Philippe Lançon, el escritor que regresó de la muerte

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Antes del atentado Philippe Lançon había publicado tres novelas y era uno de los críticos culturales de más peso en Francia.

El 17 de enero de 2015 los hermanos Kouachi entraron en el periódico satírico Charlie Hebdo, en París, armados con rifles de asalto. Al grito de "¡Alá es grande!", mataron a 12 personas. El escritor y periodista francés sobrevivió a terribles heridas en el rostro. Vivió nueve meses en hospitales. Sufrió 18 operaciones. Y volvió a una vida que, admite, "ya no es la misma porque yo ya no lo soy".


Aquella mañana de invierno de 2015 Philippe Lançon, que había publicado tres novelas y era uno de los periodistas y críticos culturales de más peso en Francia, recibió dos tiros de Kaláshnikov-357 Magnum en el rostro. Fue en la sala de redacción del periódico satírico Charlie Hebdo, en la calle Nicolas-Appert del distrito XI de París. Varios de sus mejores amigos -los dibujantes y columnistas Cabu, Wolinski, Charb y Bernard Maris, entre otros- murieron en el atentado perpetrado por los hermanos Kouachi al grito de "¡Allahu akbar!" ("¡Alá es grande!"). Él sobrevivió al ataque yihadista pero se quedó sin cara del labio superior para abajo. Estuvo ingresado nueve meses en los hospitales de la Salpêtrière y los Inválidos. Va por la cirugía facial número 18. Los médicos trasladaron su peroné al lugar que antes había ocupado su mandíbula. El calvario fue prolongado. La morfina y Bach aplacaban el espanto. Se marchó de París. Y publicó Le lambeau.

En sus 500 páginas, este hombre valiente que llama a las cosas por su nombre y que no conoce el adorno relató un compendio de azares, desgracias, sufrimientos, consecuencias, reflexiones y aprendizajes que dejan al lector en estado de shock. Es un día de calor asfixiante en las colinas de Roma. Philippe Lançon, su sombrero Borsalino y yo estamos sentados en un decadente y precioso café de la ciudad. Se retiró aquí junto a su compañera sentimental, huyendo de París y de las zonas menos apetecibles de la memoria. Escribió en Roma gran parte del libro. Que fue, primero, un tímido esbozo de regreso de la muerte. Y después, una vuelta a la vida. Una vuelta a medias. Basta con escucharle. Quedan muescas físicas y psíquicas. No quiso fotos. "No por un tema estético; es que la policía me dijo que mejor nada de fotos ni de televisiones, porque así viviría más tranquilo". Este es su relato.

La ceremonia del regreso

"Regreso poco a poco, con distancia, a una vida que ya no es la misma porque yo no soy el mismo", explica en un perfecto español el escritor y periodista francés (Vanves, 1963). "Hay un bolero cubano que dice 'contigo en la distancia' y yo estoy un poco así. Por un lado estoy con aquel que fui, y por el otro con el que soy, hoy y aquí, en Roma. Hay varios yoes: el que fui antes del atentado, el que fui en el año que siguió al atentado; el de la convalecencia, que arrancó un año después del atentado; el escritor, que es, como decía Proust, el producto de otro yo. Y por fin está el hombre que estoy volviendo a ser ahora, y que es una persona que todavía no conozco bien".

El último capítulo de Le lambeau se titula así, 'Los regresos'. En él se entrecruzan el inventario de lo ocurrido y el diagnóstico de lo que vendrá. Y no solo afecta a la víctima. "Es raro. A poca gente le toca renacer a los 50, que es lo que he hecho yo de verdad..., y no creo que sea una construcción psicológica. La idiosincrasia del atentado es una irrupción violenta y totalmente imprevista que destruye la continuidad de la vida, a veces hasta la muerte, a veces solo hasta la herida, sea física o psicológica. Y renaces. Porque hay algo que quedó destruido, y aquí no hablo de lo físico sino de lo existencial. Un atentado produce una herida existencial. Es una herida individual pero también colectiva", cuenta con voz tenue el escritor, que en sus páginas alude a "una violación colectiva". "Porque está hecho precisamente para eso, y en ese sentido es una acción muy bien diseñada".

¿Ha intentado entender a los terroristas que quisieron matarlo y que mataron a sus amigos?

La verdad es que no me interesan mucho, ni por el bien ni por el mal. Pienso que quienes nos atacaron eran pobre gente, sin mente.

¿Qué puede ocurrir ahí, en una mente, para hacer algo así? ¿Lo ha pensado?

Creo que en el vacío de sus cabezas entraron monstruos, fantasmas del estilo de los que pintaba Goya pero activados por personas concretas, esas sí, conscientes de lo que hacen, de servir al Estado Islámico y todo eso.

Y ya nada fue igual...

Cambiaron mi existencia, me cambiaron. Se acabó el otro Philippe Lançon. Fue muy duro. No siento odio por los hermanos Kouachi, sé que son un producto de este mundo, pero sencillamente, no acierto a explicármelos.

Su vida dejó de ser aquella vida. Murieron algunos de sus mejores amigos. Y el dolor físico... ¿Pensó en el suicidio?

Jamás.

¿Es usted un titán?

Nada de eso. El carácter se desarrolla con las circunstancias.

El ataque

Comme un enfant que croit que nul ne le verra s'il fait le mort (como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto). Philippe Lançon escribe en la página 81 de Le lambeau: "Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba el vientre del otro, cuyos dedos rozaban el rostro de un tercero, que se inclinaba sobre la cadera de un cuarto, que parecía mirar el techo, y todos ellos, así, en esa postura, como nunca y para siempre, se convirtieron en mis camaradas". Estas palabras pertenecen al capítulo 'Entre los muertos'. Es el siguiente al titulado 'El atentado'. Solo un capítulo de los 20 que tiene el libro, solo 11 de sus 500 páginas se centran en el horror en estado puro del momento del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Esto no es del todo exacto. El horror -aun contado sin hipérboles- inunda el libro entero por la doble vía del prolegómeno y de la consecuencia. El prolegómeno es terrible: Lançon reconstruye fría, certera, casi científicamente esa víspera de la masacre, esa velada en el teatro viendo Noche de reyes, de Shakespeare, esa indecisión acerca de si ir a Charlie Hebdo aquella mañana o no, esos momentos previos que, leídos y pensados ahora, se antojan una maldición retroactiva. Al final, y después de darle vueltas y más vueltas a la decisión mientras se bebía un yogur en la calle, delante de su casa, Philippe Lançon se fue para la redacción de Charlie Hebdo. La consecuencia, todo el mundo la conoce, y más que nadie él mismo: un cruce de caminos entre la carne violentada y la psique devastada.

"Hasta el último segundo", recuerda, "no decidí acudir a la reunión de Charlie Hebdo, tenía dos artículos que escribir en Libération, no estaba de buen humor, no tenía ganas de ir..., pero como era la primera reunión del año, al final fui. Y claro, eso lo cambió todo por completo. He pensado mucho en cómo sería mi vida ahora si yo me hubiera ido a Libération y no a Charlie... Es inevitable".

Y del prolegómeno que fue, al presente de indicativo que nunca debió ser.

Este es el relato que Lançon construye de aquellos escasos dos minutos. En el café romano donde charlamos, su voz delicada y su discurso firme se entremezclan con los trinos de los pájaros que revolotean sobre el parque de enfrente y con el ruido de los pasos sobre la madera de los clientes que entran a tomar algo. "Fue todo como una película en cámara lenta. De pronto escuché unos ruidos secos, ¡crac!, ¡crac!, ¡crac!, como petardos, y ahí supe que había alguien que estaba matando a todos mis amigos. Y que muy probablemente me iban a matar a mí. Decidí echarme, pero muy lentamente, curiosamente tenía miedo de lanzarme de golpe y hacerme daño. En una situación así, uno no se da cuenta de lo que pasa, y cuando lo hace puede ser demasiado tarde. Yo entendí que de verdad pasaba algo serio cuando vi a Frank intentando desenfundar su pistola (se trataba de Frank Brinsolaro, el guardaespaldas de Stéphane Charbonnier, alias Charb, director de Charlie Hebdo: ambos murieron en el atentado). Veía por debajo de la mesa las piernas de uno de los asesinos, que se acercaban. Estaba esperando el tiro de gracia. Allí se mezclaba lo irreal con lo absolutamente real. ¿Me matarán? ¿Estoy ya muerto o sigo vivo? Todas esas preguntas se mezclaban en mi cabeza".

La cirugía y la escritura

Philippe Lançon lleva 18 operaciones. Si todo va bien, la curación total -siempre que ese concepto exista en un caso como el suyo- llegará en cosa de un año. "Todavía me tienen que poner una nueva prótesis y en mi caso eso es complicado. La mandíbula fue completamente reconstruida utilizando el hueso del peroné y los implantes no se agarran tan bien como en una mandíbula normal. Y si no tienes implantes, no tienes prótesis".

Entre su oficio, el de escribir, y el de sus cirujanos salvadores, el de recomponer, subyace, asegura, un común denominador que habla de procesos tortuosos. "Escribir es un camino muy largo y repararse la mandíbula también. En ambos hay que ser paciente; ahora los médicos me dicen que estoy ya en la recta final, y esto es un poco como afrontar la recta final de un libro. Corriges y corriges, quitas y pones cosas..., aciertas y fallas... Para mí hay un paralelismo muy evidente y muy íntimo entre la cirugía y la escritura".

Los vampiros

"El paciente es un vampiro", escribe Philippe Lançon en Le lambeau, refiriéndose a la exhaustiva e intensa gama de actitudes egoístas -en un sentido literal del término- que toda persona sufriente en una habitación de hospital observa con respecto a personal sanitario, familiares, amigos... Seguramente el egoísmo más justificado y comprensible que quepa imaginar. Entonces cabe plantearle otro paralelismo:

¿Y el escritor? ¿No es también un vampiro, lo mismo que ese paciente hospitalario del que habla?

Claro que lo es, pero no en tiempo real. Hay una diferencia. El paciente intenta nutrirse de todo lo que puede, y de todos, y en todo momento. Por supuesto, el escritor lo chupa todo, pero se lo guarda para más tarde. Yo no estaba en esa situación, yo vivía el momento, yo estaba luchando por sobrevivir. El escritor chupa la vida porque su misión es restituirla bajo una forma literaria. ¿Si no la chupa cómo la va a escupir? La creación es eso.

¿Y usted pensó en el hospital en transformar esa horrible experiencia en esa forma adecuada de creación de la que habla?

Ni me lo planteé, para mí era absolutamente imposible escribir una ficción a partir de todo aquello. Pero desde cierto momento sí, surgió en mi cabeza un proyecto bajo la forma de un libro, pero para más tarde. No empecé a pensar en escribirlo hasta un año después del atentado. Aunque en realidad no comencé hasta dos años más tarde...

El periodismo y la literatura

Le lambeau (que podría traducirse como "el jirón", "el colgajo" o "el andrajo" y que Lançon tomó prestado de un texto de Racine -"Jirones llenos de sangre y miembros espantosos/que perros voraces se disputaban entre ellos"-) no es una novela. Tampoco encaja en lo que podría considerarse un ensayo. Hay cierta poesía -feroz y sin rima aunque poesía-, pero desde luego no es un poema. Tampoco una autobiografía ni una memoir en sentido estricto. Puede que a lo que más se acerque este artefacto literario, un auténtico fenómeno editorial en Francia, sea al género de la crónica. Datos, contexto, porqués, interpretación, declaraciones..., una crónica, gigantesca, eso sí. Por cierto, así de duro es en las páginas del libro su juicio acerca del periodismo de hoy: "Hay muy pocos cronistas buenos, porque unos se someten a los temas importantes del momento y a la moral ambiente, y los otros lo hacen a un dandismo que los lleva a hacerse los listos y a escribir contra corriente. En resumen, unos se someten a la sociedad y los otros a su propio personaje". Philippe Lançon es, desde luego, de los buenos. Lo demuestra, por ejemplo, cuando relata en el libro la visita que le hizo en el hospital el entonces Presidente de la República, François Hollande. El episodio, enmarcado en un contexto dramático, es hilarante. Hollande se queda literalmente bloqueado al ver a Chloé, la cirujana que cuida de Lançon. Es evidente: le gusta ("Hollande miraba a Chloé y un cierto placer, como la sombra de una nube, pasó por su rostro liso, redondo y relajado"). Y de hecho, pocas semanas después, durante una recepción en el Palacio del Elíseo a la que es invitado, el Presidente se acerca al escritor y le dice: "¡Ah, Philippe, tiene mucho mejor aspecto! Por cierto..., ¿sigue viendo a su cirujana?". Y Lançon: "Sí, y creo que voy a estar obligado a verla cada vez más...". Respuesta del Presidente de la República: "¡Pues qué suerte tiene usted!". Sin palabras.

"Este libro es el producto de alguien que ha sido periodista durante 30 años, y que también es escritor", zanja su autor. "Todo se mezcla en él: el periodismo y la literatura. Lo que me ha dado el periodismo para escribirlo es distancia. Desde que abrí los ojos en la sala de reanimación, hubo una parte de mí que se convirtió en el periodista de mi propia vivencia, no solo para contar lo que me ocurría a mí, sino también a los que estaban a mi alrededor. He intentado brindar a los lectores la experiencia de alguien que ha sufrido desde dentro el terrorismo, pero sin compadecerse a sí mismo, escapando del sentido de ese verso hermosísimo de Quevedo que dice 'el llanto interior crece en diluvio'". Fiel a su escuela y a quienes le enseñaron, primero, y le permitieron disfrutar de su oficio, después, este cronista de arte, de libros, de música y de teatro explica: "Creo que todo esto es el resultado de 30 años de periodismo en un lugar como Libération, un diario donde puede desarrollarse lo mejor del periodismo...".

Lo que quedó en el tintero

Siempre habrá, ante un libro como Le lambeau, quien piense que se ha ido demasiado lejos. Que hay cosas que no pueden ser dichas. Que ciertos detalles rozan lo insostenible. Pero al margen del derecho moral que le asistía por razones obvias, Philippe Lançon se atuvo a una regla estricta, innegociable. Eso le obligó a contar ciertas cosas terribles y a dejar otras en el tintero. "Yo no lo he contado todo, básicamente por una razón ética. En el libro relato todo lo que vi directamente cuando estaba en el lugar del atentado, y solo lo que vi. Por eso hablo del cerebro de Bernard (Lançon relata con detalle, en el capítulo dedicado al ataque terrorista, cómo el cerebro de su amigo el economista y columnista Bernard Maris salía fuera de su cráneo), porque es lo primero que vi y es como la puerta que abre al infierno y luego al purgatorio. Esa imagen, que me acompañó durante días y días, yo no podía no contarla porque es la puerta de entrada al resto del libro. En aquella sala de redacción había amigos míos muertos con las caras totalmente destruidas. Lo sé porque leí el informe policial, pero yo no las vi, y por eso no lo cuento, porque me habría parecido indecente. Tampoco cuento ciertas cosas del hospital porque son aspectos íntimos que me confesaron mi cirujana, o las enfermeras, etcétera, y no tengo derecho a contarlas".

El silencio

Entre el atentado y la publicación del libro, Lançon solo concedió una entrevista, y de solo 10 minutos, a la emisora France-Inter. Quería silencio: "Era esencial estar a solas con mi experiencia, entenderla y buscar la forma literaria de restituirla. No podía gastar mi energía en palabras superficiales. Y tras la salida del libro apenas di dos o tres entrevistas, y ahora esta. Nada de televisión, por una razón concreta que me dio la policía en 2015: 'No aparezcas en la tele, no te hagas fotos, vas a vivir más tranquilo'. Y estoy de acuerdo con ellos". Todo esto último resulta bastante lógico. Él confía en los policías como un ciego en su perro-guía. No en vano cuatro de ellos, armados con subfusiles, flanquearon durante ocho meses 24 horas al día la puerta de su habitación. El sobreviviente Lançon seguía siendo, técnicamente, un objetivo para los terroristas.

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