Un año de luto




El 16 de septiembre de 2015 estaba en un box de urgencias y me estaba comiendo un sándwich comprado a la rápida en una máquina, cuando entró un doctor. Nos paramos. Nos preguntó a mi hermano y a mí si éramos los hijos de mi padre. Asentimos. Dijo entonces que no, no era un cálculo renal lo que tenía mi papá –como creímos en esas primeras dos horas que llevábamos ahí-, sino que un aneurisma en su estómago, que lo operarían de emergencia. Luego ese doctor que nunca antes habíamos visto, y que no volveríamos a ver, agregó: "Se puede morir". O "se va a morir".

Yo dije que me tenía que sentar y me senté.

Diez días y dos operaciones después, mi papá murió, con sus tres hijos y su mujer tomándole la mano y diciéndole que no habíamos conocido, ni conoceremos, una persona más buena que él. Y entonces comenzó lo que Joan Didion, la maestra del nuevo periodismo y la reina cool de la costa Oeste de Estados Unidos, definió brillantemente como el año del pensamiento mágico.

Didion describió lo que pasó en su cabeza su primer año de luto: aunque uno sabe que la persona muerta no va a volver, ya que vio el cuerpo, lo sintió frío, eligió el ataúd, estuvo en el funeral y miró mientras se convertía en cenizas o bajaba hasta el suelo; quiere pensar que sí podría volver a entrar por la puerta. No es negación, es como si el cerebro se dividiera entre lo que entiende y lo que desea. Didion se dio cuenta de que era incapaz de regalar los zapatos de John Gregory Dunne, su marido, quien cuando se sentaban a comer un 30 de diciembre de 2003, cayó muerto de un infarto. Ambos escritores, trabajaban juntos en la casa, y no habían pasado más de un puñado de noches separados desde su matrimonio, en 1964. No podía entregar sus zapatos por si volvía. No quería leer los obituarios porque los demás sabrían que estaba muerto.

"La vida cambia rápido.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar y la vida como la conociste se termina.
El problema de la autocompasión".

Así comienza El año del pensamiento mágico, con esas anotaciones que hizo un par de días después de enviudar. Luego se entrega a la literatura sobre el luto, sobre todo a explicar y citar estudios científicos y sicológicos sobre el tema, para sentir que no está enloqueciendo.

No lo estaba.

Sabemos que no hay nada más humano que la muerte. Sabemos que vamos a morir, que la gente muere todo el tiempo. Pero en tiempos de antibióticos y quínoa, la realidad de ese concepto, el de que la vida se termina, se ha vuelto abstracto, lejano. Nos preocupamos de las pensiones y las AFP asumiendo que llegaremos a usarlas. Se mueren personas en Siria, sí. Se mueren soldados en Irak, sí. Se mueren, horriblemente, los niños del Sename. Se mueren los abuelos, claro. Pero cuando la gente se muere así, como John Gregory Dunne preguntándole a su esposa qué tipo de whisky va a servir, como mi papá saliendo con el cooler listo a la playa a celebrar el 18, o como el joven de 25 que iba a una fiesta y se incrustó en un poste, nos mareamos.

No pueden estar realmente muertos.

Y uno vuelve a trabajar tras el funeral y toma decisiones y organiza la casa, y llega en la noche a llorar. Unos meses después llora menos. De hecho, hasta lo olvida a ratos cortos, cuando de pronto algo, un gesto, una risa, una canción, el cielo azul, la mañana, el frío, el calor, un libro, su libro, te recuerdan que nunca más lo vas a ver y en el siguiente respiro el aire pareciera no querer entrar a los pulmones, apretados.

El comediante Patton Oswalt –la voz en inglés de Ratatouille, y rostro de stand-up y risas-, recientemente perdió a su mujer escritora. Ella murió súbitamente, mientras dormía, a los 46 años, dejándolo viudo con una niña de siete años. Él escribió recientemente en Facebook sobre sus primeras semanas de luto: "Si pasas 102 días completamente enfocado en UNA cosa puedes lograr milagros. Puedes hacer una película, escribir una novela, tener calugas como de artes marciales, dejar la heroína, aprender un idioma, recorrer el mundo. Enamorarte. Hacer que te amen de vuelta. Pero 102 días a la merced del luto y la pérdida se sienten como 102 años y no tienes ni una mierda que demostrar del proceso. No vas a estar físicamente más sano. No te sentirás más 'sabio'. No tendrás 'cierres'. No tendrás 'perspectiva' o 'resilencia' o 'una nueva sensación del ser'. Sí tendrás un sólido conocimiento del miedo, cansancio, una nueva apreciación por el azar y horror del universo. Y también te darás cuenta de que 102 días no es nada más que un calentamiento de lo que vendrá".  

La semana pasada, Oswalt ganó un Emmy. En su discurso dijo: "Quiero compartir esto con dos personas. Mi hija Alice, quien me espera en casa. Y la otra me está esperando en algún lado, espero".

Me quedo sobre todo con el punto del cansancio que describe Oswalt: nada cansa más que la pena. Llegar al final del día parece una hazaña. Hay gente que toma remedios, otra que se entrega al alcohol y las drogas. Hay gente que se queda en cama. Hay gente que se divorcia. Hay gente que comienza una frenética lucha por no dejar que ni un día pase en vano porque se puede morir en cualquier minuto. Todos son lo mismo: gente lidiando con el cansancio que da la pena, tratando de sacudirla, de volver a sentirse uno mismo sabiendo que uno mismo cambió y para siempre.

Uno no debería tomar decisiones importantes por años después de un luto así. De seguro Paul McCartney se casó con Heather Mills, postmuerte de Linda, de puro cansancio.

El breve diario que hizo Marie Curie cuando murió su marido y compañero de laboratorio, Pierre Curie, comienza: "Querido Pierre, a quien nunca volveré a ver aquí, quiero hablarte en el silencio de este laboratorio, donde no pensaba que tendría que vivir sin ti". Había vuelto al lugar de trabajo que compartían, a dos semanas del accidente, y describía el lugar como el único en que se sentía a gusto, pero también, como de "una tristeza infinita y parecía un desierto".

Todo el mundo sigue funcionando, después de unas semanas disminuyen o se acaban los mensajes preocupados y los abrazos un poco más largos. Nadie sabe que aunque estás ahí parada, y te ves tan normal, tu cabeza repasa lo último que le dijiste, lo que podrías haber hecho distinto –apurar al doctor para que hiciera el  escáner-, los detalles juntos.

Por estos días, quien encarna el luto es Nick Cave, el lúgubre australiano que sacó un nuevo disco junto a The Bad Seed, meses después de la muerte de su hijo adolescente, quien cayó por un risco en las cercanías de Brighton. Aunque el álbum se comenzó a trabajar antes, hay un par de canciones que son, simplemente, el sonido de la pena. "Girl in amber", por ejemplo, repite en el coro, "si quieres sangrar, sangra". Y en su segundo verso:

"Sabía que el mundo iba a parar ahora desde que te fuiste
Solía pensar que cuando mueres como que deambulabas por el mundo
En un ensueño hasta que te deshacías y eras absorbido a la tierra
Bueno, ya no pienso eso el teléfono no suena más".

La pena católica busca consuelo en la fe. Como otras religiones, en que la muerte es sólo un paso a la vida eterna. El libro que mejor ejemplifica esa búsqueda de respuesta basada en la confianza en Dios es Una pena observada, de C. S. Lewis, el autor de Las Crónicas de Narnia, cuando perdió a su esposa. Aunque tuvo más tiempo para prepararse, Lewis comienza el libro así: "Nadie me dijo nunca que la pena se siente casi igual que el miedo. No tengo miedo, pero la sensación es la misma; esa agitación del estómago, esa inquietud, bostezos, paso tragando saliva./ En otros momentos me parece estar ligeramente ebrio; o que me han golpeado. Hay una especie de barrera invisible entre yo y el mundo".

Lewis revisa su fe, repasa que el sufrimiento estaba incluido en el paquete. No es de los que "abraza su cruz", como dicen algunos católicos, sino que llega a conclusiones más calmas. Que su matrimonio era demasiado perfecto para durar, y que tiene dos opciones de entender esa frase: un Dios que decide separar lo bueno, no dejar disfrutar; o un Dios que tiene a sus hijos haciendo sumas, y que cuando estos ya las han perfeccionado, ya las encuentran fáciles, los pasa a las ecuaciones.

Se supone que hay siete etapas reconocibles en la pena o el luto –grief-: descreimiento, negación, negociación, culpa, enojo, depresión y aceptación. Lewis pasa por todas en su libro.

Esos son los católicos. Los hindúes también ven la muerte como un paso transitorio; no es el fin. Y su ritual de despedida dura trece días –en los cuales los hombres no se afeitan, y las mujeres no se lavan el pelo los primeros diez-, hasta que se hace una ceremonia con fuego y se asegura el paso limpio del fallecido a la otra vida.

Los musulmanes, en cambio, tienen prohibida la cremación. Lavan el cuerpo, lo entierran perpendicular a La Meca. Se puede llorar, pero están prohibidas las expresiones muy efusivas, como gritos o golpes en el pecho o aullidos. Las viudas deben permanecer en luto por cuatro meses y diez días.

Para los judíos hay más etapas. Los primeros siete días tras el entierro son shiva, con los espejos cubiertos de negro. Se reza, se está en familia, y no mucho más. No se puede trabajar, por ejemplo. Después se pasa a la etapa shloshim, de treinta días, donde no se sale a celebraciones (ni se escucha música). Luego viene un año de avelut, aunque es en caso de muerte de los padres. Se hace un rezo cada mañana. Terminado ese año, no se es permitido más luto formal.

Un año, en resumen, es lo que religiones y sociedad entienden como el periodo de la pena. Y claro: es el primer cumpleaños sin el ser querido, el primer Año Nuevo, el primer todo.

Pero mientras más se acerca la fecha en el calendario que marca un año de la muerte de mi papá, menos me gusta la idea. No veo el fin convencional del luto como un alivio, ni tengo la sensación de que lo más difícil ya pasó y podemos seguir adelante. En este mes de aniversario, me encuentro todos los días repitiendo: "Hace un año, hoy, estaba vivo". Me pregunto qué habrá hecho tal día. Hasta que, claro, no lo voy a poder repetir más, porque no será cierto. Porque habrá pasado un año y pienso que la pena es otra: es terror a que la pena se esté yendo o transformando. No quiero que pase el año porque siempre quiero echarlo de menos así. Quiero aferrarme a la pena que, de a poco, siento que se va. Un año es un millón de años porque tu vida era otra, pero es ayer porque todavía puedes sentir su piel fría en los dedos, mientras te despedías.

No quieres que se acabe el año del pensamiento mágico, porque sigues queriendo pensar que va a entrar por la puerta.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.