Profesora de castellano y literatura, y ex estudiante de la UTE: “Cuento mi historia por mis nietos, para que puedan perdonar, siempre y cuando haya justicia”

El día antes del Golpe Militar, la Federación de Estudiantes de la Universidad Técnica del Estado (actual Universidad de Santiago) hizo un llamado para que sus integrantes se reunieran al día siguiente. Para ese día, estaba programada la visita de Salvador Allende, quien anunciaría que iba a convocar un plebiscito. Ya se habían esparcido los rumores y la madrugada estuvo marcada por una tensión innegable, pero Erika Albayay –que por ese entonces estudiaba y militaba en el PS–, quiso llegar igual. El 12 fue detenida junto a sus compañeros de federación –entre ellos Víctor Jara– y trasladada al Estadio Chile, donde pasó un día y una noche. Hoy, por primera vez, cuenta su historia.




¿Cómo vive esto en la memoria? le pregunté a Erika Albayay Núñez (71) cuando me senté en la mesa de su sala de estar, al poco rato de haber llegado. No necesitaba tiempo para desenredar sus pensamientos, de eso no había duda, pero la respuesta saldría después.

“Me hicieron maquillarme” –advirtió entre risas mientras corroboraba atenta que no faltara nada para el desayuno– “casi nunca ando así de arreglada”.

En la mesa había café, mantequilla, tostadas, galletas y dulces tradicionales. Al lado, en otra mesita más chica, estaban las fotos familiares. Se acercó inquieta, las tomó y mostró una por una. Eran la antesala a su relato, porque de por sí cada una daba luces de distintos fragmentos –a ratos inconexos entre sí– de su vida. Su hijo cuando era adolescente y tenía pelo largo; su hijo ya de más grande con su pareja actual; su hermano –ex dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria– antes de su exilio en Francia; su marido y sus nietos. Son dos, aclaró. “Pero la pareja de mi hijo tiene otros dos, entonces en realidad son cuatro”, argumentó después.

“De lo que no hay ni una sola foto es de nuestro matrimonio con Rafael, porque nos quedamos sin rollo. Esa vez el civil llegó en bicicleta y yo me puse un vestido artesanal, sandalias y una rosa roja”.

La casa que hoy comparte con él –y en la que vivió con su madre y su hermano mientras era universitaria y los primeros años de la dictadura– fue construida luego de un convenio entre Eduardo Frei Montalva y la Fundación Adenauer, y es una de varias hechas en su mayoría de madera, separadas por rejas negras, en un pasaje chico de la comuna de Las Condes.

Ahí, entre la sala de estar y su dormitorio, está la biblioteca, una salita de techos bajos y luz tenue en la que –según admite– están sus más grandes tesoros.

Esos libros marcados con apuntes esbozados a la rápida son los que pretende dejarles a sus nietos. Muchos tienen sus lomos descocidos, páginas sueltas y portadas arrugadas. Y es que es esa su manera de interactuar con la literatura, desde que a sus 13 años se propuso leer a los grandes tragediográfos para después pasarse a los rusos y a los franceses. Algunas veces –la mayoría, confiesa– no entendía nada. Pero algo quedaba.

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“Acá está”, dice, mientras ventila uno de sus siete ejemplares de la revista Araucaria –de las más importantes fuentes de creación y difusión de los chilenos en el exilio, fundada por Volodia Teitelboim– “esto era lo que se hacía en esa época. Estábamos más informados afuera que acá”.

Afuera, en el caso de Erika, es Venezuela. Ahí pasó 10 años de su exilio con su marido –se casaron estando allá– y ahí nació su hijo. Pudo salir gracias a su papá, un ex carabinero, empresario y Pinochetista que por ese entonces vivía en Ecuador y la sacó del país en bus. En Ecuador duró poco, por problemas con su visa, por lo que prontamente se fue a Venezuela, donde ya se había exiliado Rafael.

Antes de eso, su papá la visitó en Chile y, parados frente al río Mapocho, le dijo ‘muéstrame estos cadáveres’. Eso fue en el 74, cuando su papá aun no creía que la dictadura había cobrado la vida de miles. Erika decidió contarle su experiencia. Como la de ella, le dijo, había muchísimas más. Algunas peores. Algunas más desoladoras. Muchos compañeros de la UTE –donde estudiaba castellano y literatura– habían desaparecido. Otros habían sido expulsados. Y junto a ellos, muchos profesores.

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“Para responder a tu pregunta”, dijo finalmente, “tengo los recuerdos intactos. Me di cuenta que la memoria es atemporal frente a los sucesos trágicos, porque han pasado 50 años, pero de ese día recuerdo absolutamente todo. Caras y sensaciones”.

Durante años, Erika despertó arrinconada en una esquina de su pieza, llorando desconsolada. Hizo un tratamiento para poder procesar el trauma. Su momento de catarsis llegó el 2003, en el concierto conmemorativo que marcó el cambio de nombre del Estadio Chile. Era la primera vez que volvía al recinto en el que había estado detenida junto a sus compañeros universitarios, en el que vio a muchos de ellos tirarse por las escaleras. En el que la hicieron saltar sin parar durante horas. En el que la golpearon y le rajaron la ropa por el solo hecho de creer en un sueño. Uno que compartían muchos. Y con el paso del tiempo, lejos de atribuírselo a un revolucionarismo o a una romantización utópica inherente a la juventud, Erika cree con más fuerza en ese proyecto que defendió.

“Había un idealismo, fervor y entusiasmo social, claro. Había utopía en los discursos de Allende y de Jara. Había ilusión y esperanza. Pero no era solo eso. Estábamos haciendo cosas y de manera colectiva. Íbamos a las poblaciones a alfabetizar y hacíamos ollas comunes. Lo primero que hizo Allende fue comprar zapatos para los niños descalzos. No nos quedábamos solo en el sueño. Era un país pobre pero se estaba trabajando en conjunto para materializar la transformación. Hasta que se vio truncado”.

Esa fue, como reflexiona hoy, su primera sobrevida. La segunda fue cuando le diagnosticaron cáncer de mama hace unos años. Hace dos meses, supo que tenía cáncer al pulmón y empezó, a pedido de sus familiares, un nuevo tratamiento. “Por mí, confieso que he vivido”, dice.

A 50 años del Golpe de Estado, Erika comparte su relato. Como el de muchos, es uno más que da cuenta de las atrocidades y desesperanzas vividas por muchos en esa época. “Hacer memoria es fundamental. Recordar es pasar por el corazón, y ahí, independiente de cuántos años hayan pasado, los recuerdos están intactos”.

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“Mi mamá se quedó sola a los 30 años y nos crío a mí y a mi hermano. Creo que mis primeros impulsos socialistas vienen de ella, porque era muy generosa, consciente y cuidaba de los niños de los demás, pero ella se decía simpatizante de la DC.

Mis ganas de querer militar en un partido de izquierda aparecieron después, cuando escuché por primera vez a Manuel Guerrero –dirigente de la Asociación Gremial de Educadores de Chile– y supe lo que era quedarse totalmente atónita. Cuando terminó su discurso, en el que habló de solidaridad, justicia y pobreza, me acerqué y le dije ‘¿cómo puedo incursionar y profundizar en esto? Pero, sobre todo, ¿cómo puedo hablar como tú?’.

En ese entonces, vivíamos con mis abuelos maternos. La casa siempre estaba llena y yo me iba al techo para estar aislada y poder leer. Después de ese discurso, me propuse leer, junto a una amiga, a los autores rusos y franceses; a los poetas latinoamericanos; el sueño de Bolívar; libros de revolución; de proyectos colaborativos; de la Guerra Civil Española. Muchas veces no entendía nada, pero algo se iba guardando en mi interior.

Empecé a trabajar con mi mamá y finalmente terminé en la UTE, que en esa época reunía a todos los movimientos de izquierda. Si ya estaba más o menos claro hacia dónde iba, estar rodeada de dirigentes, activistas y profesores críticos desencadenó aun más mis intenciones.

Me metí a las Juventudes Comunistas en una primera instancia, pero rápidamente me salí cuando un compañero dijo que teníamos que seguir la órden de la URSS. Me dio mucha rabia porque ese no era en lo absoluto el modelo que teníamos que seguir. Estábamos en Chile, en otro contexto, y en muchos sentidos, lo que se estaba construyendo acá, era incluso más progresista que lo que hacía la Unión Soviética, que ya era anticuada y conservadora.

Yo quería seguir los parámetros de Allende, de Latinoamérica, con más democracia y sin normas dictadas desde el exterior. Me salí de ahí y empecé a militar en el Partido Socialista.

No pude votar en las elecciones de 1970, porque aun era chica, pero igual trabajé en la campaña de Allende. Recuerdo la alegría, el entusiasmo, la solidaridad y el compañerismo que nos movía. Se respiraba esperanza y yo me lo creía todo de pé a pá. Piensa que los sábados íbamos a alfabetizar a las poblaciones; hacíamos ollas comunes; en el paradero 22 hacíamos prácticas paramilitares, pero con puros juguetes; íbamos al paro de los camiones; formábamos brigadas con saco de harina. Nos estábamos viviendo ese Chile, en el que todos parecían estar colaborando con un mismo fin.

Estábamos defendiendo un programa justo y era nuestro gobierno, un gobierno que respaldaba a todos los desposeídos.

El litro de leche, por ejemplo, yo lo aproveché, porque no tenía plata para la colación. La educación pública, que se pagaba el mínimo y te permitía acceder a muy buenos espacios. El de Allende ni siquiera era un programa tan distinto al de los demás candidatos, estaba enfocado en la consciencia social y los derechos humanos, pero para muchos en este país eso es radical.

Y sí, había mucha euforia y sueños, algunos dirían utopía. Pero no por eso, una mera ilusión. De hecho, aun creo que es posible realizar ese tipo de transformaciones, en un país tan injusto en el que tan pocos tienen tanto poder económico”.

11 de septiembre de 1973

“En mi casa no había televisión, pero ya desde el día anterior pude percibir que las cosas estaban tensas. La noche del 10 me vine desde la práctica a mi casa en camión, me ayudaron los obreros por tramo. Llegué tarde y le dije a mi mamá que al día siguiente saldría a la universidad temprano. Nos habían convocado desde el partido para ir al Cordón Matucana.

En la mañana, pese a sus advertencias, salí y le pedí al gendarme de la esquina que me llevara. Cuando me subí a su auto me dijo ‘Erika, no vayas, está a otro nivel esto’. Le dije que me dejara en Plaza Italia y que yo caminaba el resto. Eran las nueve de la mañana y en la vereda de la plaza ya había muertos.

Caminé por Vicuña Mackenna y me encontré con un tipo que me preguntó ‘compañera, ¿a dónde va?’. Él iba a La Legua. Nos acompañamos un tramo en silencio y cuando llegamos al Paseo Bulnes vimos pasar los Hawker Hunter y escuchamos el bombardeo. Los dos nos quedamos tiesos.

Unas calles más allá me detuvieron unos militares encubiertos, me preguntaron dónde iba y les dije que a la casa de mi abuela, que vivía en Las Rejas. Finalmente, entre la ansiedad, la incertidumbre y también la adrenalina de querer estar presente como nunca antes, llegué a la universidad.

Víctor y los demás dirigentes nos organizaron y nos fuimos a la Escuela de Artes y Oficios. Ahí nos encerramos y pasamos gran parte de la tarde mientras esbozábamos un plan. Algunos compañeros se habían posicionado en el entretecho, pero no teníamos nada. ¿Con qué nos íbamos a defender? ¿Con oratoria, con palabras? Pasamos la noche en vela. No había rabia aun, sólo nervios.

Al otro día los militares allanaron el lugar y con megáfonos nos gritaron que por cada militar muerto, matarían a cinco de nosotros. Echaron abajo el portón y nos sacaron hacia el patio. Nos hicieron tirarnos al piso boca abajo, y una compañera embarazada que estaba al lado mío me miró. Les dije que ella no podía ponerse así y nos hicieron callar. Había órdenes y contraordenes, no sabían qué hacer. Finalmente nos subieron a unas micros y nos llevaron al Ministerio de Defensa. En ese trayecto fui partiendo mi carnet del partido –de plástico– en pedacitos y me lo comí. Fue como tragar sable.

Nos llevaron al Estadio Chile y nos separaron en filas. Al primero que reconocieron fue a Víctor. A Enrique Kirberg le pegaron al bajarse de la micro. Nos tuvieron mucho rato saltando con las manos en la cabeza mientras iban anotando nuestros nombres. Ahí pude ver que un tipo con el que había estado muchas veces en reuniones del partido, estaba ahí apuntándonos. Nunca me he olvidado de su cara.

Muchas compañeras lloraban, pero yo aun no. Me invadía más la rabia y la insolencia. Nos hacían discursos, nos trataban de putas, nos decían que éramos la lacra de la sociedad. De pronto, llega uno y pregunta por mí. No podía pronunciar mi apellido. Mis amigas me apretaron los brazos hasta dejarme moretones para que no me parara, pero finalmente respondí.

Ese día andaba con un Montgomery Azul, el único que tenía, y me lo dejaron manchado entero. Me golpearon, me tiraron el pelo, me rajaron los pantalones y me devolvieron. Estaba totalmente disociada de mí misma. Me seguía diciendo que esto no me estaba pasando a mí, que era otra persona.

Vi a compañeros tirarse de las gradas. Nos gritaron de todo. Y al otro día, como si de pronto detuvieron la película de terror más espantosa, me subieron a mí y otras dos compañeras a una micro y nos dejaron en Antonio Varas con Eleodoro Yáñez. Antes de bajar nos advirtieron; ‘Ya van a ver lo que les pasa en todos los controles’.

Hoy también hago memoria. A pedido de mi hijo, le dejo este relato a mis nietos, porque no quiero que haya rencores. Quiero que perdonen, pero siempre y cuando haya justicia.

De todas las casas nos gritaron. ‘Ahí van las UPelientas desgraciadas, que se mueran’. Nosotras, todas manchadas, llorando, con nuestras mochilas, solo pensábamos en qué decir en los controles.

Luisa, una de mis compañeras que llegó conmigo, pidió quedarse en mi casa esa noche. Esa noche terminó siendo un año. Solo queríamos ducharnos y comer. Teníamos tanta hambre y tanta sed.

Mi hermano se fue en el 74, a pedido de mi papá. Yo en el 77, primero a Ecuador, donde vivía él, y luego a Venezuela. En ese intertanto, allanaron la casa cuatro veces.

En Venezuela seguí trabajando con el partido y nos casamos con Rafael, con el que nos seguíamos mandando cartas mientras estábamos a la distancia. Ahí también nació mi hijo Rafael Rodrigo, y durante un tiempo pensamos que nos íbamos a quedar. Pero pese a eso, nunca guardé las maletas. Siempre estuvieron en la entrada de mi pieza, listas para partir.

Un compañero me hizo un tratamiento terapéutico, porque por mucho tiempo desperté todas las noches arrinconada y llorando. A mi mamá, a quien cuidé sus últimos años, no le conté nunca.

El reingreso a la universidad fue fatal. Muchos compañeros ya no estaban y otros tantos habían sido expulsados. Nos pedían identificación, decir ‘presente’ y cuando nombraban a alguno que faltaba, yo me paraba por ellos. Pude terminar mi carrera únicamente porque era buena alumna y porque profesores que todavía ejercían y que después fueron despedidos, velaron por mí.

El trabajo de hacer, articular y revisitar la memoria es fundamental. Solo así se logra procesar un trauma y así también evitar que sea una carga en las próximas generaciones. Mi hijo me acordó que cuando estábamos en Venezuela, siempre me vestía de negro para el 11 de septiembre. Hacíamos lecturas, reuníamos fondos para mandarle a los sindicatos y también escribí en un periódico que me dio un espacio de crítica y reflexión en el que pude contar sobre el asesinato de Marcos Orlando Letelier, de las atrocidades cometidas por la DINA y de los sueños aplastados.

Hoy también hago memoria. A pedido de mi hijo, le dejo este relato a mis nietos, porque no quiero que haya rencores. Quiero que perdonen, pero siempre y cuando haya justicia. Porque si no, no se puede avanzar en la construcción de un país justo, que rescate la solidaridad y el amor. Creo mucho en que un proyecto así pueda hacer grandes transformaciones”.

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