El asedio a la libertad

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La historia, escribió Marx, se repite como comedia. En la Casa Blanca se ha sentado lo que más puede parecerse a una forma renovada del fascismo. El coqueteo entre Donald Trump y Vladimir Putin tiene un parecido escalofriante con el flirt entre Stalin y Hitler, consagrado en el documento más infame del siglo XX por los cancilleres Molotov y Von Ribbentrop. En lo que está pasando a ser la isla más isla del mundo, hay una primera ministra cuya sonrisa complacida también se parece a la de Chamberlain, al frente de un Reino Unido ya desmembrado de Europa.

España está a punto de desmembrarse por sí misma. Francia se prepara para elegir entre la centroderecha y la ultraderecha. Austria y Holanda se han salvado por un pelo de ser gobernados por cuasinazis, con una sensación de alivio provisorio. Los países que fueron los cancerberos del comunismo soviético, Polonia, Hungría y Checoslovaquia, están ahora en manos de regímenes ultraconservadores. El mundo está patas arriba y Occidente espera -¡quién lo diría!- que sea Alemania quien defienda la democracia.

Lo que tienen en común todos estos fenómenos es que constituyen reacciones a los efectos descontrolados de la globalización, ante todo a sus efectos liberales, esto es, el comercio libre, pero también la libertad de tránsito de personas, comunicaciones, creencias y culturas. Los que protestan contra la libertad comercial y de tránsito ignoran (algunos no lo ignoran: lo saben) el patrón histórico que muestra que cuando se ataca estas formas de liberalismo muy prontamente se las emprende contra las libertades públicas, como ocurre en Venezuela, en Cuba desde hace más de medio siglo o en lugares tan asfixiantes como Corea del Norte o Zimbabue. Maduro, el carcelero de Caracas, acaba de llamar "camarada" a Trump.

El espectro iliberal recorre el planeta. El primero en emplear este término fue el primer ministro húngaro Viktor Orbán, también vanguardista en la expulsión de inmigrantes mediterráneos y en la construcción de fronteras alambradas. Orbán acertó en su definición: no es antiliberal, como la izquierda leninista y las iglesias tradicionales; ni es contraliberal, como los populismos de sesgo pandillero, desde el peronismo hasta el chavismo. Es iliberal, es decir, no desea las libertades, no quiere que el Estado (el gobierno) sea importunado por cosas que salen de su control, no desea que los individuos tomen sus decisiones al margen del colectivo (el gobierno).

El brusco apogeo de los nacionalismos tiene mareada a la izquierda mundial, acaso porque ha quemado una porción de sus pulmones en la disyuntiva entre el Estado y la sociedad y otra se ha intoxicado con los nacionalpopulismos. La izquierda nunca ha sido una defensora muy entusiasta de la libertad y es triste que su experiencia con las dictaduras no haya terminado de enseñarle ese valor. Su desconcierto actual se expresa con elocuencia en el inocuo populaborismo de Jeremy Corbyn y en la elección de Gianni Pittella como representante del socialismo europeo, un buen hombre que propone aumentar el estado de bienestar, algo parecido a sembrar camelias para que no pasen los tanques. La izquierda chilena está sumida en el mismo torbellino y ha iniciado el proceso de canibalismo que la tiene definitivamente lejos del gobierno en España, cuya izquierda tradicional se tomó unos años de bobería antes de comprender que Podemos aspiraba a desplazarla, lo mismo que quiere el Frente Amplio en Chile.

El espectro iliberal es el más peligroso del último medio siglo. No ha habido un ataque más masivo contra las libertades desde fines de los años 30, cuando, igual que ahora, los proyectos megaestatales de izquierda y de derecha sojuzgaron a la mitad del planeta. En lo de la forma en que se repite la historia tampoco hay que creerle mucho al Opa Marx, que después de todo no vivió ninguna guerra mundial y no pensó que una comedia podía costar 70 millones de muertos. Tampoco podía imaginar la Guerra Fría ni menos su nueva sustitución, la guerra gélida contra las libertades, hipercomunicada, tuiterizada y amatonada.

Mucha gente cree que esto no tiene nada que ver con sus problemas cotidianos, y muchos dirigentes políticos pueden confiar en que ninguna de estas cosas afecta las encuestas. Los problemas del mundo nunca han sido materia electoral, ni con la revolución cubana ni con la caída del Muro de Berlín. Y si esto es cierto, también lo es que para las economías que han optado por las libertades clásicas del comercio y las inversiones y las no tan clásicas del libre tránsito de personas y creencias, las disyuntivas actuales son, más que importantes, dramáticas. Incluso para ese tipo de frivolidad intelectual que nunca logra encajar la libertad general con la libertad particular. Desde el día en que ingrese a La Moneda, el próximo presidente de Chile enfrentará el desafío de un mundo en violenta convulsión.

Los jefes de Estado chilenos han tenido, a lo largo de la historia, una conciencia despierta respecto del mundo en que debían moverse. A esto se debe, en medida importante, la presencia desproporcionada que Chile ha tenido en el concierto internacional. Pero ese pasado no es una vacuna contra la ignorancia y, si se mira la constelación de precandidatos y gente que está pensando que podría ser presidente, digamos unos 30 sujetos con la autoestima erizada, se llega a la rápida conclusión de que un 90% de ellos no podría hilvanar una frase sobre lo que está pasando en el mundo y no tiene la más peregrina idea de dónde está parado.

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