Benjamín Labatut: “La literatura que me interesa a mí es intensa y feroz”

El escritor Benjamín Labatut. Foto: Juana Gómez

Desde la irrupción de Roberto Bolaño, hace dos décadas, un escritor chileno no lograba los elogios superlativos, en diferentes lenguas, que ha conseguido Labatut. Nominado al Man Booker del Reino Unido y al National Book Award en EE.UU., su novela Un verdor terrible recibió el aplauso de la crítica internacional y fue recomendada por Barack Obama. Figura literaria del año, en Chile recibió el Premio Municipal de Santiago. Por estos días publica un nuevo libro de ensayos.


La sensación lo perseguía hace días. Era un sentimiento extraño, un desasosiego. De pronto, mientras miraba las baldosas del baño de su casa, pensó: “Este no puede ser el mundo real”. Una crisis silenciosa empezaba a desplegarse en su vida. Entonces, Benjamín Labatut, periodista y escritor, dejó de escribir, abandonó la lectura, incluso perdió interés en el sexo. “Un agujero había comenzado a crecer en mi interior”, escribiría después.

Había publicado su primer libro, La Antártica empieza aquí, poco después de la muerte de su mentor, Samir Nazal, el Viejo, un poeta inédito que fue su maestro literario. Y una sensación de vacío comenzó a acecharlo. Durante un año trató de rodear o asomarse a ese vacío: hizo meditación, practicó magia, invocó espíritus. Volvió de esa crisis transformado, y de allí nació Después de la luz, un libro en el que habla de sus experiencias y recoge una infinidad de historias vinculadas con saberes chamánicos, científicos, sabidurías ancestrales y relatos místicos.

Memoria o ensayo sui géneris, el libro juega con una libertad que elude géneros y que desconcertó a la crítica. De algún modo prefigura la narrativa de Un verdor terrible, una novela que transita entre la realidad y la ficción y que viaja al período de entreguerras para narrar historias de científicos que modelaron la física y las matemáticas y que enfrentaron contradicciones o se movieron en los límites de la razón, como Karl Schwarzschild (teoría cuántica) y Alexander Grothendieck.

Uno y otro libro están conectados, dice Labatut:

-Están unidos por un cordón umbilical, porque comparten el mismo corazón: el vacío.

Publicado en 2020 por el sello español Anagrama, Un verdor terrible fue un libro en cierto modo inesperado: una explosión luminosa y perturbadora en la narrativa actual. Fue contratado en 24 idiomas y conquistó a críticos y lectores exigentes. “Extraordinario… Labatut ha escrito una novela de no ficción distópica ambientada no en el futuro, sino en el presente”, comentó John Banville en The Guardian.

La novela llegó a Estados Unidos este año, luego de ser nominada al Man Booker Prize en el Reino Unido. “Una meditación en prosa que guarda una relación familiar con la obra de WG Sebald u Olga Tokarczuk”, observó The New Yorker. Para The New York Times, es “una apasionante meditación sobre el conocimiento y la arrogancia”.

Mientras Un verdor terrible era nominado al National Book Award en EE.UU., Barack Obama lo integraba en su lista de lecturas de verano. Para entonces, todos hablaban de Labatut, “nuevo fenómeno editorial de América Latina”, como tituló El País.

Benjamín Labatut retratado por su pareja, la artista Juana Gómez.

En contraste, la crítica local era menos elocuente. Camilo Marks reconoció la maestría y el dominio “admirables” de Labatut, pero leyó el libro como un conjunto de ensayos de cierto hermetismo. Patricia Espinoza, a su vez, consideró que “alta cultura eurocéntrica y mundialización desde Latinoamérica es una mezcla fatal”.

En cualquier caso, los reconocimientos a la obra de Labatut se extendieron hasta fin de año: Un verdor terrible fue seleccionado entre los mejores libros de 2021 por The New York Times y en Chile fue distinguido con el Premio Municipal de Literatura de Santiago.

Por estos días, además, llega a librerías La piedra de la locura, que reúne dos ensayos breves. Inspirado en Lovecraft, Philp K. Dick y el Bosco, Labatut se pregunta por las transformaciones que vive el mundo y que parecen poner en crisis el edificio de la razón.

-A mí me da lo mismo lo que leen Obama, Rihanna o los críticos del New York Times, porque mis modelos de vida y lectura son otros: Samir Nazal, el poeta chileno que me enseñó a escribir, y que murió sin publicar una palabra, o Diego Maquieira, que publicó dos, tres libros, y ahora se dedica a atrapar señales extraterrestres que requieren, como precondición absoluta, el silencio, la renuncia feliz y la migración hacia el interior -dice.

Desde la irrupción de Roberto Bolaño, hace dos décadas, un escritor chileno no lograba los elogios superlativos, en lenguas y territorios tan diversos, como lo ha conseguido Labatut. Y la figura del escritor que murió en Blanes en 2003 tiene mucho sentido para él:

-Cuando me echaron de mi primera pega, me fui a vivir a una cabaña en la playa. Llegué en invierno, en medio de una tormenta que arrancó árboles de cuajo. No tenía plata para comprar leña, así que estaba cagado de frío, en un lugar oscuro y lleno de goteras. En la mitad de esa primera noche empecé a escuchar ruidos afuera. Golpes y rasguños en la puerta. Abrí, muerto de miedo, y me topé con un quiltro, rucio y famélico. Mi alivio fue tan grande que lo adopté. Le puse Roberto. Viví un año ahí, sin tele, sin internet, sin celular, solo con mis libros y mi perro. Mucho después supe que Bolaño pasó una temporada en una casa en el campo cerca de Barcelona, una temporada en el infierno, y que su única compañía y consuelo durante ese tiempo fue una perra. El impacto y la influencia de Bolaño en mi vida es tan grande que supera el ámbito de la literatura, me invadió y se coló en mi biografía, de muchas formas.

Experiencias iniciáticas

Nacido en Rotterdam en 1980, Labatut creció entre Santiago, Lima, La Haya y Buenos Aires. De niño le gustaba desarmar juguetes y aún hoy suele portar lupa y binoculares en su mochila. En inglés su novela se titula Cuando dejamos de entender el mundo, pero él prefiere el título en español, “porque soy jardinero y conozco bien ese verdor -la violencia y la maldad del mundo vegetal”, cuenta.

Trabajó como periodista en revista Qué Pasa y está casado con la artista Juana Gómez, con quien tiene una hija. “Juana Gómez es la persona más importante en mi vida. Y la mujer más interesante que he conocido”, dice. “Nos relacionamos como deben relacionarse los artistas: nos influenciamos e inspiramos mutuamente”.

Su obra es inusual en nuestra literatura y él es renuente a hablar de escritores chilenos. Prefiere responder las entrevistas por escrito, y esta es el resultado de varios intercambios de email.

En su primer libro Labatut anotó que ser escritor es una vocación especial, “como ser soldado o samurái”, y tiene que ver “con una postura violenta frente a la realidad”. Hoy recuerda que hay muchas formas de ser escritor, desde maravillosas poetas privadas como Emily Dickinson a genios oscuros como William Burroughs o “santos”, como Kafka, y “hombres grises”, como T.S. Eliot.

-La literatura que me interesa a mí es intensa y feroz. Esa intensidad es una disposición del alma y puede tomar muchas formas: te puede llevar a perseguir halcones peregrinos por los campos de Inglaterra durante 30 años, como J.A. Baker, para escribir un solo libro que captura una belleza que nadie ha visto antes que tú; te puede arrastrar de un continente a otro en un peregrinaje sin fin, como le pasó a Bruce Chatwin, o te puede llevar a convertirte en el bibliotecario más valiente del mundo, como Borges. La única valentía que exige la literatura es mirar el mundo de frente. Eso, que suena tan sencillo, es, en realidad, aterrador. Porque te parte el corazón. Y luego uno escribe con esa herida en el pecho, con ese dolor y esa fisura. Lo otro que te demanda la literatura es mirarte a ti mismo. Aunque eso siempre hay que hacerlo de reojo. No vaya a ser que de pronto espíes el rostro que tuviste antes de nacer, o que veas al Otro, o que pilles un rastro de esa legión que te habita por dentro y gracias a la cual te mantienes vivo.

¿De qué modo lo afectaron las experiencias que cuenta en Después de la luz?

Me transformaron por completo. Como persona y como escritor. Esa era la intención: convertirse en otro, abrirle un espacio al inconsciente. Súper irresponsable. Aunque tiene su lado positivo también. Te obliga a considerar el mundo desde múltiples puntos de vista. Te fuerza a vivir con una sospecha constante respecto de la validez de tus percepciones, ideas y creencias. Te monta una guardia interior, un Pepe Grillo muy hinchapelotas. Te humilla de todas las formas imaginables, pero, si tienes suerte, también mejora tu sentido del humor, porque te muestra la ridiculez bajo la que opera tu sistema nervioso, la gran broma cósmica, los dioses sentados en el baño, cagando. En esas situaciones de desgobierno y fragilidad te salvan los demás; su cariño para escuchar tus desvaríos, la paciencia que deben tener mientras rearmas tu cabeza y rebotas de una epifanía a la siguiente, y la sabiduría que te transmiten los que comprenden que uno de los caminos hacia la salud mental es una pequeña desviación por los terrenos del sin sentido. Estas vivencias iniciáticas son importantes. Creo que es necesario que todos vivan algo parecido, que conozcan los caminos del desvarío, pero no para perderse, sino para saber cómo reaccionar cuando la Bestia (que es rubia, casi siempre es rubia, incluso de ojos celestes) levanta la cabeza y te ruge.

¿Cómo ve el puente entre ese libro y Un verdor terrible?

Están unidos por un cordón umbilical, porque comparten el mismo corazón: el vacío. Esa dimensión de la experiencia, para la cual tenemos tan pocas palabras está al centro de lo que escribo. No porque yo esté obsesionado (lo estoy), sino porque está ahí, está ahí realmente; si miras las cosas de cerca, por el tiempo suficiente, te vas a topar con el vacío. Pero el vacío no tiene Biblia, no hay una oración que rezarle, no tiene nombres como los dioses, ni tampoco atributos. No tiene vanidad como el diablo, así que no se deja engatusar. No puedes pactar con el vacío. No te queda otra cosa que la renuncia, el caer de rodillas, o la risa, la risa alocada que es capaz de llenar ese espacio y hacerlo estallar. Porque esa es la gracia: el vacío está preñado, lleno de formas potenciales, y si llegas ahí, por el camino que sea, lo importante es traer algo de vuelta. Como en esos sueños en que despiertas dentro de una tienda de dulces; hay que llenarse los bolsillos y salir corriendo con la esperanza de que al abrir los ojos en tu cama aún tengas un candy en la palma de la mano.

El espíritu del Joker

En El verdor hay historias en torno a la ciencia, a menudo atravesadas por contradicciones o paradojas. ¿La búsqueda de conocimiento puede poner en crisis el sentido común?

Por supuesto, pero no debemos olvidar que el sentido común es una maravilla. Realmente, es algo milagroso. Y cuando uno lo pierde, sea como individuo o como sociedad, entramos en un terreno muy peligroso. Eso se siente ahora, ¿no? Campea el espíritu del Joker, de Loki, de los dioses del caos, esos bufones que ríen a carcajadas porque saben que nosotros, reyes y reinas, tenemos el culo al aire. Es una forma de la iluminación típica de nuestra época, pero esa lucidez aterra: cuesta ir a dejar a los niños al colegio cargando ese peso en la conciencia. Es una duda radical que todos sufrimos: sabemos (o creemos saber) que no existe la verdad, y sin embargo no podemos vivir sin ella. Así que tenemos que construirla, inventarla. La ciencia, en ese sentido, es más creativa de lo que la gente sospecha: no es solo descubrir lo que hay, también tiene que pensar nuevos sentidos. Hay partículas elementales tan extrañas que parecen haber brotado de nuestra imaginación, no del choque al interior de los aceleradores. Como si algo o alguien se estuviera riendo de nosotros. Como si hubiese una competencia, a muerte, entre la mente y el mundo para ver a quién se lo ocurre la cosa más rara.

Las historias se concentran en el período de entreguerras. ¿Qué le atrae de él?

Me atrae la maravilla y el horror, y ese periodo fue fértil en ambos sentidos. También me gusta la expresión “entreguerras”, porque siento que vivir es vivir entreguerras. Es poco sano pensar de esa forma, pero nos recuerda que la paz es frágil, y que la guerra, con todo el mal que trae, también es una fuente extraña, porque de ahí surgen cosas inimaginables, como los computadores o la bomba atómica. La guerra de gases y la mecánica cuántica se dan la mano por detrás de la espalda. Nuestra especie está imbuida de esa dualidad fatal, y aunque quisiéramos que fuera distinto, incluso la materia (supuestamente inconsciente) está presa de ella: materia y antimateria brotan juntas. No parecemos ser capaces de romper ese yugo, y los que lo intentan -las dictaduras, los gobiernos autoritarios, las figuras mesiánicas, el Dios Emperador de Duna- solo logran aumentar el horror, les echan bencina a los fuegos del infierno.

En su nuevo libro, Labatut da algunos antecedentes familiares cercanos a la locura, pero él prefiere no profundizar en ello.

A menudo se asocia genio y locura. ¿Qué relación ve usted?

Locos hay muchos. Genios hay menos. Hay bastantes genios locos, pero son los genios cuerdos los que transforman el mundo. A mí me fascina el genio, porque es como encontrar un pez con alas (los hay, me cayó uno en las manos cuando estaba viajando en un barco, con mi familia, de niño) o como descubrir que los ángeles tienen forma humana y revolotean alrededor nuestros igual que las moscas. Pero yo también rescato muchas cosas de la locura. Me interesan los sueños enloquecidos de la razón, la sombra del ser humano, porque ahí también hay una luz que nos ilumina. La locura nos puede enseñar muchas cosas que quizás no queremos aprender. Yo le tengo un miedo parido, porque cuando uno escribe, muchas veces te acercas al sin sentido. Es bastante difícil no rozar la locura si tu materia prima son las palabras, porque construimos el sentido del mundo con ellas. Pero a mí me interesa la locura pasajera, la que te saca de ti mismo, las ninfas que te toman de las piernas y te hunden la cabeza bajo el agua, porque solo ahí puedes ver el abanico de posibilidades que están escondidas, plegadas como si fuera un origami, en la vida cotidiana.

Una idea del éxito

Fue nominado a los premios literarios más importantes de Estados Unidos y Reino Unido. ¿Qué significan para usted?

Para mi carrera (nunca imaginé que iba a tener una carrera, pocas cosas me desagradan más que correr) son muy importantes. Para la gente que me quiere, también. Y para las editoriales que han confiado en mí, significan el mundo. Pero a mí no me importan. Yo nunca he leído un libro o un autor que se haya ganado el Booker. No sabía que existía el National Book Award. Tampoco sabía que el New York Times hacía una lista anual. Sencillamente no les doy valor a los premios ni a los rankings. No le agregan nada a un libro. Los libros malos son malos aunque se ganen mil premios. Y la lista de desgraciados que tienen carreras luminosas es interminable. El premio es el libro, porque los buenos libros contienen algo muy misterioso, algo que incluso no se puede adjudicar directamente a su autor. Esa es una magia particular, que no tiene nada que ver con jurados. Escribir (y cuando digo escribir en el fondo quiero decir vivir), en gran parte tiene que ver con encontrar o cultivar algo de valor dentro de ti mismo, una pequeña pepita de oro, algo que se demora muchísimo en crecer (y que puede desaparecer en un instante), pero que te da una riqueza que no requiere elogios, que no requiere de la aprobación de los demás.

Benjamín Labatut. Foto: Juana Gómez.

Más allá de las sugerencias, Labatut cree que cada lector, y sobre todo cada escritor, debe formar su propio criterio: “Hay que comprar libros como lo hace mi hija: entra a la librería y se deja llevar por su intuición. Y claro, a veces compra cualquier huevada, pero sigue su impulso, tiene esa libertad total que es previa al buen gusto, y que no se puede perder. Yo la perdí, y ahora casi no leo nada”.

-Yo quiero que me lean las personas que han perdido la cabeza y que están desesperadamente tratando de construir su propia imagen del mundo. O los evangélicos que han perdido la fe. O los criminales que descubren su libertad en una celda. Quiero que me lean los niños y adolescentes que no pueden dormir porque saben que los monstruos debajo de la cama son reales. O la tercera y la cuarta edad. Aunque en realidad, que cada uno lea lo que quiera. Que cada persona lea a la medida de su sistema nervioso. O que no lean nada. El mundo tiene mucho que ofrecer y el tiempo se está acabando. Mejor subir un cerro que leer un libro -afirma.

Ha sido un año de reconocimientos. ¿Con qué se queda? ¿Cuál es su idea de éxito?

Yo tengo una idea muy clara del éxito: es el diálogo con tus maestros. Lo que más valoro de mis libros es que me han hecho conocer a gente única. Gracias a Después de la luz conocí a Gastón Soublette, pude ir a su casa y sentarme a sus pies. También conocí a un meteorito de carne y hueso, el poeta chileno Serafín Alfsen-Romussi, y a un escritor desconocido e inédito, Álvaro Campos, que me parece uno de los autores más interesantes que hay en Chile: Laurel pronto va a publicar su primer libro. Con Un verdor terrible la cosa se fue al chancho: me hizo amigo de Maquieira, de Alberto Mayol y de Constanza Michelson, despiertos y brillantes. Me puso en contacto con personas que han formado mi cabeza, artistas sin los cuales yo no podría escribir una palabra: Werner Herzog, Adam Curtis, Alan Moore, Luis Sagasti. Jamás imaginé que iba a hablar sobre los hexagramas del I Ching (que tengo tatuados en las muñecas) con Roberto Calasso, pero este libro me dio ese regalo: alcancé a conversar con ese titán, brevemente, un año antes de que murió. Conocer a toda esta gente tiene más valor que ganarse el Nobel. Porque son literatura encarnada. Están encendidos y a la vez son incombustibles.

Nació en Rotterdam, vivió en La Haya, Buenos Aires y Lima. ¿Cómo se vincula con la parte chilena? ¿Escribe pensando en Chile o un lector más internacional?

Me vinculo con mi parte chilena de una forma muy sencilla: siendo chileno. He vivido la mayor parte de mi vida aquí. Toda mi familia es chilena. Yo siento el mismo orgullo y la misma vergüenza que sentimos todos los que habitamos este país. Pero nunca he escrito una palabra pensando en Chile o en el extranjero. Yo escribo pensando en escribir, no en que me vayan a leer. Y si tuviera que pensar en un lector, sería en un lector extraterrestre, o alguien de una dimensión paralela. Porque los hay, ojo, es cosa de ir a una buena librería y los vas a ver. Parecen seres humanos, pero son otra cosa. Los lectores de verdad son la cosa más rara del mundo. Gente que vive en otra galaxia—la galaxia de la literatura—, una que parece estar alejándose cada vez más.

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