Lenguaje inclusivo: la saga continúa

Género gramatical y género social, lingüística y política, diversidad y discriminación, claridad y economía. Todo eso y algo más está en juego en las controversias actuales en torno al lenguaje. Una disputa ilustrada, entre otros, por el instructivo de una subsecretaría, por las observaciones gramaticales al borrador constitucional y por los traspiés de un par de autoridades.


Sabido es que hay una relación entre política y lenguaje. Entre el poder y las palabras. La pregunta es si un poder político es capaz de alterar el paisaje de una lengua.

Cuatro años atrás, cuando el “mayo feminista” clavaba sus banderas, ese parecía ser el espíritu: mientras en marchas y tomas se aplicaba la duplicación (“todas y todos”, en vez de “todos”, a secas), el morfema “no binario” “e” abría la puerta a una especie de tercer género (“todes”) y grafemas como “x” sustituían la “o” y otras vocales (“todxs”), de modo de marcar un punto político por la paridad, la igualdad y la visibilización.

Otro punto buscaban marcar, en sentido contrario, quienes se mofaban de usos que consideraban innecesarios o ridículos, y/o pedían indignados a la Real Academia Española de la Lengua (RAE) que se manifestara, cosa que esta ha venido haciendo sistemáticamente en sus redes sociales, aunque circunscribiéndose a lo gramatical, sin entrar en definiciones políticas ni valóricas (hermanadas en este caso las dos últimas).

La lengua española es sexista, llegó a afirmarse, aunque no pocos especialistas plantean que sexistas pueden ser los hablantes, no las lenguas; que el farsí ni siquiera tiene géneros gramaticales, y aun así las cosas no son muy paritarias en Irán. Se sostiene incluso, como Álex Grijelmo en su Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo (2019), que “el masculino [gramatical] en realidad no existe”, que “opera como un engaño de los sentidos porque las palabras que ahora consideramos de ese género, incluidas las que terminan en -o, fueron el término general que en los orígenes del idioma abarcaba a seres animados machos (o varones) y hembras (o mujeres), y cuyo ámbito se redujo al surgir el femenino”.

¿Y si el Estado hiciera algo para zanjar en este punto?, parecieron preguntarse de un lado y del otro. ¿Se puede intervenir verticalmente el uso cotidiano y casi inconsciente de millones? Históricamente se ha intentado, a veces con éxito: está el caso de Francia, que durante la Revolución impuso el dialecto parisino y que hace un año ordenó el fin de la escritura inclusiva en las escuelas, por obstaculizar los aprendizajes; el de Francisco Franco, que mandó castigar a quienes hablaran lenguas distintas del castellano, y el de Benito Mussolini que prohibió, por poco masculino, el pronombre italiano lei (“usted”, “ella”). La prohibición, eso sí, no prendió.

En el caso chileno también hay ejemplos, como recordaba en 2018 Darío Rojas, académico de la U. de Chile y autor de ¿Por qué los chilenos hablamos como hablamos? (2015): en el siglo XIX, la mayor parte de la población sólo usaba “vos” y “usted” como pronombres de segunda persona, y por acción de Andrés Bello y de la escuela se empezó a introducir un tercer pronombre, “tú”, “y así llegamos a la situación de hoy, en que coexisten ‘tú’, ‘vos’ y ‘usted’”. Este cambio, prosigue, “fue tan ‘artificial’ como pueden sentir algunos que es hoy el lenguaje inclusivo. La diferencia, quizá, está en que fue impulsado por los grupos con poder, a diferencia del lenguaje inclusivo, que viene desde grupos sin poder”.

Que en Chile se siga usando el “tú”, pero con resabios del voseo (“tú hablái”, “tú pensái”), es revelador de que las cosas no necesariamente salen como un Estado se lo propone. Que una subsecretaría gubernamental haya agitado las aguas con un instructivo que insta a usar la forma “correcta” de referirse a la franja demográfica que le compete, es una forma acotada y focalizada de materializar la intervención política en los usos lingüísticos.

La variedad de respuestas que suscitó la iniciativa “¡No da lo mismo!”, así como la ocurrencia paralela de episodios que van de la solemnidad al chascarro, dan igualmente una idea del curso que está tomando la batalla cultural, social y política por el lenguaje.

Qué es correcto

El 19 de mayo recién pasado la cuenta de la Subsecretaría de la Niñez (@SubseNinez) publicó el siguiente tuiteo:

“Cada vez que te refieras a niñas, niños y adolescentes, muestra respeto, son sujetos de derechos y no propiedad de las y los adultos. Te invitamos a dejar atrás estereotipos y eliminar barreras para una convivencia en armonía, utilizando los conceptos y términos correctos”.

Debajo del texto asomaba un breve instructivo con un mensaje conminatorio: “¡No da lo mismo! Recuerda utilizar los conceptos correctos!”. Estos últimos figuran con un check verde y los incorrectos con una equis roja. En vez de “menores”, hay que hablar “de niñas, niños, niñes y/o adolescentes”; en vez de “nuestros niños”, corresponden “las niñas”, “los niños” o “les niñes”, dado que “son sujetos de derecho y no propiedad de las y los adultos”; y es mejor evitar expresiones del tipo “los niños son el futuro”, pues “niñas, niños y adolescentes son el presente y deben visibilizarse ahora”.

Entre las 8.376 respuestas que hasta el cierre de esta nota llevaba el mensaje institucional, no faltaron los tuiteros que “arrobaron” a la RAE para que esta argumentara como quien lo hace de memoria: “Si se refiere al conjunto de todos los niños, con independencia de su sexo/género, el uso de la letra «e» es, además de ajeno a la morfología del español, innecesario, pues el masculino «niños» ya cumple esa función como término no marcado de la oposición de género”.

Desatada la polémica, la subsecretaria Rocío Faúndez salió a defender el instructivo, declarando a BioBioChile que hacer efectivo lo planteado en 1989 por la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU (a la que llama “Convención de Derechos de la Niñez”) “supone un cambio cultural en el cual el Estado de Chile lleva embarcado más de 30 años” y que, si bien un cambio en el lenguaje no basta para que ese otro cambio se concrete, “forma parte de la expresión de una distinta mirada respecto de la niñez y la adolescencia, y un reconocimiento de que son sujetos de derechos”.

Luego, queda por discernir a qué corrección se estaría asistiendo.

Lo correcto, afirma el gramático Carlos González al problematizar la propuesta del instructivo, “es un criterio social, no lingüístico: es como si un botánico determinara qué planta es correcta para mi jardín”. Agrega el coautor del libro Sexo, género y gramática (2020), miembro de la Academia Chilena de la Lengua, que casos como el del instructivo se inscriben “en un paisaje políticamente correcto donde hay que tener especial cuidado de no ofender a nadie”.

Otro tanto aporta Natalia Castillo, docente como González en la U. Católica y autora del Léxico básico del español de Chile (2021): este caso sería “una muestra de que los tipos y áreas de tabuización se han movido en las últimas décadas. Si antes primaban el tabú del miedo (no nombrar lo que podría invocar peligros sobrenaturales) y el tabú de la decencia (evitar mencionar partes de cuerpo, actividades relacionadas con la sexualidad o la escatología), hoy prima el tabú de la delicadeza, donde se evita nombrar lo que pudiera resultar ofensivo para otro”.

Abelardo San Martín, por su parte, se detiene en el adjetivo posesivo “nuestro”, cuando se fustiga el uso de “nuestros niños”. Afirma este académico de número de la Academia Chilena que acá “se está implicando una relación de propiedad, como si los niños fueran una cosa. Pero esa es una lectura mañosa, porque esto no tiene que ver con la idea de posesión del adjetivo posesivo, sino con la de un vínculo estrecho. Cuando digo que mi país es Chile, no estoy diciendo que soy su dueño”.

Y en cuanto al vocablo “menor”, ninguneado también en el instructivo, arguye una confusión con las acepciones: la expresión legal “menor de edad” (y luego, por economía de uso lingüístico, “menor”) se limita a designar a quien no alcanza la mayoría de edad, fijada localmente en 18 años, y no a lo que “tiene menos tamaño o cantidad que otra cosa”, según la primera de las doce acepciones que consigna el diccionario Larousse.

Estas medidas, concluye San Martín, “pueden ser contraproducentes” porque “pocas cosas les molestan más a las personas que ser mandadas a determinadas acciones o conductas. Lo que yo esperaría aquí es que desde la masa hablante, desde las comunidades hablantes, hubiera interés por propiciar ciertos cambios, pero no en un sentido vertical”.

Soledad Chávez, colega de San Martín y Rojas en el Depto. de Lingüística de la “U”, mira por su parte este episodio a la luz de “la sociedad del cuidado, la sociedad del respeto, la sociedad de la inclusión, donde los niños pasan a figurar”. Y lo inserta en “el tipo de dinámicas que atraen, actualizan, delimitan espacios que habían sido silenciados y marginados, lo que es muy loable”.

Como este episodio, hay otros que se manifiestan a nivel gubernamental, aunque de carácter anecdótico, asociados a una sobrecorrección lingüística: en el extendido ánimo de incorporar simultáneamente en el habla a las mujeres y al género gramatical femenino -que no son lo mismo- cayeron en sonoras discordancias el ministro de Educación, Marco Antonio Ávila (“Las y los establecimientos [escolares]”) y el subsecretario de Salud Pública, Cristóbal Cuadrado (“Los y las medicamentos”).

La velocidad del cambio

Pocos años atrás se viralizó en redes la historia de una mujer que fue con su familia a un restorán. Recién llegados, una joven camarera los saludó sonriente: “¿Cómo están, chiques?”. Ante la mirada algo perpleja de la contraparte, la garzona explicó que saludaba así porque en el restorán son inclusivos. Si ese era el caso, le preguntaron de vuelta, ¿dónde están el menú en sistema Braille y la rampa para sillas de ruedas?

“Inclusión” es una palabra de larga data en la política, en los medios y en las organizaciones, donde se ha visto una creciente conciencia de las dificultades que viven quienes presentan impedimentos físicos o intelectuales. La “inclusión” apunta a un fin noble, a un bien deseable.

Ese es el espíritu de lo que se ha configurado como lenguaje inclusivo, según muchos de sus usuarios: hacer visibles a grupos y a personas excluidos, por lo pronto a las mujeres y a las diversidades sexuales. En los orígenes locales de su aplicación -antes de que Michelle Bachelet dejara instalado el “chilenas y chilenos” y de que Tulio Triviño festinara con el “compatriotas y compatriotos”-, hubo sin embargo mucho de la concepción original que, como aún hoy se muestra en el señalado instructivo, llama a evitar las palabras que lesionan la dignidad.

A este respecto son referenciales los documentos del Servicio Nacional de la Discapacidad (Senadis, dependiente del Ministerio de Desarrollo Social, al igual que la Subsecretaría de la Niñez), que hace más de una década viene presentando su propio instructivo –”¡Usted no lo diga! Uso correcto del lenguaje en discapacidad”- donde llama a hablar de “personas con discapacidad intelectual” en vez de “mongólicos” o “retardados” (y si alguien se acordó del profesor Mario Banderas, rostro de TVN en los 80, fue él mismo quien asesoró al Senadis en estos temas).

En este último caso es más relevante el léxico que el núcleo duro del lenguaje, la morfología. Pero es esta última la que tiende a concentrar las controversias: de la afirmación político-identitaria en “los presxs de la revxuelta” y “las cuerpas femeninas” a la socarronería de los memes que aluden a “les compañeres”. Con más nitidez, el fenómeno es apreciable en aquellos campus donde los docentes se pliegan al lenguaje duplicativo y en algunos casos al femenino genérico (hablar de “las estudiantas” para referirse a un grupo de hombres y mujeres) mientras ciertos alumnos son más dados a sostener la innovación en los morfemas (“nosotres mismes estamos cansades”).

Ciertas bases gramaticales, se oye cada tanto, estarían siendo horadadas por procedimientos reñidos con el uso, que confunden género gramatical con sexo, que restan coherencia al sistema y que dificultan la comunicación. ¿O son estas, más bien, ansiedades conservadoras de quienes ven la historia dejándolos atrás, como a veces se arguye desde la otra vereda? La saga continúa.

Introducir cambios significativos en la lengua es hablar de palabras mayores, sean pocos o muchos quienes los empujen. Chávez, Castillo y San Martín coinciden en que a los cambios lingüísticos les toma mucho tiempo asentarse y que, sin importar quién los promueva, no sabemos qué irá a ser de ellos. Pero, para volver al principio, los cambios también son políticos.

Acá es donde difirieron, en un panel celebrado en Buenos Aires, en 2019, la escritora Beatriz Sarlo y el lingüista Santiago Kalinowski. “El hecho de que la lengua sea política, que exprese la interacción de los hablantes con sus entornos políticos, con sus ideas, con sus deseos y sus aspiraciones, no la convierte en un objeto que moldean a su antojo”, planteó la primera. Para Kalinowski, en tanto, más que un asentamiento incierto en la gramática, lo que importa es el fenómeno retórico-político: “Es una decisión consciente, calculada y diseñada, surgida de un proceso que tiene muchas décadas de reflexión acerca del sexismo que está codificado en la lengua. Como se trata de un esfuerzo mayor, que busca comunicar un contenido con la más alta eficacia posible, su principio rector es el efecto que logra en el auditorio”.

San Martín, por su parte, piensa que acá “hay una especie de fascismo lingüístico” en virtud del cual “se quiere imponer una determinada forma de expresión a personas que aprendimos la lengua de otra manera. Para uno, que es de otras generaciones, es un recurso muy forzado y poco natural. Por eso se producen estas hipercorrecciones de ‘las y los establecimientos’: la gente está tan automatizada con ‘las y los’, que empieza usarlo en circunstancias que no se justifica, porque la palabra “establecimiento” no tiene género social ni sexo”.

Con los problemas y paradojas que lleva aparejados, el anterior fue uno de los ítems que quedaron a la vista en el trabajo de la Convención Constitucional. La lingüista Claudia Poblete, académica de la UCV, ha asesorado a los convencionales tras la escritura del borrador: primero, les planteó la necesidad de que una nueva Carta Magna tenga un “lenguaje claro e inclusivo”, tras lo cual se dedicó a revisar y hacer, control de cambios mediante, una serie de recomendaciones. “No es conveniente”, planteó, “concordar en femenino como género no marcado, pues puede generar ambigüedades para el lector general” (usando, al hacerlo, el masculino gramatical “lector” como forma no marcada). O que, allí donde dice “la gobernadora o gobernador regional”, mejor queda “quien ejerza el gobierno regional”.

Al día de hoy, asoman novelas que se precian de estar escritas “en inclusivo” (como Vikinga bonsái, de Ana Ojeda), mientras las “x” y el lenguaje duplicativo persisten en las redes y en la calle. La clave para convivir razonablemente en el actual escenario, piensa Soledad Chávez, no es el encono, la burla ni el desprecio, sino el respeto: “Respetar al otro con sus demandas, con sus propuestas, siempre y cuando podamos entendernos, siempre y cuando la comunicación sea fluida”.

Respeto hacia quienes innovan en el lenguaje, con o sin consistencia, pero también, sin tacharlos de machistas o discriminadores, hacia quienes fruncen el ceño y siguen hablando como acostumbran. Mientras nos entendamos, eso sí.

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