Columna de Sebastián Izquierdo: Peor que antes

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Comprender y enjuiciar sin reduccionismo el violento estallido anárquico del 18 de octubre y su justificación como las posteriores manifestaciones pacíficas de descontento, requiere de una madurez en el pensamiento crítico que aún no ha logrado consolidarse en el debate público. Sin embargo, me atrevo a decir que las consecuencias económicas, sociales y políticas, sí apuntan a una única y preocupante conclusión: estamos peor que antes.


El miércoles 18 de octubre se cumplen cuatro años desde que comenzó en Chile aquella explosiva revuelta que, con el paso del tiempo, se denominaría “estallido social”. Aunque hay consenso en cómo llamar a este episodio, aún no hay una interpretación común sobre sus causas, ni menos una solución a sus demandas. Comprender y enjuiciar sin reduccionismo el violento estallido anárquico y su justificación como las posteriores manifestaciones pacíficas de descontento, requiere de una madurez en el pensamiento crítico que aún no ha logrado consolidarse en el debate público. Sin embargo, me atrevo a decir que las consecuencias económicas, sociales y políticas, sí apuntan a una única y preocupante conclusión: estamos peor que antes.

Una mejor convivencia y mayor cohesión social son difíciles de lograr sin progreso. El crecimiento no es un cliché; es la llave a innumerables oportunidades, a mejoras en el nivel de vida y a una mayor redistribución. Nuestro crecimiento se ha ralentizado progresivamente. Inmersos en un pantano de nulo crecimiento, enfrentamos dificultades no solo económicas como el millón de desocupados, sino también sociales y políticas.

Si bien hay consenso sobre la urgente necesidad de mejorar ciertos bienes sociales, no hemos generado la riqueza financiera para hacerlo, especialmente considerando que la deuda pública es la más alta en estos 30 últimos años. Tampoco disponemos de acuerdos políticos para llevar a cabo estas mejoras. Mientras tanto, el miedo a sufrir un delito alcanza su máximo histórico, tenemos un creciente número de niños que no saben leer, un sistema de salud en crisis con largas filas y, recientemente, una tercera reforma de pensiones que se encuentra congelada hasta el plebiscito.

No es sorprendente, ya que todas las energías se centraron en cumplir la promesa del “Acuerdo por la Paz y Nueva Constitución”, dejando en segundo plano lo social. Dado el fracaso del proceso constituyente anterior y la incertidumbre sobre el éxito del actual, hoy resulta arriesgado esperar el desenlace en diciembre para destrabar las reformas sociales que la ciudadanía reclama. Se puede caminar y comer chicle a la vez. Esta es otra prueba de que nuestro sistema político no nos beneficia y que más bien, fomenta la fragmentación y polarización excesiva. Hemos enfrentado años de bloqueo entre el Ejecutivo y el Congreso, lo que ha socavado la gobernabilidad. Este panorama exige cambios estructurales que, por su naturaleza, son constitucionales.

Si no llegamos a buen puerto, las protestas retornarán. Ellas no son eventos aislados. Siguen un patrón cíclico con fases de ascenso, estancamiento y descenso. En los últimos veinte años en Chile observamos la Revolución Pingüina en 2006 y luego las movilizaciones universitarias de 2011, cada una con sus demandas específicas. Más recientemente, el descontento de los estudiantes condujo al estallido.

Si no abordamos las causas subyacentes, que van desde el rechazo de la violencia hasta la mejora de la capacidad institucional para satisfacer las demandas, es probable que surjan nuevas olas de protestas. El descontento persiste y sabemos que estamos peor que antes. Sin embargo, después de cuatro años, lo que ahora falta es la energía para superar el actual agotamiento.

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