Una historiadora se pasea por los cines de ayer y de hoy

Camila Gatica, sentada en una sala de Cinemark Portal Ñuñoa (foto: Andrés Pérez), aparece contra una imagen retocada del Teatro Carrera (1926).

Académica de la “U” y presidenta de la Asociación de Historiadores de Chile, Camila Gatica publicó este año Modernity at the Movies, libro que indaga en la asistencia a salas en Buenos Aires y Santiago entre 1915 y 1945. Días atrás, visitó un multiplex de Ñuñoa y lo que queda del céntrico Teatro Real para unir puntos entre pasado y presente de un espectáculo duro de matar.


Si algún lector considera el aroma de las cabritas o el brillo de los celulares suficientemente desagradables como para ahuyentarlo de los cines, sepa que no está solo ni es el primero.

Ese mismo lector, quizá, no se ha ido de las salas, pero asiste a horas inhabituales, precisamente para evitarse olores y resplandores. Y si tiene ya sus años, recordará que décadas atrás las cosas eran muy distintas: hoy, sentado en una sala estándar de multiplex -120 a 140 butacas-, podría evocar esos espacios inmensos, como el Gran Palace, donde él mismo o algún conocido fue de los dos mil y más espectadores que, por función, vieron a mitad de precio a Sharon Stone en Bajos instintos, los miércoles de mediados de 1992.

Camila Gatica Mizala (38) tenía entonces nueve años y no vio la película de Paul Verhoeven en su tiempo ni habría podido (entre otras cosas, por habérsele calificado en una categoría anómala que poco después dejó de existir: “Mayores de 21 años”). Pero ya a esa edad era una espectadora de cine (en el cine).

Años más tarde, convertida en académica del Departamento de Historia de la U. de Chile, no ha soltado a nivel personal la hebra de la asistencia a salas, y a nivel disciplinar, tampoco: lo demostró su tesis de magíster en la UC (Tranquiléin, John Wayne, acerca de la recepción del western en Chile entre 1935 y 1945), mientras su tesis doctoral estuvo en la base de un libro publicado este año por la U. of Pittsburgh Press.

A partir de revistas especializadas y otras fuentes, Modernity at the Movies -aún sin traducción a la vista- reconstruye el fenómeno de ir al cine en Buenos Aires y en Santiago entre 1915 y 1945. Y fuera de que la propia experiencia de la autora/espectadora pueda haberse colado en su investigación, el caso es que cuestiones de ayer y de hoy resuenan entre sus hallazgos: de las preocupaciones de hace un siglo que desaparecieron para reaparecer con fuerza en 2020 (los contagios, la higiene), hasta los factores que hicieron de la asistencia a salas una experiencia moderna, deseablemente confortable, muchas veces estimulante y siempre transversal. Tan moderna como popular, al punto que nadie discutía lo que alguna vez constató la revista Zig-Zag: “Todo el mundo va al cine”.

Foto: Andrés Pérez

A las puertas de 2024, no puede decirse que todo el mundo llega hoy a ver películas a lo alto de los malls o a las salas del circuito alternativo; ni siquiera que todo el mundo ve películas, pues plataformas y series han causado mutaciones perdurables en el consumo audiovisual. Gatica es consciente de ello, pero también de un hecho evidente: la ida al cine -como panorama, como distracción o como carrete- no ha muerto con la pandemia, mal que le pese a David Fincher, el afamado cineasta que recientemente auguró el fin de las salas “grasosas y malolientes” en beneficio de Netflix (nada menos que su actual casa productora).

Eso sí, acusaciones como las de Fincher vienen desde los tiempos en que las proyecciones cinematográficas se alternaban con sesiones de hipnotismo o domadura de animales en los shows de vodevil. Y ciertamente no han parado, dependiendo de las mañas o las suspicacias de los acusadores.

Desde que el cine es cine, se ha dicho que sus instalaciones son sucias, que llaman a la inmoralidad, que son demasiado populares para la gente bien (como recordaba Hitchcock sobre la Inglaterra de los 20), que se les pasa la mano con el aire frío en invierno, que transitar de la luz de la calle a la oscuridad de una sala y al brillo de una pantalla ocasiona graves daños a la vista (o eso advertían algunas ópticas locales en su momento).

Lo sabe la historiadora, tal como sabe advertir a los nostálgicos que su nostalgia es de mecha corta: descontada la memoria selectiva, esos muchos que extrañan una época de salas completamente oscuras y silenciosas ignoran que hubo un tiempo en que las películas se veían a media luz, mientras la gente podía estar leyendo y/o fumando mientras la función seguía su curso (y desconocen que bulla y parloteo, individuales o colectivos, han sido y siguen siendo parte de la experiencia de ir al cine, aunque menos en Chile que en otros países).

Un poco a media luz, también, discurre la primera de sus conversaciones con La Tercera. Así nos recibe, un día martes, una de las salas del complejo Cinemark en el cuarto piso del Portal Ñuñoa, en la misma manzana del Campus Juan Gómez Millas, donde Gatica tiene su oficina: más o menos como recibiría a los espectadores de cualquiera otra de sus salas, algunas de las cuales, mientras hablamos, partieron ya con las primeras funciones del día.

Foto: Andrés Pérez

Aparte de una iluminación que desde fines del siglo pasado eliminó la figura del acomodador y su linterna, llama la atención de la historiadora la disposición misma de las butacas respecto de la pantalla: es algo que damos por sentado, pero que, de nuevo, no siempre fue así. En varias de las salas importantes de los años 20, como el Teatro Carrera, pasaba lo que ya en el XIX ocurría en el Municipal de Santiago: una disposición cual herradura de la platea que hacía que la mayoría de esos asistentes no quedara frente al escenario, sino frente a otros asistentes (y esa era la idea). Pero a lo largo del propio período que aborda su libro se verá el despliegue de proyectos para los cuales el cine era ya un espectáculo tan masivo como perdurable. Y que, por lo tanto, diseñó las salas para esos propósitos (sin perjuicio de otros usos, como el Ópera del Paseo Huérfanos, que hasta entrados los 90 combinó la exhibición de películas con números en vivo).

Sin entrar al juego de las siete diferencias, también nota la investigadora cuánto más segura puede ser una sala donde la cabina de proyección no arriesgue algún incendio, como pasaba cuando las habitaba un proyeccionista que manejaba material altamente inflamable. Otra observación: el haz digital que llega hoy a la pantalla no es el de las viejas proyecciones en que la luz atravesaba el celuloide, y sin embargo, algo nos queda.

Hay más donde comparar y poner en perspectiva, partiendo por las implicancias de llegar a una sala teniendo necesariamente que recorrer la mitad de un mall versus llegar directamente al lugar. Y hay material para reflexiones básicas sobre el sentido que ir a ver una película ha tenido históricamente para los habitantes de Santiago.

Foto: Andrés Pérez

¿Ya no son lo que fueron?

“A veces uno dice, vamos a ver la película, y chao. Y uno podía hacer exactamente lo mismo en el pasado”, dice la presidenta de la Asociación Chilena de Historiadores (AChHi) a propósito de la multiplicidad de razones que han tenido los santiaguinos a este respecto y lo relativamente simple que ha sido llegar y partir al cine.

Así las cosas, las salas han sido armas de distracción masiva, pero también un amparo, un paréntesis, un remanso, un mundo paralelo, una capilla cinéfila, un aro pedagógico, o bien la puerta a una experiencia de goce insospechado. Y si se sigue a Gatica, hay más todavía.

Hace 80 y más años, cuenta, “había muchos cines que estaban dando películas desde muy temprano, con entradas muy baratas. Hay muchos reportajes sobre cesantes que prefieren ir al cine antes que buscar trabajo. Hay personas que usan el cine durante el día en invierno, porque hace menos frío que afuera”. Hay usos, añade, “más bien espontáneos, cotidianos, que no tienen necesariamente que ver con una pasión furiosa por ir al cine, sino con el cine como refugio físico o emocional”.

Todo esto lo dice la académica una mañana de viernes, poco después de llegar a la esquina de Compañía con Huérfanos. Antes que ninguna otra cosa, se interna en el añoso edificio que alberga hoy a una multitienda Hites y, caminando hacia el poniente, a la altura de Compañía 1040, empieza a mostrarle a La Tercera variados restos del imponente Teatro Real, una especie de joyita patrimonial dentro de una tienda por departamentos.

Inaugurado el 9 de septiembre de 1930, el recinto de 1.633 butacas tenía una fachada ecléctica y recargada que simulaba la de los estudios Paramount, sus dueños originales.

La historiadora, frente a lo que fue la fachada del Teatro Real, en Compañía 1040. FOTO: Mario Téllez

No mucho de esa antigua impronta queda hoy en el lugar, tras diversas modificaciones y degradaciones, pero nada que impida que la autora sea fotografiada frente a lo que queda de la fachada, así como un rato después lo hará frente al actual Teatro Universidad de Chile, ex Baquedano, inaugurado en plena crisis de 1931, con 2.300 butacas.

Y lo de las salas enormes, ya que estamos, no pasó inadvertido para Gatica: en su libro constata que en Buenos Aires, una ciudad más rica y más poblada que Santiago para la época del estudio, las salas eran en general más pequeñas.

El camino a pie desde el ex Real al ex Baquedano, pasando por el ex Metro, del que ya no quedan huellas en calle Bandera (y que en su tiempo estrenó Fiebre de sábado por la noche), se complementa con una conversación sobre el cine como alternativa de esparcimiento y sobre su centralidad en la experiencia contemporánea. Porque, ¿será romantización, simple ignorancia o una terrible verdad que las películas ya no son lo que fueron? ¿Que un estreno en la gran pantalla ha perdido su aura de acontecimiento en beneficio de un consumo cultural fragmentado y segmentado, con cientos de posibilidades de entretenimiento a un clic?

Ahí es donde la historiadora, antes que dar respuestas absolutas, evoca esas facetas contraintuitivas de la exhibición fílmica. Por ejemplo, si a alguien le extraña hoy que Taylor Swift figure entre lo más visto en las salas de Chile y el mundo, que tenga presente los encuentros boxeriles que, “a tablero vuelto”, se exhibían en diferido en épocas ya lejanas. O bien, si alguien sale con la ocurrencia de condenar las series por no ser películas, pues sepa que nuestros abuelos fueron en los 40 y 50 a ver seriales de vaqueros o de aventuras, sábado tras sábado, no necesariamente en el orden predefinido. Todo esto sin mencionar el éxito de las actuales franquicias del tipo Rápidos & Furiosos.

Otras generaciones conocieron sistemas de exhibición ya desaparecidos, como las funciones rotativas (individuales o dobles), donde el espectador llegaba y se iba cuando mejor le pareciera. Gatica no tiene edad para haberlas conocido, pero sí es de quienes hasta hoy pueden quedar pegados con la segunda mitad de una película en el cable y ver la primera sólo si se la vuelven a topar. En tiempos de visionados parciales y episódicos, esta aproximación parece tan legítima como cualquiera.

Camila Gatica posa frente al Teatro Universidad de Chile, ex Baquedano. FOTO: Mario Téllez

Por supuesto, aquí no se acaban las prácticas posibles en una sala de cine. El viejo hábito de ir a pololear a estos recintos parece tan consolidado como siempre, y en lo que podría entretenerse alguien es en ver qué ha cambiado: advertir que la figura del chaperón, si es que aún existe, ya no se presenta con la evidencia de hace décadas, cuando estos individuos acompañaban a jóvenes y no tan jóvenes parejas para salvaguardar el honor de las damas.

Más lejos asoman en la historia y en la memoria los “faunos”, personajes infames que eran constantemente denunciados en las revistas por dedicarse durante las funciones a toquetear a muchachas y señoras.

Los cines, después de todo, tienen sus propias lógicas y sus propios momentos. Y tienen, como también observa Gatica, la doble capacidad de dirigirse por separado a cada integrante de la audiencia (cuando se nos cae una lágrima en medio de un dramón) y de hablarle a un colectivo donde las risotadas que provoca una comedia terminan contagiándolos a todos.

Dice la historiadora que no obstante es capaz de reír en solitario con una comedia vista en casa, claramente “es distinto cuando uno está en el cine”. Más aún, afirma no tener la menor duda de que “lo mismo pasaba en los años 30 o 40: ese efecto multiplicador también juega en favor de la experiencia de ir al cine”.

Hasta el día de hoy.

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