La pérdida del candor

La tensa conversación entre Pilar Molina y Manuel Jose Ossandon tras el debate
La periodista Pilar Molina junto al senador Manuel José Ossandón. Foto: Mario Dávila / Agencia Uno



Han sido días de debates, de interpelaciones, preguntas y respuestas. Bienvenidas las clarificaciones en vísperas de una elección parlamentaria y presidencial que debiera ser decisiva. Todas lo son. Pero existe acuerdo en que la próxima lo será todavía más. Quizás si los medios hubieran puesto en la elección pasada la mitad del rigor con que ahora están enfrentando a los actuales precandidatos, el país se habría ahorrado varios problemas y Michelle Bachelet no la hubiera tenido tan fácil como la tuvo al prometer educación superior gratuita y de calidad a destajo o al plantear que su enredosa reforma tributaria, lejos de afectar el crecimiento, lo iba a potenciar todavía más.

Nunca es tarde para aprender y en buena hora que tanto la industria de las comunicaciones como los periodistas le tomen el peso a la relación nada de ingenua que hoy existe entre la política y los medios. Los políticos, cuyo instinto animal en este plano nunca se extravió, aprendieron la lección mucho antes y, de hecho, hubo varios que hicieron verdaderos doctorados en sus habilidades para digitar la información. Los medios, mucho más cándidos de lo que imagina la paranoica de la República de la Sospecha, con frecuencia y hasta sin saberlo, les prestaron ropa, como se dice en términos coloquiales, y de hecho varios políticos cuñeros quedaron investidos per sécula de una autoridad que los convirtió hasta hoy en reservas morales o guardianes de la bahía en temas tan variados como innovación, delincuencia, medioambiente, futuro, alimentación, salud o industria farmacéutica.

Es posible que operativos de esa naturaleza -porque eso es lo que fueron: operativos- ya no sean tan fáciles como antaño. Ya no hay tantas facilidades ni tampoco tanta impunidad. Pero debe quedar claro que si los medios se dieron cuenta de estar siendo instrumentalizados en causas que no necesariamente eran las suyas o de sus audiencias, no fue tanto por sus lecturas de McLuhan, Chomsky, Sartori o Baudrillard -lecturas distraídas o con gran déficit atencional, es de te- mer-, sino más bien por el severo control que comenzaron a ejercer sobre ellos las redes sociales, que en corto tiempo pasaron a convertirse no solo en la principal instancia de control de la información, sino también en verdaderas policías y fuerzas de asalto. Que este fenómeno haya dado lugar a desequilibrios y distorsiones discutibles es otro cuento; lo importante, tal vez, fue sacar de una vez por todas la relación entre la política y los medios de la esfera del aparente candor en que la astucia, por un lado, y la condescendencia, por el otro; la bobería y el oportunismo, el sesgo y las relaciones públicas, la habían situado. Por lo mismo que los medios representan y constituyen un poder, lo lógico es que lo asuman y lo ejerzan con responsabilidad.

Ha sido parte del proceso de madurez en que está la sociedad chilena que los medios -que son espejos del país, pero también espacios de reflexión crítica- fortalezcan su conexión con las audiencias y se acostumbren a relaciones más autónomas con el poder. Con todos los poderes, sean de orden político, económico, cultural. Los medios no son simples cajas de resonancia.

Aunque todavía queda no solo en los matinales de la televisión complicidad y mucha cuerda para las "notas humanas" sobre candidatos y referentes, donde no falta el que pasa sus mensajes lloriqueando por la enfermedad que padeció o la tragedia personal que superó, los programas políticos este año subieron de manera ostensible sus estándares de exigencia, al punto que en muchos casos han devenido no solo en banquillos de acusación, sino también en patíbulos. Sí, es cierto: puede que se hayan visto excesos un tanto protagónicos y chocarreros. Porque, al final, más que andar tendiendo cepos a la buena o mala fe de los candidatos, el sentido de estos espacios debiera ser básicamente desentrañar lo que piensan respecto de distintos temas y dejar entrever algunos de sus rasgos de carácter. Ese objetivo, que es lo que más le interesa a la ciudadanía, a veces se ha cumplido solo a medias. Así y todo, la experiencia ha sido muy sana. Sana, a lo mejor insuficiente, aunque también clarificadora. No solo los medios y los periodistas son los que están perdiendo la inocencia. En un proceso parecido están, asimismo, las audiencias, porque nada les impide que pueden reconocer, ahora con mayor facilidad que antes, intencionalidades, agendas y sesgos en los propios comunicadores. La objetividad absoluta, tal como la verdad absoluta, quizás no existe, pero eso no libera al gremio de hacer un esfuerzo -algún esfuerzo- por alcanzarla.

Ya era hora: esto no es puro espectáculo y aquí nadie se la llevará gratis.

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