Pontifex Magris

<p>El italiano Claudio Magris ha vivido obsesionado con la imagen de un puente, aquella construcción que conecta, pero también separa. Ahora dedica un ensayo a indagar en dos disciplinas aparentemente opuestas: la literatura y el derecho.</p>




En un ensayo, Magris cuenta el asombro y la fascinación que sintió siendo muy niño, en Trieste, ante la historia de un hombre, cuidador de un museo anti-guerra, que tras raras circunstancias se hizo dueño de un puente. Suerte de custodio o "pontifex", este bizarro personaje, equivalente al que, con título tan altisonante, se conociera a los altos funcionarios romanos a cargo del Tíber.

¿Cómo alguien se puede adueñar de un puente, si, por definición, no le podría pertenecer a ninguna de las dos orillas opuestas?, se preguntaba Magris todavía niño. Más viejo fue entendiendo la lógica de aquel extraño museo y puente. Buena parte de la literatura e historia del mundo podría escribirse en torno a puentes. Los más variados pueblos se han servido de ellos para encontrarse e invadirse. Incluso, llegado cierto punto (al medio del puente obviamente), cuesta saber de cuál de los dos lados se es, o en cuál se está.

Evidentemente, la metáfora es una obsesión para Magris, nacido en Trieste, ciudad/puente. Cruza toda la vasta reflexión con que viene batallando al chovinismo nacionalista de nuestros días. Explica su fascinación por los viajes, con Mitteleuropa (término de su propia cosecha), o con un río como el Danubio, que tampoco reconoce fronteras.

Ahora volvemos a encontrar en un ensayo suyo en que aparece la idea de "tender puentes": la literatura por un lado y el derecho por el otro. Ensayo agudo, tan ligero y suspendido en el aire (de menos de 100 páginas) como sólidos y a ras de tierra sus bien intencionados propósitos. Magris es italiano a la vez que un distinguido germanista; en consecuencia, un "traductor" capaz de manejar distintos lenguajes o visiones de mundo que así como separan, también unen.

TENDIENDO PUENTES

El mismo dilema con que nos topamos cada vez que literatura y derecho se enfrentan, desconfiando el uno del otro. Los poetas claramente están más cerca del mito, la fe y la gracia: narran, no enjuician. Sin embargo, por muy "enemiga de la ley abstracta y descarnada" que sea la literatura, no se conocen religiones u otros órdenes jurídicos que no recurran a la épica o a las parábolas para hacerse entender. Antígona invoca las "leyes no escritas de los dioses", imperativos categóricos absolutos por encima de cualquier norma escrita. Creonte, a su vez, se ampara en la necesidad contraria, la del burócrata sin cuyos dictámenes se paralizaría la máquina estatal que hace posible a la sociedad.

Conforme, pero, ¿sabríamos qué justicia está verdaderamente envuelta en tamaña encrucijada sin la tragedia de Sófocles, o al genio de Shakespeare creando a Shylock, o al de Dostoievski imaginando a Raskolnikov?

Al asunto lo podríamos aterrizar algo más. Cuesta creer que unos personajillos grises y anónimos de la Secretaría General de la Presidencia, encargados de dictar la mayor cantidad de normas con que se nos tutela diariamente, nos "liberan" y "salvan" de lo peor. Pienso, en cambio, que los tribunos decimonónicos, con su oratoria y sus convicciones, se acercan más a ese antiguo ideal que evocan ciertos viejos mitos, el que los poetas serían nuestros primeros y más acertados legisladores.

Vale, pero, ¿por qué, entonces, Andrés Bello, una vez en Chile, deja de escribir versos y dedica el resto de su vida a redactar miles de normas? Leyes que, luego, alumnos aventajados repiten (sin ir tan lejos, en Pío Nono) cuál futuros hombres disciplinadamente fácticos, adiestrados por hábiles mentores y padrinos todopoderosos.

Magris no resuelve el lío, ni pretende hacerlo. Es suficientemente honesto como para plantearlo filosófica y literariamente, sin sofismos ni leguleyadas. Tiende puentes, vislumbra nexos, admite debilidades de un lado y otro de esta discusión milenaria, y que él, mejor que nadie, maneja al dedillo. Leer a Magris es como contemplar esos viejos puentes con que uno se topa inadvertidamente en el camino, sin los cuales no llegaríamos a ninguna parte. O peor: de encontrarse derruidos, no cabría más alternativa que aguardar a la vereda del abismo, perplejos y sin consuelo.

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