“Matar a Letelier”: El asesinato que ordenó Pinochet

Orlando Letelier fue asesinado a través de una bomba instalada en su vehículo. Dicha acción, mandatada por la dictadura del general Augusto Pinochet, tuvo lugar el 21 de septiembre de 1976 en Washington DC.

En septiembre de 1976, un autobomba en la capital de Estados Unidos dio muerte al excanciller de Allende, Orlando Letelier, y a su colaboradora Ronni Moffitt. Escrito por el investigador estadounidense Alan McPherson y recién publicado en Chile, el libro Matar a Letelier repasa detalles inéditos del doble crimen, la investigación que dio con sus autores materiales y las pruebas que reunió la CIA para establecer que la orden del asesinato vino directamente de Pinochet. La obra incluye entrevistas y archivos inéditos. A continuación un extracto.


—Isabel, te tengo una sorpresa. Quiero que almuerces conmigo.

—Hoy va a ser difícil. Tengo trabajo...

Orlando Letelier no se amilanó:

—Pero es que la sorpresa te va a gustar mucho. Anda a buscarme a las doce y media y deja ese trabajo para la tarde.

Isabel Morel terminó accediendo. No en vano, su esposo era un hombre encantador y la pareja —padres de cuatro hijos adolescentes— se había vuelto a juntar hacía poco, tras una separación de varios meses gatillada por una infidelidad de Orlando. Fue como “una segunda luna de miel”, en los términos de la propia Isabel.

Además, no había más tiempo para discutir la propuesta: eran ya las nueve de la mañana y él debía partir a sus labores en el Instituto de Estudios Políticos (Institute for Policy Studies, IPS), ubicado en el Dupont Circle, allí en Washington D.C. Un centro de pensamiento de orientación izquierdista en que llevaba trabajando cerca de dos años, utilizándolo como plataforma para socavar la figura del general Augusto Pinochet, el dictador con mano de hierro que había derrocado al gobierno de Salvador Allende, Presidente legítimamente elegido de Chile. Letelier había sido embajador de Allende en Estados Unidos y luego ejercido tres ministerios distintos en su gabinete.

Ahora, convertido en un ciudadano corriente, se hallaba abocado a evidenciar las atrocidades que Pinochet cometía en el área de los derechos humanos, propiciando boicots a su régimen y desalentando las inversiones en el país.

Dos colegas suyos en el instituto iban casualmente con él esa mañana: Michael Moffitt y su esposa, Ronni Moffitt, ambos de veinticinco años, recién casados. El automóvil de la pareja había sufrido un desperfecto el día previo y, dada la amistad que ambos habían forjado con su mentor y con su esposa, Isabel, disfrutaron de una cena tardía en casa del matrimonio Letelier y luego se fueron a su casa en el automóvil de Orlando, comprometiéndose a pasar por él a la mañana siguiente.

Matar a Letelier es el segundo libro de la colección “Un día en la vida” de editorial Catalonia y la productora periodística Un día en la vida.

Los Moffitt esperaron en el vehículo mientras Letelier, que rara vez se atrasaba, terminaba de ducharse y vestirse, se saltaba el desayuno y salía a toda prisa de su casa, por lo que Isabel tuvo apenas tiempo de darle un beso de despedida. Michael se ofreció a seguir conduciendo, pero Orlando prefirió instalarse al volante de su Chevrolet Chevelle Malibu Classic, un vehículo inhabitualmente brioso para un individuo sofisticado como él. En un gesto de galantería, Michael le abrió la puerta delantera a Ronni y él se instaló en el asiento trasero.

Era una mañana brumosa, aquel 21 de septiembre de 1976, y caía una tenue llovizna en la capital del país. Menos de una hora después de dejar la casa, Orlando Letelier y Ronni Moffitt estaban los dos muertos y Michael Moffitt, sumido en un trauma de por vida.

“Nunca supe cuál era la sorpresa”, recordaría Isabel Morel cuarenta o más años después.

Le tomó un cuarto de hora al Chevelle de color azul claro abandonar por la ruta habitual el suburbio de Bethesda en Maryland, donde vivían los Letelier, para enfilar rumbo al IPS. Lo hizo bajando por River Road hasta el Distrito de Columbia, continuando al sur por la Calle 46, doblando a la izquierda en la avenida Massachusetts, cruzando enseguida frente a la casa del vicepresidente del gobierno y atravesando el barrio diplomático, normalmente congestionado, conocido como Embassy Row.

Ronni Moffitt, flautista y melómana, tarareaba una melodía al interior del vehículo. Ella y Letelier, que siempre conducía pausadamente, debatían a la vez acerca de un texto científico que los dos habían leído cuando niños. A espaldas de ellos, Michael interrumpía de vez en cuando, miraba al exterior o se extasiaba con el perfil de la que ahora era su esposa. Enseguida abrió la ventana para que saliera el humo del cigarrillo de Letelier.

Salvador Allende, Orlando Letelier y Clodomiro Almeyda, en un cambio de gabinete, en mayo de 1973. Foto: Archivo Copesa SALVADOR ALLENDE, ORLANDO LETELIER, CLODOMIRO ALMEYDA EN CAMBIO DE GABINETE. 22.05.1973 (FONDO HISTORICO - CDI COPESA)

A las 9:35, Letelier y los Moffitt pasaron ante la residencia del nuevo embajador chileno en los Estados Unidos, situada a orillas de Sheridan Circle, a pocas manzanas del IPS y a catorce cuadras exactas de la Casa Blanca. Las embajadas circundaban la elegante rotonda, en cuyo centro se yergue la estatua ecuestre del general Philip Sheridan, partícipe en la Guerra Civil.

Sin que los ocupantes del Chevelle lo advirtieran, un Ford sedán gris con dos hombres en su interior los seguía a corta distancia y el que iba en el asiento del pasajero sostenía entre sus manos un beeper de dos botones, del tipo que entonces empleaban los médicos para ser localizados, enchufado en esta ocasión al encendedor del vehículo. Cuando Letelier ingresó con el automóvil a Sheridan Circle, el individuo presionó primero un botón y luego el otro.

En el asiento trasero del Chevelle, Michael Moffitt oyó un ruido parecido a “pssss”, como “cuando se vierte agua sobre una plancha caliente”, según lo describió él mismo al FBI. Después “hubo un destello en la parte superior derecha del vehículo, justo detrás de la nuca de Ronni”, y a un silencio momentáneo siguió una explosión tan estruendosa que se pudo oír en el Departamento de Estado, a casi ochocientos metros del lugar. Esto debe ser lo que se siente al ser electrocutado, alcanzó a pensar Michael Moffitt antes de que del piso del Chevelle emergiera una bola de fuego anaranjada que le quemó a Letelier el hombro izquierdo y chamuscó el cabello a los tres. El vehículo se llenó de humo negro y el hollín recubrió a sus ocupantes.

La onda expansiva hizo que Michael Moffitt abriera y extendiera forzosamente los brazos, y voló la puerta del lado de Letelier, hundiendo el techo del vehículo. “Fue como si el auto entero hubiera sido arrancado del piso”, señaló Moffitt más tarde. “Todo saltó hacia arriba y mi cabeza dio contra el techo del auto”. El Chevelle saltó por los aires y se desplazó unos dos metros y medio en su vuelo antes de dar contra un Volkswagen de color naranja estacionado ilegalmente en el lugar. La explosión dejó vidrios desintegrados, metales retorcidos, trozos humanos desgarrados y sangre en un radio de dieciocho metros.

El interior del vehículo, según declaró Moffitt, “estaba candente y lleno de humo, como si hubiéramos entrado de pronto en un horno. Lo más impactante fue, con todo, el aroma abrumador de la carne y el pelo chamuscados. Yo me descubrí a mí mismo en cuatro pies en el asiento trasero. Mis zapatos habían salido disparados y, cuando menos inicialmente, no tuve sensación alguna de la cintura hacia abajo. Mi reacción instintiva fue salir del auto antes de que el tanque de gasolina estallara y de alguna manera me alcé hasta una de las ventanas que habían volado de su sitio, para arrojarme fuera del vehículo. Me ardían los pulmones, estaba sofocado y me costaba respirar”.

Michael tenía aún el ojo puesto en Ronni, que abandonó tambaleante el vehículo. “Como la vi en pie, asumí que se encontraba bien”, agregó.

Entonces rodeó el automóvil y vio a Letelier atrapado entre su asiento, el eje del volante y el techo colapsado. “Orlando quedó invertido en su sitio, mirando hacia la parte posterior del auto. Tenía el tronco inclinado hacia atrás y movía la cabeza como asintiendo, adelante y atrás. Sus ojos se movían levemente, pero se veía que estaba inconsciente”.

Gritándole: “¡Orlando, soy Michael! ¿Puedes oírme?”, Moffitt dio una leve bofetada al rostro de su amigo y el aturdido Letelier farfulló algo ininteligible. Sus ojos estaban en blanco y abría y cerraba la boca, intentando tragar algo de aire. Tenía las manos levantadas delante suyo y manoteaba en el vacío. “Intentó tomarse con su mano izquierda a mi cuello, pero no tenía fuerzas. Lágrimas rodaban de sus mejillas”. “Entonces traté de alzarlo y sacarlo de allí, pero era una maniobra difícil porque estaba encajado entre los metales retorcidos y era fácil que me cortara yo mismo al intentar levantarlo”.

“Después de que lo moví ligeramente, vi que la parte inferior de su torso —básicamente, la mitad inferior completa de su cuerpo— había volado”. La bomba, colocada directamente bajo los pies de Letelier, había volado a su vez el piso del vehículo y le había cercenado las piernas justo a la altura de las caderas. El estallido del propio auto arrastró consigo sus extremidades inferiores, arrojándolas al asfalto de la calle. Su pie izquierdo, aún con el calcetín puesto y dentro de su zapato, dejaba ver el hueso y la médula y yacía a unos quince metros del lugar de la explosión. En el auto “quedaban, por todos lados, trozos de carne y porciones ensangrentadas del relleno de los asientos”, recordaba Moffitt. “Un robusto individuo de un metro ochenta de estatura lucía ahora como una marioneta descoyuntada”.

—¡Asesinos, fascistas! —gritó entonces el propio Moffitt, dejándose llevar por la ira.

Todavía no había advertido que su esposa había alcanzado tambaleante el prado frente a la embajada rumana, aferrándose ella misma la garganta con las manos. La metralla le había seccionado la carótida, la arteria que conduce la sangre al cuello y la cabeza, y el líquido brotaba a borbotones de su boca a la vez que fluía hacia adentro por la tráquea y hacia los pulmones.

Se estaba ahogando en su propia sangre.

Para entonces, una doctora que pasaba casualmente por Sheridan Circle rebuscaba en la garganta de Ronni intentando hacer pinza con los dedos en su arteria. “Su vientre protuberante evidenciaba sus ocho meses de embarazo y la sangre seguía manando a borbotones de su boca..., un gran flujo de sangre”, recordaría Moffitt.

—¡Sálvela usted! ¡Salve a mi amor! —le suplicó a la doctora.

La policía estaba ya en la escena en curso. (…)

“¡Que alguien me ayude a sacar a Orlando de ahí!”, suplicaba Moffitt justo cuando las ambulancias comenzaron a llegar al lugar. La policía y los paramédicos liberaron a Letelier del asiento e intentaron impedir que la poca sangre que quedaba en su cuerpo terminara de derramarse por los dos muñones que eran ahora sus piernas.

Orlando Letelier murió antes de que la ambulancia alcanzara a llegar al Hospital George Washington, situado a menos de un kilómetro del lugar. Terminó desangrándose en menos de diez minutos y su corazón no dispuso ya de sangre para seguir bombeándola. El juez de instrucción anotó como causa de su muerte: “Desangramiento”.

Otra ambulancia llegó en busca de Ronni Moffitt y, cuando Michael vio a los paramédicos subiéndola al vehículo, gritó:

—¡Esa es mi esposa! ¡Yo me voy con ella!

—No, usted no irá —le dijo un oficial de policía—. Eso servirá únicamente para entorpecerlo todo. (…)

Enseguida Moffitt abordó un auto de la policía maldiciendo y llorando sin cesar, y fue conducido a urgencias del Hospital George Washington.

Antes de que Moffitt pudiera verla, los médicos de guardia en urgencias intentaron revivir a Ronni. Le dieron golpes en el pecho. Le inyectaron tres intravenosas. Le inocularon otros estimulantes cardíacos. Le practicaron una traqueotomía para insertarle un tubo que pudiera llevar oxígeno a sus pulmones. Le dieron descargas eléctricas. Le abrieron el pecho para alcanzarle el corazón y los pulmones.

“Me dijeron que Ronni estaba gravemente herida, pero que la estaban auxiliando, y todo ello pareció durar una eternidad. [...]Había varias personas de pie a mi alrededor cuando uno de los médicos vino y me dijo: ‘Su esposa ha muerto’”.

“Es un trauma que permanecerá conmigo el resto de mi vida”, reflexionaba Moffitt catorce años después. “Nada ni nadie borrará nunca esas escenas de horror, los momentos de desesperación casi intolerable que viví: la tragedia de asistir a la muerte de Orlando con sus piernas desmembradas, evidenciando en su rostro una contracción de dolor que no puedo describir, entreverada igual de cierta serenidad”.

Historias reales: Matar a Letelier es el segundo libro de la colección “Un día en la vida” de editorial Catalonia y la productora periodística Un día en la vida. Dirigida por los periodistas Andrea Insunza y Javier Ortega, su foco está en la no ficción. La colección fue inaugurada con la publicación de Pinochet desclasificado, de Peter Kornbluh.

Matar a Letelier puede adquirirse en este link.

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