Jaime Gazmuri: “No necesité escuchar el bando número 10 para saber lo que se vendría para mí”

A los 29 años, Jaime Gazmuri era el secretario general del Mapu, uno de los partidos más nuevos que apoyaban al gobierno de Salvador Allende. Apenas se inició el golpe, se dirigió a la sede del partido para quemar todos los archivos y documentos con información de sus compañeros. Estaba en eso cuando se enteró que su nombre figuraba en la lista de los dirigentes que debían entregarse o sufrir las consecuencias. Durante los siguientes 10 años, el actual embajador en Venezuela, estuvo clandestino en Chile intentando reconstruir redes de resistencia.


*Este testimonio es parte del documental de La Tercera, Ubicar y Detener: Seis historias del Bando 10

El 11, antes de las 7 de la mañana, recibí un llamado telefónico de Marta Orrego, pareja de Ángel Parra y muy amiga mía, y me dice que su hermano le avisó que Valparaíso estaba ocupado por la Marina y que se ven movimientos de funcionarios del Ejército. Yo estaba en casa, con mi esposa de ese entonces, María Beatriz, en un departamento que quedaba muy cerca de la casa del Presidente Allende de Tomás Moro. La noche anterior había estado con el Presidente Allende hasta tarde en La Moneda.

Fue la última vez que lo vi.

Desperté a mi mujer. Con ella ya habíamos conversado lo que haríamos. Yo tenía la decisión tomada de que, si ocurría el golpe, me quedaría en Chile dirigiendo la reconstrucción del partido, mientras que ella se ocultaría en una red de casas de personas cercanas que no eran militantes de izquierda. Tenía completa conciencia de lo que implicaría un golpe de Estado en Chile. Estaba convencido de que sería un golpe muy brutal, de carácter fascista y no como creían muchos otros dirigentes de la Unidad Popular, que suponían que sería más suave, al estilo de otros golpes de Estado ocurridos en Latinoamérica, donde los militares ordenan la casa, perseguían a los opositores y luego de un breve tiempo devuelven el poder.

Después llamé a la residencia presidencial de Tomás Moro, hablé con Tati Allende, hija del Presidente. Ella me dice que tiene la misma información y que además saben que viene hacia Santiago una columna militar desde San Felipe del Regimiento de Montaña. Me dice que el Presidente se dispone a ir a La Moneda.

La segunda medida que tomé, como presidente de partido, fue llamar a los principales dirigentes de la colectividad y los cité a la sede nacional del Mapu, en calle Carrera. No pude partir de inmediato, porque tuve que esperar el vehículo con el chofer y la escolta. Mientras esperaba, escuchaba las noticias que aún transmitían las radios oficialistas, entre ellas la Radio Candelaria que era del Mapu y así me enteré de que Valparaíso ya estaba copado, no así todavía Santiago, aunque ya se veía una ciudad totalmente convulsionada.

Aún no ocurría el bombardeo de La Moneda, pero sabíamos que el gobierno se acabaría en cosa de horas. Por lo mismo, había muchas cosas que hacer. Lo primero era destruir la documentación que había en la sede del partido, teníamos fichas, listas de compañeros con sus datos. Mi libreta de teléfonos y mi agenda estaban en el escritorio.

Una semana antes del golpe, en el secretariado del Mapu, habíamos analizado lo que podía ocurrir con un golpe institucional y se tomó la decisión de confeccionar documentación falsa, porque teníamos nociones de clandestinidad, en los partidos de izquierda y en los revolucionarios había una cierta cultura de clandestinidad. Había quedado acordado que mi pasaporte falso lo íbamos a hacer el 11 de septiembre, esa mañana tenía cita con el fotógrafo. En ese sentido, el golpe nos pilló completamente desprevenidos. Aún no teníamos preparada la infraestructura para pasar a la clandestinidad, ni teníamos documentación falsa.

En un momento, me preocupó el hecho de que se nos estaban quedando muchos papeles importantes en la sede del local. Teníamos unos bidones de combustible y se me ocurrió, para no dejar rastros, quemar el local. Ya se había perdido el control de la ciudad y teníamos que desocupar rápido. Antes de salir, llamé a La Moneda para despedirme del Presidente, sabía que él no saldría vivo del palacio. Alguien de la seguridad del Presidente toma la llamada, me dice que el Presidente no puede atender en ese momento, porque está despidiendo a sus tres edecanes militares, liberándolos de sus responsabilidades, y junto al personal de Investigaciones y su guardia personal, se iban a preparar para la defensa de La Moneda, ese es el momento en que Allende se pone el casco y toma la metralleta para defender la democracia. Le dejé un mensaje a Allende, espero que se lo hayan dado.

Cuando estábamos a punto de incendiar la sede del Mapu, alguien grita: “Pero las monjitas”, -¡qué monjitas!”, respondo yo. Resulta que, en el tercer piso del edificio, no sé por qué, vivían unas monjitas de no sé qué congregación. Tuvimos que abortar el incendio de la sede de Carrera para evitar un susto mayor para las monjitas.

Tras destruir los documentos, acordamos salir del local y que parte de la directiva se reuniera en una casa de seguridad en el barrio alto para empezar a reconstruir redes y saber qué estaba ocurriendo.

En mi mente tenía la imagen de que estábamos viviendo una derrota histórica, de que venían tiempos terribles.

No teníamos un plan de resistencia. La gran sorpresa fue la unidad completa de las Fuerzas Armadas con el golpe. La resistencia que hubo fue escasa, aunque hubo jefes de división que hasta las 16 horas se habían negado a mover sus tropas, o el caso del coronel Gustavo Cantuarias (Grandón) en el Regimiento Guardia Vieja de Los Andes quien se opuso al golpe (Cantuarias fue detenido ese mismo día y trasladado preso a la Escuela Militar. El 3 de octubre de 1973, se suicidó mientras estaba detenido).

Creo que la situación militar se definió esa misma mañana, hay testimonios de muchos comandantes de regimiento que llamaron desde regiones a La Moneda, preguntando qué hacían. Por eso creo que ocurrió el bombardeo de La Moneda, porque después de ese hecho quedó claro que no había ninguna posibilidad de rebelarse. Para el mediodía, el Ejército ya estaba disciplinado con el golpe.

Estaba convencido de que el golpe sería muy brutal, no necesité escuchar el bando número 10, en el que figuraba mi nombre para saber lo que se vendría para mí. Yo dirigía entonces uno de los partidos de la Unidad Popular y en el manual más básico de golpe de Estado lo primero que hacen los golpistas es ir tras los militares que apoyan al Presidente y luego van en contra de los jefes políticos de los partidos de gobierno.

Aunque no lo escuché, alguien me lo mencionó: lo que más me impactó no fue que mi nombre apareciera en un listado de personas que debían entregarse o atenerse a las consecuencias, sino el hecho que Pinochet estuviera plegado al golpe, el bombardeo de La Moneda y, especialmente, la muerte de Allende.

Mucha gente no creyó en la versión del suicidio de Allende, porque era obvio que era difícil creerle a la dictadura. A mí me sorprendió que la información la diera el doctor Guijón, que era muy cercano a Allende, pero no el hecho de la muerte del Presidente. Hace mucho tiempo que Allende hasta bromeaba con su muerte. Allende poco sabía de armas, su camino siempre fue la construcción del socialismo por la vía democrática, la única forma de cumplir su promesa de que no saldría vivo de La Moneda, era suicidándose. Allende tenía un sentido enorme de la historia y aunque estaba preparado para que eso ocurriera, saber que el Presidente Allende estaba muerto para mí fue un golpe emocional tremendo.

"Hace mucho tiempo que Allende hasta bromeaba con su muerte. Allende poco sabía de armas, su camino siempre fue la construcción del socialismo por la vía democrática, la única forma de cumplir su promesa de que no saldría vivo de La Moneda, era suicidándose. Allende tenía un sentido enorme de la historia y aunque estaba preparado para que eso ocurriera, saber que el Presidente Allende estaba muerto para mí fue un golpe emocional tremendo".

La preocupación por el destino de los compañeros era muy grande, por ningún motivo se me pasó siquiera por la cabeza la posibilidad de entregarme en la unidad militar más cercana como decía el bando N° 10. No podía entender que algunos sí lo hicieran, es gente que nunca pensó que el golpe iba a ser como fue, tan extremo. Ellos pensaban que sería un golpe militar ligero, que los iban a detener un tiempo y luego mandar a un exilio corto. Nada de eso ocurrió, los mandaron a Isla Dawson, en el extremo austral de Chile, donde pasaron un año presos en las condiciones más difíciles, en condiciones durísimas, con un frío espantoso, viviendo en barrancones y con trabajos forzados.

El paso a la clandestinidad

El día 11, el toque de queda se decretó muy temprano. A eso de las 15 horas. Ya no podíamos seguir en el local del partido, la ciudad empezaba a estar completamente controlada. Así que decidimos reunirnos en el departamento de un compañero, que quedaba frente al Estadio Nacional. Esa tarde tomamos un solo acuerdo, que la dirección nacional no se asilaba, salvo unos pocos compañeros a los que les era muy difícil mantener en clandestinidad.

En ese momento andaba con una pistola, al igual que otros compañeros. Así que las dejamos tiradas encima de la cama de la dueña de casa. Eran como siete pistolas. Nos íbamos yendo, cuando en eso la dueña de casa, pregunta angustiada: ¿Jaime qué hago con las pistolas? No tuvimos más opción que llevárnoslas. Nos subimos a un Fiat 125. Alejandro, un compañero del Mapu a cargo de mi seguridad, iba adelante con una bolsa de pan con las pistolas escondidas dentro, y yo atrás.

Como no teníamos una infraestructura armada, no tenía un lugar donde irme, así que partimos a la casa de Alejandro, quien vivía con sus padres y su pareja en el Paradero 14 de Santa Rosa, en una población. El papá de Alejandro era DC, trabajador de La Vega, y su madre era militante del Mapu.

Estuve oculto en la casa de Alejandro entre siete u ocho días, hasta que una noche la allanaron. En esa casa estábamos escondidos el secretario de la comisión política del Mapu y yo. Los padres de Alejandro sabían quiénes éramos y lo que estaba ocurriendo. Yo no tenía documentación falsa, así que no podía salir, no habría podido pasar un control militar. Hubo en esos días varios allanamientos en poblaciones cercanas, escuchábamos los sobrevuelos de los helicópteros, pero estábamos escondidos en una población más pequeña y tranquila, por lo que no hubo durante los primeros días ninguna incursión militar.

Hasta que una noche, mientras estábamos en la casa de Alejandro haciendo listas de compañeros, de locales y de casas de seguridad, reorganizando las estructuras partidarias, armando el aparato clandestino, cuando en eso escuchamos el motor de un vehículo que pasa frente a la casa, llega a la esquina y se devuelve. Había toque de queda, así que el silencio en las calles era enorme. Tomamos los papeles y saltamos las panderetas a las casas vecinas. Mi compañero a la de atrás y yo, a una de las contiguas. Ahí me escondí en una pieza que estaba en construcción y que aún no tenía puertas. Alejandro parte a la cocina. Nosotros aún andábamos con las pistolas. Desde ahí escuchamos cómo los militares, eran aviadores, entraban a la casa de Alejandro preguntando por él. Seguramente hubo alguna denuncia de algún vecino, en esa época había muchas delaciones.

"Hubo en esos días varios allanamientos en poblaciones cercanas, escuchábamos los sobrevuelos de los helicópteros, pero estábamos escondidos en una población más pequeña y tranquila, por lo que no hubo durante los primeros días ninguna incursión militar". FOTO: ARCHIVO HISTÓRICO/COPESA

Fue el momento en que me he sentido más cerca de la muerte. Tenía la pistola en la mano, agazapado en una pieza a medio armar, era candidato seguro a morir. Aún recuerdo que me decía ¿qué hago?... En un arranque medio mexicano, me decía no me voy a entregar, si es necesario, me llevo alguien por delante. Dudaba, porque tengo muy mala puntería, y en esos momentos pasan cosas muy inesperadas, dramáticas. Levanto la mano y tenía el pulso perfecto, pero mis rodillas se movían completamente independientes, eran una jalea. Estábamos en esa situación, cuando el dueño de la casa a la que salté para esconderme sale a decirme que tenían un niño chico, que yo era un irresponsable, que cómo se me ocurría, en eso sale su mujer detrás y le dice que se calle, que entre a cuidar al niño, y que en ese momento tenían que ser solidarios.

Yo estaba tratando de afirmar mi puntería, cuando veo que sale Alejandro, con los brazos arriba gritando aquí estoy, aquí estoy… Los militares le preguntan si está solo y Alejandro les dice que sí. Sal con las manos arriba, le gritan. Alejandro saltó la pandereta de vuelta a su casa y se lo llevaron detenido a la base aérea de El Bosque. Pasó más de un año en el campo de prisioneros de Chacabuco, en el desierto. Nunca habló en la tortura, por lo que mantuvo a salvo a sus compañeros y a la estructura clandestina que estábamos armando. Después viajó a Estados Unidos y se convirtió en un experto en coaching, trabajó un tiempo con Fernando Flores, pero murió muy joven de una enfermedad muy complicada. Cuando estaba ya muy enfermo, yo logré viajar a verlo y alcancé a despedirme de él. A Alejandro es uno de los muchos que literalmente le debo la vida.

Esa misma noche, con mi otro compañero volvimos a la casa de Alejandro. La situación era terrible, teníamos que enfrentar a sus padres. Fue una noche muy dura, muy dura. Nuestro contacto con el exterior era Alejandro, no teníamos otra red. Sabíamos que mi chofer vivía en la misma población, pero no sabíamos dónde y el dueño de casa, el papá de Alejandro, lo único que quería era que nos fuéramos, además, estaban desconsolados por la detención de su hijo. Logramos convencerlo de que nos llevara hasta la otra casa. Habíamos logrado establecer que entre que se iba una patrulla militar y llegaba otra a hacerse cargo del punto de control, pasaban 15 minutos, siempre pasaba lo mismo dos veces al día, en la mañana y en la tarde. Fue la primera vez que me di cuenta que las dictaduras tienen rutinas, algo que pude observar muchas veces y que me fue muy útil para eludir la persecución.

En la otra casa estaba escondido otro dirigente del Mapu, Enrique Correa. Desde ahí intentamos montar otra vez el sistema del aparato clandestino del partido. Una tarea que nos tomó tres a cuatro meses.

"En la otra casa estaba escondido otro dirigente del Mapu, Enrique Correa. Desde ahí intentamos montar otra vez el sistema del aparato clandestino del partido". FOTO: ARCHIVO HISTÓRICO/COPESA.

En las poblaciones teníamos la seguridad de que teníamos gente amiga, pero también había un enorme riesgo, porque en las poblaciones todo se sabe. Incluso, mientras estábamos ocultos, nos llegaban datos de que en tal casa estaba escondido el presidente de la CUT, en otra estaba tal otro dirigente. Así que empezamos a buscar casas de seguridad en otros lados. Como la represión militar siempre es muy clasista, la idea siempre fue ir a vivir en los mejores barrios que te permitiera tu aspecto físico, porque Chile es una sociedad muy estratificada físicamente. Yo tenía el fenotipo para poder vivir y pasar piola en un barrio acomodado, el tema era ajustar el presupuesto que no era muy alto.

Los primeros dos meses los pasé escondiéndome de casa en casa y mi principal preocupación era conseguir nueva documentación. Me tinturé el cabello, nunca antes había usado bigote, ni barba o anteojos, así que pude caracterizarme para evitar que no me fueran a reconocer en una primera mirada. Estuve en la casa de una mujer, Josefina, que no era militante de izquierda, esa era la idea, pero que sí estaba completamente comprometida con la lucha contra la dictadura. Con el tiempo nos enamoramos, ella tenía dos hijos, de siete y 10 años que pasaron a ser mis hijos. Con ella me quedé a vivir un tiempo largo, tuve que crearme una “leyenda”, yo era un tipo con trabajos difíciles de comprobar, asesor internacional, y aparentábamos ser una familia normal, cuidando mucho los horarios y los recorridos que hacíamos.

Fue un aprendizaje y creo que lo hicimos bien, porque si no, no estaría contando la historia ahora. Pasé dos años clandestino en Chile después del golpe. Después salí clandestino para hacer una gira internacional que duró 6 meses y volví a entrar clandestinamente a Chile. Así estuve proscrito hasta el año 87.

Al final es una vida que, mientras no ocurre nada, es “normal”. Los peligros al principio eran la denuncia, el seguimiento policial, la tortura de tus compañeros detenidos, eso es algo que aprendimos después. Un dirigente uruguayo nos contaba su experiencia, nos decía que el 90 % de los detenidos que son torturados habla, no hay que recriminarlos, la gente no resiste la tortura. El que habla queda desmoralizado frente a sí mismo, no se perdona el no haber resistido, por eso era fundamental acogerlos y saber lo que habían dicho, porque eso permitía proteger al resto de la estructura. Por eso, además, la norma básica de la clandestinidad era que cada uno debía saber lo mínimo. El que no sabe no habla.

También aprendimos muy luego que era muy importante hacer la pérdida lo más rápido posible, si alguien caía, debíamos reemplazarlo y mover la estructura. Si tardábamos, arriesgábamos a muchos compañeros. Si caía alguien que tenía contacto conmigo, tenía que cambiar de casa, toda mi cobertura de inmediato. Eso me pasó varias veces. No esperabas, te ibas de inmediato. No siempre implicaba partir de cero. Los compañeros no sabían cómo me llamaba, según mi documentación falsa. Para el trabajo interno en el partido yo era Joaquín Alfaro, no tengo claro porque me puse ese apellido, el nombre de pila era por Joaquín Murieta, pero los documentos con que andaba eran de José Manuel González, un hombre cercano al partido que nos prestó su identidad, él sabía que alguien del partido andaba con su nombre. Era una identidad que pasaba un primer control, ahora con los medios electrónicos, posiblemente no, pero en esa época, yo andaba con un carné real, con un nombre y rut real, lo único que no era real era que tenía mi foto y mi huella digital.

"Para el trabajo interno en el partido yo era 'Joaquín Alfaro', no tengo claro porque me puse ese apellido, el nombre de pila era por Joaquín Murieta, pero los documentos con que andaba eran de José Manuel González, un hombre cercano al partido que nos prestó su identidad, él sabía que alguien del partido andaba con su nombre". FOTO: ARCHIVO HISTÓRICO/COPESA.

Siempre tratamos de depender lo menos posible de otros partidos, esa también es una norma de seguridad del clandestinaje. Teníamos que conseguir a través de otras personas el material virgen del registro civil para poder crear identidades falsas, cédulas y pasaportes. Pero todo el trabajo de la confección de los timbres, el armado de los documentos era nuestro. Teníamos gente, especialmente estudiantes de arquitectura, que eran increíbles en eso. Teníamos, además, un equipo operativo clandestino en Argentina, con todas esas capacidades, que se hacía cargo de las salidas y de las entradas clandestinas.

Rompiendo el cerco

Una parte del trabajo era procurar y recibir información. Los partidos políticos eran la fuente fundamental de información, estaban compuestos por personas que hacían su vida normal, que trabajaban, que interactuaban con otros en las calles. El Mapu no era un partido muy grande, pero era muy organizado: teníamos, para ser clandestina, una estructura muy amplia. Siempre procuramos abrir espacios, militantes nuestros que siguieron trabajando en sindicatos que no fueron prohibidos, teníamos gente en la Vicaría de la Solidaridad, logramos, con apoyo internacional, mantener un grupo de intelectuales muy activo a través de la Flacso: Manuel Antonio Garretón, (Tomás) Moulian, (José Joaquín) Brunner, en fin; teníamos redes internas y escuchábamos por onda corta las transmisiones de radios extranjeras, como el programa “Escucha Chile, de Radio Moscú, que era diario, lo escuchábamos todas las noches. Y había todo un sistema de solidaridad en el extranjero y a través de los chilenos en el exterior. Porque la caída de Allende y la dictadura de Pinochet fue un fenómeno que impactó mucho en el mundo y por lo mismo, la red de solidaridad con Chile fue enorme. Eso hoy día es difícil de imaginar.

Nosotros teníamos un sistema de correo mensual, que partía de Roma y llegaba a Santiago. No teníamos microfilms, sino que se usaban unas fotos pequeñitas para traer los documentos. Circulaba una cantidad enorme de información. Desde Chile, mandábamos al extranjero mucha información escondida en peluches, en cajas de chocolates o en un doble fondo en fotografías personales. Hoy sería mucho más fácil con internet. Pero en esa época, teníamos que traer dólares escondidos en peluches. Para sostener toda la estructura teníamos que traer financiamiento de afuera.

También a través del trabajo del Comité Pro Paz, primero, y luego de la Vicaría de la Solidaridad, del Obispo Luterano (Helmut) Frenz y del cardenal Silva Henríquez, tuvimos mucha y muy buena información sobre la represión que estaba desatada en Chile.

No se puede vivir en el temor

Los tres primeros años sufrí el síndrome de persecución, de estar pendiente de que estaba arriesgando la vida. Eso produce mucho temor, pero no se puede vivir en el temor. Hubo compañeros que no pudieron superar eso y tuvimos que sacarlos de Chile. El miedo siempre ronda, pero uno aprende a convivir con él. Uno aprende a vivir en una cierta normalidad, una normalidad subjetiva. Pero a veces el temor volvía de la manera más inesperada, cuando ya lo creías superado, ocurría algo, cualquier cosa, un auto que se estacionaba frente a tu casa y que no conocías, por ejemplo, y veías como el temor volvía, como si siempre estuviera al acecho.

"Los tres primeros años sufrí el síndrome de persecución, de estar pendiente de que estaba arriesgando la vida. Eso produce mucho temor, pero no se puede vivir en el temor. Hubo compañeros que no pudieron superar eso y tuvimos que sacarlos de Chile. El miedo siempre ronda, pero uno aprende a convivir con él. Uno aprende a vivir en una cierta normalidad, una normalidad subjetiva. Pero a veces el temor volvía de la manera más inesperada, cuando ya lo creías superado, ocurría algo, cualquier cosa". FOTO: ARCHIVO HISTÓRICO/COPESA.

Al final, ya más cerca de mi salida definitiva del país el año 85, era más fácil la vida en Chile. La sociedad había cambiado, la oposición ya tenía una expresión, empezaron las protestas, había una prensa opositora, un movimiento democrático, música y teatro contestatario. Para entonces, yo sentía que tenía que seguir tomando todos los resguardos, porque la dictadura seguía siendo brutal, pero no sentía la inminencia del temor de perder la vida. Para los últimos años, tenía la sensación de que si me detenían era altamente probable que no me matarían o me harían desaparecer.

En la clandestinidad había que seguir una serie de normas: evitar los edificios, por ejemplo, porque los conserjes siempre observan y ven cosas o saben de los vecinos. Por suerte en Santiago la mayoría de la gente, indistintamente su nivel socioeconómico, viven en casas. Había que vivir en casas lo más limpias posibles, que no llamaran la atención y cuidarse mucho de los vecinos, interactuar lo justo y necesario para no llamar la atención. Había que cuidarse mucho en los momentos que tenías que reunirte con alguien. La norma es que si se atrasaba 10 minutos tenías que irte de inmediato y cortar el contacto hasta saber qué pasó y que es seguro.

Nuestra política siempre fue quedarnos a hacer resistencia social a la dictadura, nunca estuvimos en la tesis de la lucha armada. Derrotar militarmente a unas fuerzas armadas como las chilenas, se les ocurrió a algunos, pero a mí me parecía que era una locura completa. Eso determina una forma de clandestinidad, porque si hubiera estado en la lucha armada, habría requerido otras condiciones.

Había unos pocos, como era mi caso, que llevábamos una vida completamente oculta, que te obliga a moverte siempre en un ambiente seguro. Todos los que te rodean, son parte de tu círculo de seguridad, el compañero que te lleva a las reuniones, las pocas personas con las que te puedes reunir. Las escasísimas personas con las que haces algo de vida social, con las que te juntas a comer. Todas esas personas son parte de tu círculo seguro. Había que cuidarse de los vecinos, tener la menor relación posible, aunque algo tenías que tener, porque tampoco podías ser una persona muy aislada o extraña. Eso también llama la atención. Recuerdo que tenía una parcela en el Cajón del Maipo, a veces el vecino venía a pedirme prestada la manguera, yo tenía que salir y pasársela, y conversar con él un poco. Mucho más complicado era la vida del militante que no estaba clandestino, que salía a trabajar, tenía su identidad, pero al mismo tiempo hace labores del partido. Para esa persona era mucho más difícil porque realmente vivían en dos mundos. Yo les decía que mi vida era como la del guerrillero, que vive en el monte, pero rodeado de los suyos. En cambio, ellos vivían la vida del doble agente.

La familia es otro tema clásico. No puedes ir a los cumpleaños de tus familiares más cercanos, hubo mucha gente que cayó porque no aguantó no poder ir a ver a la mamá el día de su cumpleaños. Todos los 5 de abril, el día de mi cumpleaños, curiosamente llegaba a la casa de mi madre a verla una mujer que trabajaba en un colegio donde yo me desempeñaba, mi mamá siempre tuvo la sospecha de que era informante de algo. Mi madre y mis dos hermanas sabían que yo estaba clandestino en Chile, pero lo negaban al resto de la familia. Las pocas veces que nos pudimos ver en esos años tuvimos que realizar unos tremendos operativos, cambiábamos de micros cuatro o cinco veces, antes de juntarnos. Recuerdo que a los cuatro o cinco meses de nacidas las mellizas de mi hermana menor, los compañeros a cargo de mi seguridad, montaron un dispositivo enorme y me las llevaron para que pudiera conocerlas.

A la normalidad plena, eso de almorzar los sábados en familia, vine a recuperarla recién en septiembre 1987. No sé por qué, pero fui uno de los últimos dirigentes políticos a los que la dictadura permitió volver legalmente a Chile. Yo salí de Chile el 83, porque sentía que andar clandestino era más un estorbo. En esa época ya había surgido la Alianza Democrática y la oposición a la dictadura estaba operando en forma más pública. Así que, con Paulina, mi pareja hasta ahora, nos instalamos en Buenos Aires. Ahí comenzamos a recuperar la normalidad, mi familia nos iba a visitar en forma más frecuente.

Debo confesar que cuando me avisaron que podía volver a Chile desde Buenos Aires, me enojé. Esa fue mi primera reacción. Mi exilio era póstumo, yo me había ido cuando los demás empezaban a retornar a Chile. Ya habíamos logrado rearmarnos en Buenos Aires y habíamos decidido pintar el departamento en el que vivíamos. Estábamos en eso, cuando me llamó desde Chile Teresa Chadwick y me dice: ‘Jaime están en la lista de los que pueden regresar’.

Me dio rabia volver a dejar todo, que la dictadura fuera la que impusiera cuando me iba, cuando volvía, hasta que tuviera que dejar el departamento a medio pintar. Cuando volvimos y el avión aterrizó en Santiago, nos dimos cuenta con Paulina que era un 11 de septiembre, el 11 de septiembre de 1987.

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