Contrastes de vida: la maternidad a días del Golpe

Vivian Montecino tuvo a su primera hija Leonor casi un mes antes del 11 de septiembre de 1973. En este relato cuenta sobre la ambivalencia que vivió durante esa primera etapa de la maternidad, que oscilaba entre la felicidad de la primavera, la alegría de sacar a la recién nacida a tomar el sol, y la incertidumbre y el el horror del régimen que tocó de cerca a su familia.




Antes del Golpe yo estaba imbuida emocionalmente en la llegada de mi primera hija. En el caso del padre de la criatura la responsabilidad política era mayor, trabajaba a nivel directivo en una repartición pública encargada de las fiscalizar las pesquerías en Chile, había en su ambiente laboral un gran compromiso con defender al gobierno y lo que estaba por acontecer. Para mí los planes eran secretos y misteriosos, probablemente sería para protegerme. Se preparaban para defender los cordones industriales, a sus obreros. Yo los problemas los percibía lejanos, irreales y me parecían exagerados, los sentía como una gran fantasía de jóvenes profesionales ingenuos.

El embarazo durante meses y hasta que no fue visible, no se lo conté a nadie de mis colegas en la universidad, de alguna manera no quería sentir discriminación en mis labores académicas. Así eran los tiempos. Durante el invierno del 73 la situación en Santiago era muy incierta, sobre todo de noche, el médico estaba inquieto por una preeclamsia (me había subido la presión a 16) y prefirió programar el parto e inducir. Fuimos a la clínica en la calle Recoleta, sin temores, vinieron varios amigos a acompañarnos, incluso salieron a almorzar al restaurante Venecia mientras yo empezaba con las contracciones. El parto ocurrió a las 6 pm. Fue un acontecimiento muy feliz en un entorno complejo. A la mañana siguiente mi madre me llevó un ramo de almendros floridos que nunca olvidaré y a pesar de las dificultades que enfrentaba el gobierno yo no percibía ni presagiaba lo que estaba por suceder.

El día 11 estando en casa, es aún vívido para mí porque nuestra hija Leonor, por cumplir un mes, tenía hora para su control pediátrico. Desde la noche anterior su padre, abrumado con instrucciones y estrategias de defensa, no atendía mis aprensiones de si debía llevar o no a la niña al médico. No puedo olvidar que el mismo día 11 llamé por teléfono a la consulta para cancelar la cita ya que no me parecía recomendable salir a la calle. Nadie respondió.

Poco después escuchamos boquiabiertos los bandos, no podíamos creer lo que estaba pasando y menos cuando supimos que Salvador Allende había muerto. Estábamos todos en casa, con mis padres reunidos en el salón, esto provocó sollozos, lágrimas, lo habían matado, él se había defendido con un fusil, esa fue nuestra percepción. La pena fue infinita, un dolor profundo. Suicidio nunca lo imaginamos, me costó hacer de esto una realidad. Pasaron muchos años y muchas evidencias.

Por mi posnatal no estuve el 11 de septiembre de 1973 en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile donde trabajaba y no volví hasta marzo de 1974, cuando fue sentenciado el sumario administrativo que me realizaron por ser partidaria del gobierno, que contenía tres acusaciones que no logré discernir: burguesa, socialista y proselitista. Nunca hablé con mis colegas, vivimos en silencio y nos volvimos a encontrar en la mudez. No recuerdo si seguí recibiendo sueldo durante esos seis meses. La injusta acusación me había beneficiado de alguna manera, podía estar más tiempo con mi hija. Lo percibí como una torpeza, me tomó tiempo darme cuenta del daño, mis preocupaciones estaban centradas en la nueva criatura. Pienso ahora con vergüenza en tantas madres a las que en ese tiempo estuvieron sufriendo allanamientos, vejaciones, torturas, exoneraciones y el exilio. Al menos eso hicimos en esos días, ayudar a los más cercanos a poder asilarse, no había otra solución.

Los seis meses que duró mi extendido postnatal forzado lo sobrellevamos por la extendida lactancia de Leonor en medio de la felicidad de nosotros, sus padres, tíos y abuelos. Lo peor estaba por venir. Fue un domingo, Marcelo el hermano segundo de mi padre sentado frente al ventanal apoyaba su cabeza entre las manos. La noche anterior habían detenido a Cristián, su hijo menor, había llegado hacía poco de Estados Unidos en su departamento en las Torres de San Borja donde se alojaba. Mi primo hermano Cristian usaba barba y era fotógrafo, de niños había sido mi gran amigo. Esperábamos noticias en el gran living de la casa paterna, todos como en una antesala del terror. Junto con él se habían llevado a varios más, entre ellos al padre de un capitán de aviación de la Fuerza Aérea. Este oficial estaba averiguando lo sucedido, y pronto supimos la terrible verdad: acribillado a balazos había encontrado a su padre en la morgue y le sugería a mi tío ir allí para saber si Cristián había corrido la misma suerte. Efectivamente a mi primo también lo habían asesinado.

Vivi una ambivalencia durante la licencia del postnatal que oscilaba entre la felicidad de la primavera, la alegría de sacar a la recién nacida, mi primera hija, a tomar el sol, y las pocas noticias que teníamos de lo que estaba sucediendo en las calles hasta el fatídico día en octubre del asesinato de Cristian y otras cinco personas conocido como el caso de las Torres de San Borja cometido por efectivos del Ejército.

Junto a este gran dolor vivimos la vergüenza y el horror del régimen -los rectores delegados- la democracia perdida que había moldeado mi infancia estaba hecha añicos. Así durante meses vivimos la incertidumbre de muchos que partieron. Quedamos solitarios, con pocos amigos, el exilio de muchos, las cartas que no se podían escribir, los libros que no se podían leer y que conseguimos mucho después clandestinamente. Mi vida matrimonial y la vida de mis hermanas fue protegida por mis padres. Vivíamos lejos, en una especie de remanso, lejos de allanamientos y delaciones. Incluso hicimos amistad con nuestros vecinos, algunos partidarios del golpe. Esta rara armonía nos permitió seguir adelante en los seis años antes que llegara nuestra segunda hija, Pilar, a pesar de las circunstancias no podíamos dejar a Leonor sin una hermana.

¿Cuál fue la historia oficial para mis hijas? ¿Habrá algunas confidencias enraizadas en sus inocentes corazones? Tal vez las involucramos demasiado. Los temores no se desvanecían, pero fueron mutando, tal vez la alegría ya venía. Pasaron 17 años. Sin olvidar, de a poco, fuimos recuperando espacios para la democracia, algunos retornaron, elegimos a la primera mujer Presidenta y mi hija Leonor hace un mes cumplió 50 años.

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