallidas, como la de Guatemala, en 1954. Eso sí, revoluciones como la mexicana y la cubana se probaron más bien autónomas y difícilmente predecibles. Por eso el autor crea un conjunto de categorías para explicarlas. Pero esa es otra historia.

Cultura y poder

“Mientras que el ensueño pertenece a todo el mundo, el delirio solo pertenece a los poetas”, escribió Vicente Huidobro en su Manifiesto de manifiestos. Y esas palabras fueron las que escogió Carlos Granés (El puño invisible, Salvajes de una nueva época) como epígrafe para la primera parte de su voluminoso Delirio americano.

En poetas de talento, explica el colombiano a La Tercera, “ese delirio seguramente se traduce en grandes creaciones literarias o artísticas, como Altazor, una de las cimas literarias del idioma”. Pero lo que es tan deseable en un poeta, agrega, “puede ser nefasto en un político, y eso es justamente lo que ha pasado en el largo siglo XX latinoamericano: los políticos también se han creído poetas, también se dejaron llevar por sus delirios”. De ahí el título de la obra.

Lo anterior es un problema, añade Granés, “porque el artista puede negar la realidad, crear mundos renovados, refundar sociedades, crear utopías o soñar con hombres y mujeres perfectos, pero el político tiene que estar muy anclado a la realidad y tener una noción muy precisa del alcance de sus visiones. Debe saber compaginar sus mejores deseos con la imperfección humana, con la pluralidad social y con los mil factores que cuentan en un momento y un lugar determinados. Si no lo hace, acaba enredado en una oratoria grandilocuente y en unos resultados prácticos miserables”.

Huidobro sería un ejemplo: “Como poeta, muy pocos lo igualan, pero sus iniciativas políticas fueron decepcionantes: su intento de sublevar a las colonias inglesas fue un sainete infantil, y su sueño de fundar Andesia, puro antiimperialismo demagógico”, aun si “es verdad que luego hizo algo muy poco frecuente en América Latina: reconocer sus errores”.

Ya se le vea como un solo ensayo, como tres tratados distintos o como un manual de consulta, Delirio americano tiene entre sus virtudes la de seguirles la pista a fenómenos “típicamente latinoamericanos, como el populismo y el indigenismo”, capaces, a juicio de Granés, de afectar hoy las prácticas políticas y culturales de todo Occidente.

Un hito a este respecto está fechado en julio de 1996, cuando el entonces célebre subcomandante Marcos organizó en México el I Encuentro Intercontinental por la Humanidad y en contra del Neoliberalismo, cuyo propósito era nada menos que “hacer un mundo nuevo”. Participaron allí jóvenes de toda Europa que “volvieron a sus países exaltados, odiando la globalización, pero sirviéndose de ella para seguir conectados y con ganas de seguir debatiendo”. En 1997 se congregaron de nuevo, esta vez en España, y allí los neozapatistas del Primer Mundo hicieron suyo el discurso antiglobalización. “Otro mundo es posible”, afirmaron, y en 1999 empezaron a organizar manifestaciones en Seattle, Washington, Bangkok, Praga y Génova.

Lo más significativo, escribe Granés, fue que “entre los muchos turistas de la revolución que pasaron por Chiapas, uno de ellos se dio cuenta de que lo interesante de Marcos no era su defensa de los indios, sino la manera en que manejaba los medios internacionales”. Ese “turista” pasó por grupos universitarios de teatro -igual que Marcos- y se formó como presentador de televisión, para luego hacer lo mismo que el encapuchado neozapatista: “infiltrar los medios con performances combativas”. La diferencia entre Marcos y este personaje, que no era otro que Pablo Iglesias, “es que el español sí formó un partido y aprovechó la fama mediática para impulsar electoralmente una marca política”.

Y “si el mundo entero empezaba a latinoamericanizarse en la década de 1990″, era “porque había descubierto la utilidad política del sufrimiento. Si sufrir no diera nada, lo que más querría la víctima sería dejar de serlo. Pero cuando la identidad-víctima crea un discurso inevitable, imposible de soslayar, porque hacerlo se interpreta como falta de virtud o como complicidad con el victimario, el victimismo se hace rentable. Quizás por eso resulta tan tentador crear enemigos invencibles”.

Figuras clave de la cultura y la política latinoamericanas las hay por decenas en el libro: ahí comparecen, entre muchos otros, Juan Domingo Perón (“viniendo del Ejército, creyó disponer de genio artístico para conducir los destinos de su patria”), Nicanor Parra (quien advirtió que “al poeta se le había subido a un pedestal de donde había que bajarlo para ponerlo a fregar suelos”) y Gabriel García Márquez (“un nacionalista caribeño que sintonizaba con todas las demandas de la izquierda antiimperialista, pero no con las de quienes despectivamente llamaba ‘mamertos’”, los partidarios de los “socialismos reales”).

“Los artistas tienen imaginación y visión, tienen ideas y valores, pero no poder. Por eso han sentido la tentación de acercarse a los hombres fuertes, a los políticos, y en ocasiones se han creído los llamados a servir de consejeros en la sombra de los Presidentes”, explica hoy Granés.

Y no falta en la obra una mirada a la versión chilena del impulso guerrillero antiinstitucional, como el que proveyó en la década de 1960 el Movimiento de Izquierda Revolucionaria. El MIR, escribe el autor, repitió “los mismos clichés que se oían en toda Latinoamérica y que para 1968 no eran más que una torpe justificación de la violencia”, expresándose esta última en la destrucción del “aparato estatal burgués” y su sustitución por “un instrumento especial de represión de la mayoría sobre la minoría […] único camino que conducirá [al proletariado] a una democracia real y directa”. Las ideas asesinas en América Latina, concluye el autor, “han tenido el fastidioso añadido de ser tremendamente estúpidas”.

El libro, declara su autor, no intenta mostrar qué nos han hecho, aunque lo tiene muy presente, “sino qué nos hemos hecho nosotros a nosotros mismos”. Y su conclusión es que “hemos hecho cosas muy buenas, algunas de ellas poco conocidas, en el arte y en la literatura, y que en cambio hemos sido torpes creando proyectos políticos”.

Prueba de lo anterior sería “la sistemática desconfianza en la democracia liberal en buena parte del continente, y los nocivos intentos de reemplazarla con construcciones locales –el priismo, el aprismo, el indigenismo, el peronismo, el castrismo, el nacionalismo marxista, el nacionalismo filofascista o ahora el plurinacionalismo- que han acabado siempre en la imposibilidad de una ciudadanía igualitaria, en el autoritarismo y en la creación y exclusión del enemigo interno”.

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