Las historias desconocidas de la locura nuclear

Rudolph Herzog, hijo del cineasta Werner Herzog, relata en A short story of nuclear folly los episodios más insólitos de la Guerra Fría.




Cuando Stanley Kubrick estrenó Doctor Strangelove, en 1964, las salas de cine se llenaron de risas nerviosas y muecas de angustia. El escritor Loudon Wainwright, futuro editor de la revista Life, confesó en una columna que incluso vio el final de la película con lágrimas en los ojos. "¿Estaba teniendo un ataque de histeria provocado por la sinrazón del filme? ¿O había llegado repentinamente, después de una risa prolongada, a vislumbrar una verdad horrible?", se preguntó. Kubrick había pasado años leyendo libros sobre la guerra nuclear. ¿Pero qué había de real en un cowboy atómico, una máquina del apocalipsis y un científico nazi al servicio de las superpotencias?

Medio siglo después, el escritor y director alemán Rudolph Herzog (1973), hijo de Werner Herzog, averiguó que había algo de cierto. Más aún. Descubrió que la Guerra Fría oculta historias más absurdas y desquiciadas. Su libro A short story of nuclear folly, publicado en inglés, rescata algunos de los hechos más insólitos, desde experimentos en hospitales estadounidenses, en los que se inyectó plutonio en pacientes sin consentimiento, hasta el rapto de científicos nazis, forzados a construir bombas atómicas para la Unión Soviética.

"Viví la última fase de la Guerra Fría y recuerdo el sentimiento de muerte que permeaba la vida en Alemania Occidental. Pensábamos que la bomba podía caernos encima en cualquier segundo. La gente tenía refugios nucleares en sus patios y pastillas suicidas en el refrigerador", afirma Herzog, quien ahora transforma su libro en documental.

Uno de los capítulos más delirantes está dedicado a la película El conquistador de Mongolia (1956), producida por Howard Hughes y protagonizada por John Wayne. El filme, sobre la vida de Genghis Khan, se rodó en Snow Canyon, Utah, muy cerca del lugar donde el ejército de EE.UU. realizó una de las pruebas nucleares más contaminantes. Varios lo sabían y así lo demuestra una foto de Wayne posando con un contador Geiger para medir la radiactividad, que allí era letal. En los años siguientes, 91 de los 220 miembros del staff desarrollaron cáncer, el triple de lo normal. Hacia 1980, 46 de ellos murieron de ese mal, entre estos, John Wayne y Susan Hayward, la coprotagonista.

La carrera nuclear por la que EE.UU. y la URSS se disuadieron bajo la lógica de la "destrucción mutua asegurada" cruzó todos los límites. Herzog relata proyectos para crear la "máquina del apocalipsis", destinada a destruir la vida en el planeta, una idea que no tuvo futuro, aunque el margen de error fue alto dada la enorme cantidad de armas nucleares producidas. Unas 40 de ellas se perdieron. Algunas se hundieron en submarinos, cayeron en ríos, terminaron arriba de árboles o se derrumbaron junto a aviones. Y como herencia de este período, hoy la proliferación de reservas nucleares en Asia ha aumentado, un indicio, según Herzog, de que si bien la Guerra Fría terminó, la historia de la locura nuclear sólo está tomando un descanso.

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