Belleza para cambiar

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Tras caer presa por tráfico de drogas, Nataly Romero (30) fue condenada a 18 meses de prisión. Decidida a proyectar una nueva vida fuera de la cárcel, cuando faltaban pocos meses para recuperar su libertad, se sumó a "Belleza por un futuro", el primer curso de belleza profesional que L'Oréal realiza al interior de un centro penitenciario. Se graduó como la mejor del curso. Hoy, libre, sueña con que la contraten en una peluquería. "De ser la flaite del barrio, pasé a ser una persona normal y siento que me estoy reinsertando", dice.




Paula 1203. Sábado 1 de julio de 2016.

Mientras con su mano derecha afirma el secador de pelo, con la otra, esta mañana de sábado, en el estrecho living de la casa de su mamá en la población Estrella Sur de Pudahuel, Nataly Romero (30) enrosca con destreza un enorme cepillo redondo en el cabello pelirrojo de Pierina, la vecina que hace un rato vino a pedirle un brushing: un alisado de pelo. "Se ve un peinado simple, pero no fácil de hacer", dice Nataly casi gritando para que se escuche su voz mientras ruge el secador. "Hay que tener destreza con las manos". Nataly viste zapatillas, calzas y polera negras con rayas blancas, como una cebra. Está maquillada sutilmente y lleva su pelo caoba planchado.

Medio metro más allá, echados en un sillón tapizado en verde, dos de sus tres hijos ven monos animados en la tele. Ambos se fueron a vivir con Ana María, la mamá de Nataly, luego de que ella cayera presa por tráfico de drogas en julio de 2014. El tercero, que hoy tiene dos años, vive con la abuela paterna, porque Nataly, quien solo compartió con él 6 meses, perdió su tuición. Desde que salió libre la medianoche del pasado 31 de diciembre se propuso que en su nueva vida, una de sus prioridades sería recuperarlo. Para ello está haciendo esfuerzos: la segunda semana en libertad consiguió trabajo como etiquetadora de alimentos. También se ha preocupado de corregir su modo de hablar y cada tarde, después de la pega, cuando llega a su casa, si se asoma alguna vecina pidiendo que le corte o le tiña el pelo, se pone manos a la obra. Lo mismo ocurre los fines de semana. Su sueño es hacer que lo que por ahora es un pololito, se convierta en un trabajo formal.

Aunque le gustaría que todo eso ocurriera ahora ya, lo cierto es que mal no le ha ido. El boca a boca ha hecho que en estas semanas que lleva libre, Nataly se haya ganado una nueva fama, ahora como la peluquera del barrio. Un título que efectivamente obtuvo tras graduarse como la mejor del curso "Belleza por un Futuro" que L'Oréal Chile realizó entre septiembre y diciembre del año pasado a 10 internas del Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín, con el fin de capacitarlas por primera vez con rango profesional en un oficio que les permitiera trabajar en la peluquería que existe al interior del penal. Y, una vez libres, quizás emprender y montar un pequeño salón en casa.

De todas ellas, Nataly es la única que ya cumplió su pena. Y está decidida a forjarse un nuevo destino. "Pasé de ser la flaite de la población, a ser una persona normal y siento que me estoy reinsertando. Porque aquí estaban acostumbrados a verme en la esquina fumándome un pito, tomándome una cerveza, echando garabatos todo el día, peleando con los clientes a quienes les vendía droga. Ahora ven que salgo temprano a trabajar, que llego tarde, agotada, que saludo a los vecinos de buenos días; la gente se da cuenta de que soy otra persona. La cárcel y lo que generó en mí el curso de belleza me transformaron".

TOCAR FONDO

Nataly Romero es la tercera de seis hermanos que su mamá Ana María Aguirre –cocinera, ferviente evangélica y mujer de armas tomar– crió prácticamente sola, luego de que su marido la abandonara por negarse a vender droga como él. Nataly supo que oponerse tenía costos: por hacerlo, a su mamá le pegaron varias veces. La peor paliza la recibió tras botar un saco de marihuana a la basura. A pesar de ello, creció escuchando a su mamá decir "los he criado sola a los seis, sin necesidad de traficar".

Pero los recuerdos de Nataly son duros. "Ella se sacaba la mugre para criarnos, pero la veíamos poco, porque salía de la casa a las 7 de la mañana y llegaba de noche. Tuvo la opción de internarnos en un hogar de Sename, pero no lo hizo. Nunca nos abandonó y eso siempre se lo he agradecido".

A pesar de las precariedades, Nataly dice que su vida fue normal hasta los 18 años. Todo cambió cuando una vecina del barrio le presentó a su hijo que venía saliendo de la cárcel, tras cumplir una condena de tres años. Viendo que la historia comenzaba a repetirse, su mamá le hizo la guerra. Pero antes del año juntos, Nataly quedó embarazada. El debut en la maternidad estuvo lejos de ser fácil, porque su marido caía una y otra vez preso. Buscando ayuda por parte de la familia de él, un día fue a la casa de sus suegros. "Me dijeron 'toma, ahí tienes una bolsa (con droga). Vende eso. Es la única ayuda que podemos darte'".

En un principio, dice que traficar fue por sobrevivencia. "Pero después se convirtió en ambición". Ganaba 400 mil pesos al día. La primera vez que la detuvieron por tráfico le dieron 540 días de pena remitida. Una vez al mes partía al juzgado a estampar su firma. Luego se sentaba en una banca afuera de su casa y seguía vendiendo. La segunda vez que cayó presa, su detención arrasó con su familia. La condenaron a 18 meses de prisión efectiva. Con su marido también preso, sus hijos tuvieron que repartirse entre las abuelas. Los hermanos de Nataly se enfurecían con su mamá cada vez que partía a verla los días de visita. "Para qué vas a verla, si ella se lo buscó", le decían.

Los primeros 12 meses de prisión Nataly los pasó en la cárcel de mujeres de San Miguel. Para matar el tiempo, tomó un curso básico de peluquería impartido por Infocap. Pero dentro de la cárcel se seguía drogando. Su cambio comenzó cuando el papá de sus hijos salió libre. "Estuvo cinco meses fuera. El primero vino a verme, pero después me engañó, un día me golpeó en visita. Después de eso dejó de ir a verme. Y ahí caí en depresión".

Al verla que pasaba todo el día pegada en una reja prácticamente sin comer, una de las internas la invitó a participar en el culto evangélico. "Ahí empecé a sacar todo y a pensar en que mi familia estaba sufriendo por mi culpa. Yo creo que ahí empezó mi cambio. Puse los pies en la tierra y me di cuenta de que las cosas no eran solo a mi pinta".

Cuando cumplió un año en prisión, la trasladaron al Centro Penitenciario Femenino (CPF) de San Joaquín. Su pieza estaba en el patio donde viven las internas evangélicas. Fue allí donde, un día, conversando con la pastora de la sección, Nataly le contó que en San Miguel había tomado un taller de peluquería. La pastora le comentó que la inscribiría en un curso que, a lo mejor, harían al interior del penal. No le dio más detalles.

"Pero después del primer corte que hice empezaron a decir 'Ay, yo también quiero', 'llévame de modelo que yo quiero ir'".

PELUQUERÍA SIN CLIENTAS

Nataly no sospechaba que el curso era la primera capacitación integral en belleza, y con rango profesional, que se realizaría al interior de un centro penitenciario femenino en Chile.

La mujer que buscaba echar a andar el proyecto dentro de Gendarmería era la mayor Jessica Rivas jefa del Centro de Educación y Capacitación o CET –una de las siete unidades que existen al interior de del Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín, y la única donde las mujeres nivelan estudios y trabajan–, una confesa defensora de la reinserción social, quien desde 2012 venía perfeccionando las ofertas laborales al interior del penal con la idea de generar hábitos en las internas una vez que salieran en libertad. Su convicción se basaba en datos duros: con detalle se había leído dos investigaciones, una realizada por Paz Ciudadana y otra por Gendarmería, que afirmaban que en quienes pasan por un plan de reinserción, el nivel de reincidencia disminuye de 49% a 19%. Por eso, no entendía por qué si tenía en el CET cerca de 15 empresas dándoles trabajo a las internas, recaían al salir.

Encargó otro estudio. Así entendió que si bien trabajaban para recibir un poco de dinero para enviarles a sus familias –en promedio 5 hijos–, no tenían conciencia del valor del trabajo. Tampoco hábitos. "Yo sabía que si generaba cambios en ellas desde el interior del penal, serían más fuertes afuera y lograrían reinsertarse. Y así, también podrían hacerse cargo de sus hijos y dejaríamos de tener a cinco niños en riesgo social".

Para generar los primeros cambios, la mayor estableció que quien entrara al Centro de Estudios y Trabajo, tendría que levantarse a las 5:45 de la mañana, para estar a las 7:45 trabajando y así cumplir 40 horas semanales. También, que las internas tendrían que completar sus estudios por obligación, para contrarrestar las altas tasas de analfabetismo. En paralelo, impulsó un programa de intervención sicosocial "porque la mayor parte de las mujeres que llegan acá han sido dañadas desde la infancia, incluso del vientre de la madre, madre drogadicta, alcohólica, violentada". Y se enfocó en mejorar las tres unidades de negocios que funcionan al interior del penal: la banquetería, la panadería y la peluquería. Esta última, que funcionaba desde 2013, era la que más le costaba echar a andar, porque las mujeres habían dejado de ir. "Yo no sabía por qué, pero necesitaba hacerla productiva. Al interior de un penal una peluquería es muy necesaria. Las internas se levantan y se acuestan producidas como una forma de que no las consuma el sistema, de seguir sintiéndose mujer, para seguir sintiéndose vivas", dice.

Para revertir la situación, la mayor mandó a repartir 300 volantes entre las internas, preguntando por qué habían dejado de ir. La mayoría respondió que el resultado no era el que esperaban, que les había cortado mal el pelo, que la atención era un desastre. "Y la población penal igual es exigente, por muy barato que sea el servicio", dice la mayor, quien entonces se puso a buscar ayuda. Fue en una de las reuniones con voluntarias donde una de ellas le comentó que la gente de L'Oréal estaba interesada en trabajar en cárceles de mujeres.

De hecho, el interés de la compañía venía desde que, tras celebrar sus 100 años en 2009, a nivel mundial se comprometiera a capacitar, con meta 2020, al equivalente a su fuerza laboral en todo el mundo. Para poner en marcha el compromiso, que bautizaron "Beauty for the Better Life" o "Belleza por un Futuro", cada sede se alió con ONGs locales. En Chile, la encargada de encontrarla era Verónica Lewin, directora de Comunicación Corporativa, Sustentabilidad y Relaciones Institucionales de la marca. Fue en un encuentro de varias empresas con el entonces ministro de Justicia José Antonio Gómez, convocado por la ONG Pro Humana, donde Lewin escuchó por primera vez del Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín. "Le propuse que, un equipo de L'Oréal, nos metiéramos a la cárcel a dar formación de calidad a un grupo de internas, cosa que, cuando salieran, tuvieran un oficio que las ayudara a trabajar de manera independiente, quizás formar una peluquería en su casa y así no tener que dejar a sus hijos solos ni depender del certificado de antecedentes", explica Lewin. El ministro se entusiasmó.Pero llegó el cambio de gabinete y todo volvió a fojas cero. Frustrada ante el paso en falso, decidió ponerse en contacto directamente con Gendarmería. Así llegó a la mayor Jessica Rivas.

El 15 de diciembre Anthony Ponsford, director general de L'Oréal Chile, frente a todos los asistentes, le dijo a la mamá de Nataly que su hija había sido la mejor del curso. Y entonces le entregó el diploma que la certifica como "Experta en Belleza".

PULIR PIEDRAS

La elección de las alumnas corrió por parte de la mayor. "Hice una selección de elite", dice, "porque a mí me interesaba que L'Oreal se convenciera de que esto era viable, y para eso yo tenía que seleccionar a internas que no fallaran". Las encargadas de los siete patios del CPF, donde hay 660 reclusas, hicieron una lista con recomendadas. De cada uno salieron 20 nombres. Para afinar la lista, comenzaron a hacer entrevistas. Así llegaron a 40.

Fue en ese momento cuando se reunió con las internas preseleccionadas para contarles del curso. Nataly Romero tiene grabado ese momento. "La mayor empezó a contar y yo no podía creer lo que estaba escuchando", dice.

Antes de terminar la reunión, la mayor preguntó, una por una, cuánto tiempo les faltaba para cumplir su pena. Entonces zanjó a las 9 elegidas, mujeres presas por todo tipo de delitos y con todo tipo de condenas, mezcladas en edad, quienes, junto a una gendarme –que también haría el curso para resguardar que todo se desarrollara sin problemas– completarían el listado de 10 alumnas que habían acordado con L'Oréal. En esa lista, no incluyó a Nataly.

"No lo hice porque probablemente le darían libertad condicional, se iría antes, no terminaría el curso y yo no podía desperdiciar cupos", explica la mayor, quien estaba afinando los últimos detalles para el curso, cuando Nataly llegó a tocar la puerta de su oficina. "Me dijo que tenía 3 hijos, que lo único que quería era trabajar y no sabía cómo lo haría cuando saliera libre". Nataly estaba tan nerviosa, que de todo lo que le dijo a la mayor solo recuerda bien la última frase. "Fue algo así como 'No se va a arrepentir de dejarme, porque yo no le voy a fallar'".

"Yo le dije que si le abría un cupo, ella tendría que sacrificar su postulación a la libertad condicional y cambiarse de sección. Ella sacrificó todo por esta oportunidad", dice la mayor Rivas, quien antes de tomar la decisión de incluirla, partió a la casa de la mamá de Nataly acompañada de una asistente social para conocer su entorno. "Ahí me di cuenta de que ella es el fiel reflejo de lo que necesita reinserción social: gente que vive en una población muy vulnerable, pero donde también hay gente de mucho esfuerzo. Advertí que su mamá era un puntal y que quizás con el curso ella logre algún día salir de ahí, dejar ese entorno que está enfermo, y sacar a sus hijos del riesgo social".

Y entonces partió el curso. "Nosotros les entregábamos las dependencias de la peluquería desocupadas a L'Oréal y 10 diamantes en bruto. 'Ahí tienen piedras', les dijimos. 'Pulirlas es su responsabilidad'".

BELLEZA PARA TRANSFORMAR

El curso comenzó en septiembre de 2015. Se programó dos días a la semana: lunes y jueves de 9 a 5 de la tarde. Para el primer día de clases, la mayor les pidió a las 10 seleccionadas un favor. "Que fuéramos con lo más bonito que teníamos", dice Nataly. "Yo llegué bien arreglada. Tuvimos clase de maquillaje y me gané un premio por haberle hecho honor a la clase".

Ese día, L'Oréal les entregó un bolso de peluquería profesional con cepillos, peinetas, secador, un estuche con navajas y tijeras y una plancha para el pelo. "Yo quedé tan contenta cuando vi la plancha, porque, aunque hubo un tiempo donde dejaban entrar planchas y secadores de pelo a la cárcel, después los prohibieron. Yo sufría. Si me planchaba, era solo para el día de visita. Me costaba un mundo conseguir una", dice Nataly.

Como además L'Oréal surtió con champús, crema de masaje y tintura profesional a la peluquería, por primera vez las internas pudieron utilizar productos de categoría para el pelo, un lujo considerando que las mujeres del penal solo acceden a las cosas de baño que les llevan sus familias o a los sachet que venden en el único quiosco que funciona en la cárcel.

"A la segunda semana era una cuestión impresionante: todas estaban estupendas", dice la mayor. "Los profesores le pusieron mucho énfasis en que para trabajar en belleza, las primeras que se tenían que creer el cuento eran ellas mismas. Y eso fue clave, porque cuando las mujeres vienen de una situación tan agredida, como la mayoría de quienes están acá, validarse como mujer, como mujer linda, es el primer escalón para que empiecen caminar solas. Hay que pensar que han pasado toda una vida escuchando a sus papás o maridos decirles que nunca podrían trabajar porque no servían para nada".

En clases, los cortes los practicaban primero con un maniquí, pero en la tarde podían llevar a una compañera de celda como modelo. "Al principio nadie quería, porque habían hecho otros cursos ahí en la cárcel y habían sido un horror", dice Nataly. "Pero después del primer corte que hice empezaron a decir 'Ay, yo también quiero', 'llévame de modelo que yo quiero ir'. Al final, todas querían teñirse, todas querían cortarse".

Además de la parte técnica, el equipo de peluqueros les hizo clases de lenguaje y expresión. "No podíamos hablar de pintar, porque los monos, las murallas y los payasos se pintan; las mujeres se ma-qui-llan. No es rímel, es máscara de pestañas. No es rouge, es labial. Las cosas no se echan, se aplican. También nos enseñaron que cuando terminas de hacer un corte y peinado, nada de decirle a la clienta, '¿Oye, y te gustó?'. Hay que decir "te queda genial", recuerda Nataly. "Y ver a los profes, que eran tan respetuosos, me hizo dar cuenta que si yo seguía siendo como estaba, no iba a tener futuro en la belleza. Porque quién se va a ir a sentar a la peluería donde te atiende una peluquera que está comiendo y habla con garabatos", dice Nataly. "Entonces empecé a imitar lo que más podía a los profes".

"Los profesores le pusieron mucho énfasis en que para trabajar en belleza, las primeras que se tenían que creer el cuento eran ellas mismas. Y eso fue clave, porque cuando las mujeres vienen de una situación tan agredida, como la mayoría de quienes están acá, validarse como mujer, como mujer linda, es el primer escalón para que empiecen a caminar solas", dice la mayor Jessica Rivas jefa del Centro de Educación y Capacitación.

A medida que pasaban las semanas, Nataly fue destacando dentro del grupo. Los profesores le decían que era buena, rápida, que se atrevía y que tenía destreza con las manos. "Me decían que no lo desaprovechara. Que fuera firme y que no decayera. Así fui tomando confianza en mí".

El examen final consistió en una sesión de tintura, corte y peinado. Nataly sacó 98% de 100%, la evaluación más alta. Una semana después fue la ceremonia de graduación.

Como el negro y el verde militar están prohibidos entre las internas, algunas de ellas, incluida Nataly, enviaron una solicitud por escrito para hacer una excepción para la graduación. Cuando tuvo la autorización, le pidió a su hermana que le fuera a comprar un vestido negro. La instrucción fue simple: que fuera simple, acampanado. "Algo decente. Nada chulo, ¡por favor!".

Durante la ceremonia, que se realizó el 15 de diciembre e incluyó un desfile con modelos profesionales que peinaron y maquillaron las alumnas del curso, Anthony Ponsford, director general de L'Oréal Chile, frente a todos los asistentes, le dijo a la mamá de Nataly que su hija había sido la mejor del curso. Y entonces le entregó el diploma que hoy cuelga en el muro de su casa y que la certifica como "Experta en Belleza".

La mayor Jessica Rivas reconoce que ese día sintió que su plan había dado resultado. "Cuando el curso finalizó, eran otras mujeres. No noté diferencias entre ellas y la gente que venía desde afuera del penal. Lo que yo más valoro de lo que hizo L'Oreal, incluso más que el curso, fue su aporte a la reinserción social porque aquí vino gente de la empresa a capacitar. Y las educaron en valores, las dignificaron al mismo tiempo que les daban una oportunidad laboral. Ahora solo falta que afuera crean en ellas, que un peluquero las pruebe. Porque cuando salen libres es cuando viene la última parte, la más difícil: que las acepte de nuevo el medio, la sociedad, los empresarios y su familia".

Los días siguientes a la graduación, Nataly se dedicó a preparar su salida, que sería justo la noche de Año Nuevo. Aunque empezó a mandar con anticipación algunos bolsos a su casa, guardó hasta el último día el bolso de L'Oréal. "Ese día quería verme bella", dice.

Esas semanas de espera aprovechó de cortarles el pelo a sus compañeras.

La tarde del 31 de diciembre, Nataly le pidió autorización a la mayor para retocarse las mechas californianas. Se maquilló, se peinó. Se fue vestida con unas calzas y una polera. En el bolso llevaba su vestido negro, el mismo del día de la graduación, que se puso apenas llegó a su casa. "Todos los que sabían que salía libre esa noche me fueron a saludar. Mis vecinos me decían que estaba hermosa, preciosa, que estaban felices por mí y que no volviera a caer".

"Aquí estaban acostumbrados a verme en la esquina fumándome un pito, echando garabatos todo el día, peleando con los clientes a quienes les vendía droga. Ahora ven que salgo temprano a trabajar, que llego tarde, agotada, que saludo a los vecinos de buenos días; la gente se da cuenta de que soy otra persona".

EMPEZAR DE NUEVO

La segunda semana de enero, pasadas las fiestas de fin de año, al interior de la cárcel la peluquería volvió a funcionar con las 9 alumnas. Esa misma semana, Nataly se puso a buscar trabajo. Si bien durante el curso había tanteado con los profesores la posibilidad de entrar a alguna de sus peluquerías, como hasta el momento no la han llamado, aceptó un puesto como etiquetadora de alimentos. Los cortes, peinados y tinturas los dejó como un pololito para ganar plata extra durante los fines de semana.

Mientras tanto, en la cárcel la demanda por horas en la peluquería ha resultado tan alta, que comenzó a agotarse el stock de tinturas, champú, bálsamo, cremas de tratamientos. L'Oréal los repuso sin cobrar un peso. A tres meses de arrancar, las internas ya saben que tienen que pedir hora con anticipación. El servicio más solicitado es la tintura con rubio platinado, balayage o mechas con colores fosforescentes. La tarea de selección para el nuevo taller se vislumbra ardua. Tras el plan piloto, hay 128 inscritas, un cuarto de la población del penal. De ellas, solo quedarán 10.

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