Libia: 100 dias sin Gaddafi

Esta semana se cumplen exactos 100 días desde que Muammar Gaddafi fue apresado y muerto en Sirte, Libia. En este tiempo, el país ha tratado de rearmarse, moviéndose entre el descontrol y la novedad. Fui a ver qué pasa en la capital, Trípoli, y en otras ciudades. Aquí, una sinopsis de lo que encontré.




Estuve en Libia cuatro meses antes de que muriera Gaddafi. Entonces era imposible llegar a Trípoli, la capital.  Sobre todo desde Misrata, ciudad rebelde por excelencia y donde vi morir a muchos jóvenes que soñaban con el momento del fin de 42 años de dictadura, para poder festejar con sus hijos, hermanos y amigos. Ahora, cuando ya Gaddafi está enterrado en un lugar desconocido del desierto libio, entro por fin a Trípoli.

Muchas veces me había imaginado cómo sería esta ciudad tan cercana y tan inalcanzable durante mi anterior viaje. Salgo cámara en mano a recorrer las callecitas del centro. Hay una atmósfera increíble, vibrante, como de último día de clases. Hay rebeldes que disparan, pitean y aceleran arriba de sus camionetas bien enchuladas. Todo parece una fiesta que me recuerda la alegría y la locura que se apoderó de los romanos cuando Italia ganó el Mundial del 2006. Aquí en Trípoli, eso sí, muchos invocan a Alá.

La ciudad está repleta de armamentos. Diría que sólo los niños y las mujeres andan desarmados.  Aquí conozco a Bilal Katab, un policía libio que forma parte de un cuerpo de voluntarios que patrulla Trípoli. "Yo no soy un rebelde", me dice en un italiano precario. "No luché -cuando todo ocurrió yo estaba en Roma-, pero ahora quiero ayudar mi país". Mantiene a su mujer y a su hijo en el extranjero, lejos de Libia.

Cuando él llegó a Trípoli, encontró que su casa había sido saqueada. Me indica los hoyos en el techo debido a los bombardeos. "Aquí hay mucha gente que se hace pasar por rebeldes y se creen dueños de la ciudad, disparan al aire, no respetan a nadie", advierte. Dice que el problema es que aún hay mucho descontrol.

Y eso puede entenderse. Antes, con Gaddafi, la gente no podía reunirse, cantar o escuchar música. Durante décadas se vivió en constante estrés. En medio de la desconfianza. Si por un lado hoy la ciudad es peligrosa y hay venganzas y ajustes de cuentas, por el otro hay un sentimiento de novedad, de experimentar cosas nuevas. Lo veo claro en un parque de la capital, el Park Tripoli Land.  Veo allí un concierto de rap. Veo también a una mujer jugar al tiro al blanco en un local de diversiones. Circula un destilado parecido al vodka: se llama Boja, que la gente fabrica en sus casas.

Faysal es amigo de Bilal y, como él, también es policía voluntario. Tiene una granja en las afueras de Trípoli. Su hermano mayor murió luchando en Sirte, en octubre. Una gran cartel lo recuerda a la entrada de la casa. Hoy ha comprado un cordero para comerlo junto con su madre, sus dos hermanas, sus hijos y la esposa de su hermano muerto. La mamá me confiesa que esta es la primera fiesta que celebran sin Gaddafi encima. Pero también la primera sin su hijo. 

"A veces me quedo esperándolo -dice-. Siento que de repente aparece, empieza a arreglar cosas, organizar fiestas con sus amigos, me abraza y se ríe. No puedo aceptar que nunca más llegará. Después de la muerte de su padre, él era el jefe, se encargaba de todo. Ahora es Faysal quien tiene que llevar toda esa carga".

En Trípoli, visitar las ruinas de la fastuosa residencia de Gaddafi, Bab al Aziziya, se ha convertido en un paseo turístico para las familias de la ciudad. Afuera de ella se ponen puestecitos callejeros que venden suvenires de la revolución y hasta pop corn. En Misrata, 200 kilómetros al sur, el asunto es aún más fuerte: los niños se pasean y se fotografían sobre las armas y los restos que dejó allí la guerra. Como un espontáneo museo al aire libre.

En Sirte, la ciudad natal del dictador y donde en octubre fue finalmente descubierto y asesinado, las calles permanecen inundadas. No tiene nada que ver con un halo romántico que podría asemejarse a Venecia o a Amsterdam. No. Aquí el agua que ahoga a la ciudad es simplemente porque las cañerías fueron rotas durante la guerra interna que, pese al paso del tiempo, se sigue sintiendo en cualquier rincón.

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