Días extraños

La principal avenida de Nueva York ha estado casi vacía durante las últimas semanas tras la explosión de los casos de Covid-19. Foto: Afp.

El escritor boliviano radicado en Estados Unidos pinta un panorama completo de los días de cuarentena en Nueva York, lo más duros de la ciudad tras el ataque a las Torres Gemelas. "Así como Wuhan era el futuro de la Lombardía, Nueva York es el de América Latina”, dice.


Hablo con Sebastián Antezana, un amigo escritor que vive en Syracuse –a una hora de Ithaca, donde yo vivo, los dos en el estado de Nueva York–, y le pregunto cuántos casos hay en su condado; doscientos, dice, y yo: por aquí son sesenta. Este fin de semana debía haber estado en la ciudad de Nueva York, pero a principios de marzo decidimos cancelar el viaje pese a que el alcalde De Blasio invitaba a todos a salir a la calle y organizaba orgulloso el desfile de Saint Patrick; hoy son casi sesenta mil casos en todo el estado –más de la mitad en la ciudad de Nueva York–, las bolsas de cadáveres se acumulan en los pasillos de un hospital en Queens, hay un camión frigorífico a manera de morgue improvisada a la puerta de un hospital en Brookdale y el Javitz Center, centro de la vida cultural de Manhattan a través de sus ferias y exposiciones, ha sido convertido en hospital. De Blasio dice que no es momento de criticar pero él debe intuir que no tiene futuro una vez que acabe la crisis, como tampoco lo tendrá Donald Trump, el presidente que pensó que el virus era igual que una gripe y que explicitó en voz alta la pulsión de muerte del modelo neoliberal: intentar salvar la vida de unos cuantos ancianos no justifica detener la economía (“el remedio no puede ser peor que la enfermedad”).

A lo lejos se escuchan las sirenas de las ambulancias. Liliana le escribe a un amigo argentino, patólogo en un hospital de Ithaca, para darle ánimo, y él contesta: “deseamos lo mejor pero estamos preparados para lo peor”. Salimos a dar una vuelta por el pueblo; una colega de ascendencia asiática ya no lo hace sola, preocupada por los ataques de odio (una familia china fue atacada el domingo pasado en Texas). La cajera del Walgreens me vende las dos últimas bolsas de papel higiénico y me dice que a ella también le quedan dos bolsas. Me acerco al mostrador y ella retrocede, ella se acerca y yo retrocedo: es una danza nerviosa. En las calles de Collegetown, el barrio de los estudiantes de Cornell, hay reuniones aprovechando el día soleado. De vez en cuando nos cruzamos con alguien con barbijo, pero en general se ve poca “distancia social”. Debe ser la edad, o quizás es simplemente la sensación de excepcionalidad que transmite los Estados Unidos: este es el país elegido al que no lo derrota nada (mucho menos un virus). Pero el imperio no estaba preparado para una pandemia: con un sistema de salud pública precario, un presidente y un partido en el poder que no creen en la ciencia, y un ethos obsesionado en la productividad, su respuesta ha sido de las peores entre los países de Occidente. Nadie en estos momentos busca el liderazgo de los Estados Unidos.

Una madrugada hace un par de semanas la crisis se hizo carne en mí: tuve escalofríos en la cama y no pude dormir. Tuve miedo. No he salido del todo de ahí, trato de llegar a un acuerdo con esa fragilidad y busco estrategias para no meterme por callejones oscuros. No es fácil. Los mensajes desoladores no cesan: la tía de una colega con el virus en España, la abuela de un amigo en California. Para calmar la ansiedad tratamos de organizarnos en casa. La entrada está llena de productos de limpieza, zapatos, chamarras. En la cocina lavamos las frutas y verduras con jabón. Como aquí la cuarentena es muy laxa, más una recomendación que una obligación, nosotros creamos nuestras propias reglas: solo podemos salir de la casa cada tres días. Es, lo sabemos, un lujo: allá afuera dan la cara los paramédicos, los empleados de los supermercados, los recolectores de la basura, todo ese mundo indispensable que sostiene a la sociedad y que es el más precarizado. Pero también nos hemos aprendido de memoria los consejos de los epidemiólogos y virólogos y confiamos en que el confinamiento ayudará a “aplanar la curva” y mitigar la propagación del contagio. Cornell se dio cuenta de eso hace tres semanas y canceló las clases presenciales; el domingo pasado nos pidieron sacar las cosas de los despachos, ya no podríamos volver hasta nuevo aviso. Ayudé a mi hijo Gabriel, que vivía en las residencias universitarias, a mudarse a casa.

Durante el día intento ayudar a mis colegas y alumnos a resolver sus problemas y organizo mis clases virtuales para cuando se reinicie la universidad: estoy enseñando desde enero, no es broma, un seminario doctoral sobre Escrituras Apocalípticas Latinoamericanas que planeé desde octubre. Hemos leído Plop, hemos visto Hijos de hombres, leíamos 2666 cuando el apocalipsis tiró todo por la borda y mi clase cargada de ciencia ficción se volvió costumbrista: un alumno brasileño me dice que se siente en las páginas de El Eternauta. Les doy la opción de no hacer un trabajo académico a finales del semestre; pueden entregarme una crónica, un diario, un relato imaginario a partir de su experiencia en estos días de la peste.

Me he vuelto un experto en analizar gráficos y calcular aumentos exponenciales. Aprendo de Singapur y Taiwan, me preocupo con Bolivia y el avance desolador del virus por América Latina, sigo las polémicas locales: en mi ciudad natal, Cochabamba, el alcalde elabora un decreto de ley en el que se pide ayuno y oración porque “solo Dios puede derrotar a la pandemia”; en Chile el ministro de Salud dice, en una de las declaraciones más desafortunadas de una autoridad en esta crisis, que el virus puede “volverse bueno”; en Brasil los seguidores de Bolsonaro organizan una caravana en Camboriú para convencer a la gente de salir a las calles; en México López Obrador se da baños de multitudes. Tanto en Estados Unidos como en Bangladesh la ciencia lucha por hacerse oír en medio de las interpretaciones políticas y se enfrenta a una dura pulseada con nuestras creencias religiosas, nuestras supersticiones irracionales tan bien cultivadas a lo llargo de los siglos. Mientras tanto, el virus sigue su marcha: así como Wuhan era el futuro de la Lombardía Nueva York es el de América Latina: una trayectoria devastadora es casi inevitable para todos.

Algunos amigos zizekianos piensan que esta crisis anuncia el fin del capitalismo; no estoy seguro, aunque sí pienso que es el fin del modelo neoliberal. La crisis nos da una oportunidad para imaginar el futuro y articular estrategias para construir un mundo menos extractivista, más equilibrado en su relación con los ecosistemas, con un modelo social más justo que le dé un lugar privilegiado a la salud, a la ciencia y a la educación. Alumbrar ese mundo no será fácil: se viene un estallido social a nivel mundial, producto del hundimiento económico –“no será una recesión sino una Edad de Hielo”, he leído por ahí–, al que se añade la forma devastadora con que las redes asistencialistas de nuestros Estados fueron desmanteladas en las últimas décadas. Se vienen años de fronteras, cuarentenas y confinamientos.

Al rato llega a la puerta un agente de Federal Express con una gran caja para David, el estudiante coreano que nos alquila un departamento en la casa; seguro en esa caja hay mascarillas N95 con filtro, guantes, toda esa parafernalia que aquí no se consigue. El estudiante acaba de crecer ante mis ojos.

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