Columna de Héctor Soto: La promesa incumplida

Cordillera



Chile cumplirá el año próximo 200 años de vida como nación independiente y para entonces seguiremos estando todavía lejos del horizonte de país desarrollado. La promesa del desarrollo, que entró a la política chilena mucho antes del 2010, se ha estado postergando durante estos años una y otra vez por muy distintas razones: por la crisis asiática, porque hubo momentos en que el país extravió el camino, porque las reformas de los 80 y los 90 se agotaron, porque concluyó la fase dorada del ciclo de las materias primas, en fin, no en último lugar, porque el actual gobierno de Michelle Bachelet simplemente no sintió necesario avanzar en esta ruta.

Con todo, la promesa sigue estando presente. Chile efectivamente podría dar el salto, porque a estas alturas ya tiene lo principal para llegar a ser una sociedad moderna. Lo principal no es tanto la potencialidad de volver a crecer a tasas interesantes como la de tener una clase media en vías de robustecerse y estabilizarse. Al final la modernidad está asociada a eso, a que estratos cada vez más amplios de la población puedan pararse en sus propios pies y alcanzar una cierta autonomía en sus ingresos, en sus valores culturales y en sus capacidades para labrarse su propio destino. Esto implica un país con bastante mayor densidad en el plano educativo, cultural, económico y social; Chile no solo tomará un seguro contra las postraciones de la pobreza. También se blindará contra el populismo, el clientelismo, la irresponsabilidad política y la inestabilidad social.

Como se ha dicho tantas veces, el desarrollo no es solo un reto de crecimiento económico. Es de crecimiento y también de varias otras cosas, en muchas de las cuales seguimos al debe. Lo sabemos. Tenemos instituciones frágiles, tenemos una clase media todavía muy vulnerable y tenemos vacíos culturales de escala a veces descomunal. El lado positivo es que, a pesar de todo, el país hizo progresos sustantivos en los últimos 30 años. Y que hoy la sociedad chilena parece estar empeñada en retomar esa senda después de haber comprobado que las coartadas y voladores de luces que se le ofrecieron, lejos de ir a mejor, nos estaban obligando a pedalear en banda y a poner en riesgo los logros alcanzados.

A pesar de todo, el país hizo progresos sustantivos en los últimos 30 años. Y al parecer estamos empeñados en retomarlos, luego del fracaso de las coartadas y voladores de luces que se nos ofrecieron como alternativa.

No obstante que a estas alturas ya no hay mucho margen para dudas ni controversias respecto de cuáles son los caminos que conducen al desarrollo y cuáles los que lo impiden o retrasan, a veces perdemos la perspectiva y reducimos el tema a un asunto de ingreso per cápita. Y claramente la cuestión no va por ahí. Hay monarquías petroleras que tienen ingresos del orden de los 40 mil dólares anuales per cápita y nadie diría que fueron exitosas en convertir la riqueza en desarrollo o modernidad. En lo básico, todavía son sociedades arcaicas.

John Lukacs, gran historiador estadounidense, de ascendencia húngara, plantea que no fue por sus recursos naturales, tampoco por sus invenciones tecnológicas y mucho menos por casualidad que Estados Unidos fue el primer país del siglo XX en tocar el techo de la modernidad. Fue, básicamente, por las condiciones de libertad y respeto a la ley y por la fuerte expansión del bienestar que tuvo lugar después de la Primera Guerra Mundial, particularmente durante los años 20. A fines de esa década -dice- ya dos de cada tres familias estadounidenses tenía auto y en 1927, el 77% de la población se describía a sí misma dentro de la clase media. Por entonces, todavía buena parte de los europeos se reconocía en lo que se llamaba la burguesía (concepto anticuado, definido básicamente en el siglo XIX por oposición a la aristocracia) y el Viejo Mundo tendría que esperar dos o tres décadas más antes de alcanzar un estándar semejante al de Estados Unidos. No deja de ser significativo que nosotros recién ahora -80, 90 años después- por fin comencemos a asomarnos (no más que eso: a asomarnos, y con mucho titubeo) a algo parecido. Sin embargo, esto no garantiza nada. Los países igual se pueden ir al diablo con relativa rapidez, como le consta sin ir más lejos a Argentina, que lo tuvo todo para instalarse en el mundo desarrollado. De hecho, logró antes que todo el resto de la región y que varios países eu-ropeos hacerse de una clase media robusta y pujante. Su error fue pensar que con el peronismo alcanzaría su destino antes y a un costo menor.

Al analizar el proceso modernizador estadounidense, Lukacs llama la atención sobre el optimismo gringo, que -maltrecho y todo- resistió incluso la depresión del 29 y después la derrota de Vietnam. La confianza es un factor importante en el comportamiento de los países. Lo es porque se trata de un ingrediente que saca lo mejor de las personas. Visto el asunto desde este prisma, es posible que los chilenos también tengamos varias cuentas al debe. Creemos poco en alternativas mejores. Estamos con mucha duda. También con demasiada sospecha a que nos pasen gato por liebre. Como que nos queda grande el futuro, aunque la expectativa dominante entre nosotros es que será mejor. Tal vez por eso no le ponemos mucho empeño. Más de algo, por lo demás, debemos haber hecho mal como sociedad para que un sector importante de la población todavía siga poniendo en duda, por ejemplo, la conveniencia de crecer más y de dejar que el país se suelte, se zafe de los relatos políticos mentirosos y prescriptivos, y sea lo que tenga que ser. R

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