Arte a prueba de balas: la cultura que floreció tras la Gran Guerra

Hubo muerte y represión, pobreza y horrores, pero el primer conflicto a escala global que estalló en Europa en 1914, también fue un motor creativo: de Kandinsky a Picasso y de Fritz Lang a Hemingway, muchos artistas retrataron las heridas y la decadencia de una época.




La lógica haría suponer que las consecuencias de la guerra son simplemente devastadoras en cualquier ámbito. ¿Qué beneficios podría traer a la humanidad la violencia, la muerte y el caos? La historia, sin embargo, ha enseñado que es en tiempos de crisis mundial cuando la creatividad y la audacia del ser humano se activan. A riesgo de ganar enemigos entre pacifistas y humanistas, hay que reconocer que la guerra ha sido muchas veces fuente de inspiración para artistas e intelectuales. Ha sido en momentos de represión cuando la cultura se ha abierto camino con mayor ímpetu.

El mejor ejemplo está pronto a cumplir 100 años: el 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio austro-húngaro, fue asesinado por el nacionalista serbio-bosnio Gavrilo Princip. Fue esa muerte la detonante de que las potencias europeas invocaran alianzas, las que expandieron el conflicto por el mundo. Un mes después, la I Guerra Mundial había estallado y los enemigos eran claros. Por un lado, la llamada Triple Entente, formada por Francia, Reino Unido y Rusia, y por el otro, la Triple Alianza, con Alemania, Austria-Hungría e Italia. En cuatro años el mundo cambió. Los poderes económicos y territoriales se desplazaron, naciendo nuevas potencias e ideologías. El modelo imperialista y el optimismo técnico-científico se vinieron abajo, dando paso en el arte al surgimiento de una serie de vanguardias en todo el mundo que irán en contra de la fracasada burguesía.

Una de las primeras fue el dadaísmo, nacido en 1916 en el Cabaret Voltaire de París, donde se reunió un grupo de artistas refugiados de la guerra, quienes plantearon romper con los cánones estéticos establecidos. Los líderes fueron poetas: el rumano Triztan Tzara y el alemán Hugo Ball, quienes armaron una serie de poemas a partir de frases recortadas de periódicos y mezcladas al azar. El movimiento se expandió con el primer panfleto que suscribieron artistas como Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso, Filippo Marinetti y Amedeo Modigliani. Para 1922, el grupo ya estaba desecho, pero había dado pie a otro que llegaría aún más lejos: el surrealismo.

Inspirado en el psicoanálisis de Sigmund Freud, quien en 1902 publicó La interpretación de los sueños, el francés André Bretón impulsó en 1924 una nueva corriente donde el arte y la poesía se desarrollarían como reflejo del subconsciente, sin limitaciones estéticas o morales. El surrealismo heredó del dadaísmo el collage, inventó la técnica del cadáver exquisito (creaciones colectivas y espontáneas), e impulsó la escritura automática. El movimiento, de expresión más romántica que el dadá, cautivó a varios como Luis Buñuel, Salvador Dalí, Max Ernst, Yves Tanguy, Joan Miró, Giorgio de Chirico, René Magritte y el chileno Roberto Matta. Los pintores dejaron la figuración a favor del expresionismo, con obras cargadas de dramatismo y de pinceladas amplias y colores fuertes. A esta época se deben pinturas icónicas como Carnaval de arlequín (1925) de Miró, y La persistencia de la memoria (1931) de Salvador Dalí.

Aunque hasta ese momento París seguía siendo el polo cultural por excelencia, pronto Nueva York heredó el trono. En 1918, el último año de la Gran Guerra, EE.UU. se unió a los aliados. Junto con el aporte de batallones, exportó gran cantidad de armamento y productos a Europa, que tras el fin del conflicto se tradujeron en una deuda importante con el país americano. Estados Unidos vio favorecida su economía y a inicios de los años 20, muchos artistas decidieron emigrar a la Gran Manzana. Uno de ellos fue crucial: Marcel Duchamp, quien trajo consigo las influencias del dadá, aunque ya en 1915 había inventado los primeros ready-made, objetos cotidianos a los que otorgaba un nuevo significado. El más famoso es La fuente (1917), un urinario colocado al revés, que Duchamp instaló en una galería de Nueva York, provocando el revuelo de toda la escena artística e inaugurando el arte contemporáneo.

Con la bonanza económica estadounidense también llegaron "los locos años 20": el desenfreno y despilfarro estaba a la orden de los más adinerados. En ese contexto, la llamada Generación Perdida fue la que mejor retrató los horrores de la guerra y sus alcances en la vida cotidiana. Fueron cinco autores  estadounidenses: Ernest Hemingway recordó las trincheras en Adiós a las armas; William Faulkner narró la decadencia del linaje tradicional de EE.UU. en El ruido y la furia; John Dos Passos retrató la vida diaria de su país en Manhattan Transfer; John Steinbeck plasmó la crisis en el campo con Las uvas de la ira; y F. S. Fitzgerald reflejó en El gran Gatsby el materialismo y los sueños imposibles de la sociedad estadounidense, justo antes de que se hundiera en la depresión económica de 1929.

Utopías del horror

Más allá de los estadounidenses, los efectos de la guerra también llegaron a la Europa de los perdedores. Thomas Mann retrató la enfermedad y la decadencia de los suyos en La montaña mágica, al igual que lo hiciera Marcel Proust con En busca del tiempo perdido y James Joyce con Ulises.

En Alemania y Austria surgió  el expresionismo, que buscó plasmar sus sentimientos e impresiones frente a la cruda realidad. Mientras Franz Marc murió en combate, los colores violentos y las escenas de soledad y miseria inundaron las pinturas de Otto Dix, Egon Schiele y Marc Chagall. La corriente se coló en el cine, donde la distorsión de la realidad fue notablemente lograda en filmes como El gabinete del Dr. Caligari (1919), de Robert Wiene; El doctor Mabuse y Metrópolis (1927), de Fritz Lang; y Nosferatu (1922), de Murnau. Aunque los filmes se nutrieron de leyendas de corte fantástico y de terror, todas reflejaron la atmósfera angustiante y el desequilibrio social que agitó a la República de Weimar, al igual que el enfrentamiento con la modernidad. En ese sentido, EE.UU. hizo lo propio al dar cabida al trabajo del inglés Charles Chaplin, quien para 1916 ya tenía el dinero para producir su serie de filmes protagonizados por su personaje Charlot. El actor también retrataría los días de la Gran Guerra en Armas al hombro (1923).

Pero el influjo del conflicto bélico llegaría aún más lejos. En Alemania se alzó la Bauhaus, una escuela de arquitectura fundada por Walter Gropius en la ciudad de Desssau, que apeló al rescate de las técnicas artesanales para la construcción de edificios más funcionales y al acceso de todo público. También fue un cambio de vida: tras las traumáticas experiencias adquiridas en la guerra, el grupo de la Bauhaus -con más de mil jóvenes- se plantearon vivir juntos y construir una utopía social, donde trabajo y vida privada se mezclaran. La felicidad de esas fiestas comunitarias, a las que se unieron artistas como Kandinsky, Paul Klee y Mies van der Rohe duraron poco. Las autoridades cuestionaron la escuela por su cercanía a la izquierda, siendo tachada de subversiva. En 1933, la Bauhaus inició su desaparición. Otra guerra de mayores dimensiones, y sin duda más cruenta, se acercaba.

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