Acoso sexual: ¿Por qué es el tema del año?

Georgina Wu, left, and Olivia Fryer are two of the dozens who amassed
Georgina Wu, left, and Olivia Fryer are two of the dozens who amassed on Boylston Street on Monday, Nov. 13, 2017, after walking out of classes at Berklee College of Music to protest alleged assaults. The Boston Globe reports Berklee College of Music P...



La escena transcurre en 1985. Un grupo de mujeres participa en un concurso que promete elegir a una modelo de un programa de televisión. Deben simular una mención comercial a un producto ficticio. Pero eso es lo de menos. Lo que realmente ocurre es que el animador –Don Francisco- bromea con ellas. O más bien a costa de ellas. Durante varios minutos se burla por lo nerviosas que están –"está tiritando", le dice a una mientras le agarra el brazo- , lanza indirectas sobre lo que puede llegar a ser su carrera si hacen lo correcto y cuando a una de ellas le pregunta si es casada y ella le responde que no, que es separada, pide que le guarden la tarjeta de presentación. El público ríe, ellas ríen. Todos reíamos. Era una especie de selección de personal transmitida por televisión.

Las candidatas para el puesto –mujeres que en su mayoría trabajaban como promotoras- debían someterse a una prueba con público. Si la pasaban obtendrían el trabajo. ¿Qué era lo que tenían que demostrar? Que eran lo suficientemente lindas como para estar ahí, pero también debían exhibir docilidad frente a las burlas y complicidad con el doble sentido. Ese parecía ser el trato.

A ver, dese una vuelta, déjeme mirarla bien, tiene dos buenas posibilidades y una gran retaguardia. Risas, aplausos, comerciales.

El valor del episodio de las modelos –que cualquiera puede ver en YouTube- es el de una fotografía antigua que nos enseña aquello que fuimos, y en cierto modo seguimos siendo, sin el filtro de los pudores adquiridos con los años. La televisión nos demostraba con un concurso, las expectativas sobre una relación laboral; el lugar que ocupa cada quien más allá de la tarea que se le asigne. Estaba quien podía hacer las bromas y quien no. En este caso lo que se esperaba de esas mujeres era responder, a todo evento, con una sonrisa.

Hace un año la actriz Tippi Hedren presentó una autobiografía en donde detallaba algo que antes había insinuado en un documental: Alfred Hitchcock la acosó sexualmente durante el rodaje de Los pájaros y Marnie. La aislaba del elenco, la celaba, dispuso que el vestidor de la actriz estuviera directamente conectado con su oficina. Finalmente se le abalanzó, la toqueteó, ella lo rechazó. Él le dijo que podía terminar con su carrera y en cierta forma lo hizo. Bloqueó sus posibilidades de actuar durante dos años, contaba Tippi Hedren. ¿A quién podría haberle reclamado la actriz? No había a quién acudir. Era Hitchcock. ¿Por qué publicarlo cincuenta años más tarde? Tal vez para ajustar cuentas con su propia historia, tal vez para dejar registro de una época. Los admiradores del director se molestaron pero ¿daña eso la obra de Hitchcock? No, sólo demuestra que su genio no lo ponía a resguardo de las costumbres de su época. Los resultados de su trabajo le conferían admiración y poder. Él transformó eso en impunidad. Nada indica que fuera una excepción a la regla.

Las condiciones para que una actriz joven fuera acechada por un hombre poderoso a vista y paciencia del equipo de producción eran perfectas. Sobre todo hace 50 años, cuando la segunda ola feminista recién comenzaba. Lo realmente extraño, lo que sorprende es que pasado medio siglo eso no hubiera cambiado en nada. Incluso en sociedades como las escandinavas. Bjork sugirió que Lars Von Trier hizo algo parecido con ella durante el rodaje de Bailarina en la oscuridad, una experiencia que dejó tan traumatizada a la islandesa que decidió abandonar su carrera de actriz. Su relato fue refrendado esta semana por nueve mujeres danesas que dijeron haber sufrido tratos abusivos y degradantes mientras trabajaban en la productora de Von Trier. Todo esto quizás nadie lo hubiera dicho nunca de no ser por las revelaciones en torno a la conducta del productor Harvey Weinstein publicadas por primera vez el pasado 5 de octubre en el New York Times.

Los abusos de Weinstein eran tan frecuentes y sistemáticos que contrató los servicios de una agencia de detectives especialmente dedicada a espiar, presionar y acallar a las víctimas. Una trama profesional con demasiada gente involucrada como para pasar inadvertida. Bajo las luces, Weinstein pertenecía a la comunidad de exitosas personalidades de Hollywood, personas que suelen mostrarse en un escaparate progresista, liberal, henchido de causas. Pero acabamos enterándonos que existía una trastienda añeja y esperpéntica. Algo de eso podía intuirse desde fuera. ¿No resultaba sospechoso que en un ambiente tan abierto y políticamente consciente las estrellas femeninas, excepto contados casos, se debieran dar por jubiladas a los 30? ¿No era extraño que las directoras que lograban cierta figuración se contaran con los dedos de una mano? ¿No parecía insólito que alguien como Meryl Streep –con su colección de nominaciones y su nombre transformado en lugar común de la actuación- debiera estar reclamando por igualdad de salario en medio de una ceremonia de premiación?

Las revelaciones sobre Weinstein también desnudaron una maquinaria de silenciamiento, y de paso el lugar que ocupaban las mujeres en la distribución del poder en la industria del cine: el más cercano a la puerta de salida. Incluso un hombre gay podía tener más poder, siempre que se mantuviera en el clóset. Spacey siguió la receta, se condujo a sí mismo como heterosexual y consiguió los beneficios de sus pares masculinos, incluso el silencio sobre sus abusos.

El 19 de octubre de 2016 en la marcha "Ni una menos" convocada en Santiago, apareció un hombre a torso desnudo –musculado, joven y bien parecido- levantando un cartel. En el cartel había anotado una frase levemente cursi que pedía respeto para las mujeres. La imagen entusiasmó a los organizadores, fue compartida miles de veces, pero a la vuelta de las horas la algarabía se transformó en decepción. El hombre fue identificado por su ex pareja y madre de su hija. La mujer describió en su cuenta de Facebook el historial de maltrato y abandono económico al que la había sometido el hombre del cartel. El héroe semidesnudo rápidamente se transformó en bufón y nos demostró lo volátil de las buenas intenciones declaradas. Harvey Weinstein también había participado alegremente de la marcha de las mujeres convocada contra Donald Trump.

El acoso sexual ha sido el tema del año, tanto por la catarata de denuncias como por la manera en que esas denuncias nos han obligado a situarnos en un lugar incómodo en el que no querríamos estar. Las noticias sobre el tema lejos de darnos certezas han abierto muchas dudas sobre cuánto realmente han cambiado las cosas en el trato a las mujeres y cuáles son nuestras expectativas sobre ese cambio. Nos pone, además, en un lugar de penumbra y nos presenta victimarios que no querríamos ver como tales.

El historiador Gabriel Salazar ha desdeñado públicamente la seriedad de los testimonios en contra de su amigo el historiador Leonardo León, pese a que León fue formalizado en enero por una denuncia de abuso sexual presentada por su propia hija. Las declaraciones de Salazar traducen la profunda incomodidad de alguien que repentinamente debe hablar una lengua que no domina, usar un alfabeto que le resulta ajeno. Aunque León arrastraba un largo historial en dos universidades, para Salazar eso no merecía mayor atención. Si las alumnas lo habían denunciado con tanta energía –usó la expresión "pintiparadas"- era evidente que lo que fuera que les hubiera ocurrido no había tenido consecuencias sicológicas graves.

Cuando la imagen culturalmente aceptada sobre cómo debe lucir un victimario –alguien que nos debe resultar antipático, repulsivo, ignorante y sobre todo ajeno a nuestro círculo- no coincide con lo que nos describe el testimonio entregado por la víctima, entonces se instala la duda en forma de sospecha. La incomodidad conduce entonces a reafirmar nuestras posiciones y exigirle a la víctima pruebas que difícilmente podría entregar. ¿Qué pruebas puede tener si sólo había dos personas en la habitación? ¿Un registro grabado de los hechos? ¿Tan grave es que te haya tocado un par de veces?

Tratamos de ajustar la situación a los mismos parámetros con los que juzgaríamos un desfalco o un fraude, esperamos evidencia que nunca llegará, porque todo lo que existe son los testimonios que por lo general tardan mucho en entregarse. Las víctimas le temen, con razón, a las consecuencias de contar lo sucedido. La hijastra del ex diputado Patricio Hales lo denunció hace una semana en la revista Sábado de El Mercurio junto a un grupo de mujeres. Todas en distinto momento habían sido acosadas por Hales. En lugar de apoyarla, su propia madre la reprochó públicamente y avaló la versión del ex diputado. La presunción de inocencia en estos casos se traduce en un ataque frontal a las víctimas a quienes se les acusa de perturbar la calma por alguna obsesión desconocida. Como en la película La celebración, en donde el hombre que acusa a su padre de abusos durante la fiesta es expulsado una y otra vez de la casa. Nadie quiere escucharlo. Un hombre distinguido y generoso no puede tener un lado tan oscuro.

¿Cómo debería ser un acosador? Alguien repulsivo, jamás alguien joven. Querríamos creer entonces que el acoso es un problema propio de hombres mayores, criados en una cultura cerrada y machista, una forma de vida alejada de la vanguardia. Entonces aparecen los relatos de estudiantes universitarias agredidas por sus compañeros y los testimonios en contra del guitarrista Pablo Gálvez, parte de la escena pop santiaguina. Hay quienes temen una caza de brujas, porque piensan que algo se salió de control, como si el solo hecho de escuchar testimonios de acoso fuera una especie de insolencia. Hay otros que pensamos que simplemente había una habitación que hasta el momento permanecía clausurada. Un salón que ha empezado a iluminarse en la medida que entramos en él. Los focos se encendieron, pero aun no logramos acostumbrarnos a mirar de frente lo que antes permanecía bajo resguardo.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.