Un menú improvisado en Navidad




“En el verano de 2019 fui a Nueva Zelanda a ver a mi ex que se había ido a trabajar con la visa Working Holiday. Yo todavía estaba en la universidad, así que era una excelente opción ir en mis vacaciones, trabajar unos meses allá y después volver a Chile, algo que lamentablemente no pasó porque justo cuando me quedaban dos semanas empezó la pandemia. Pero esa ya es otra historia.

En Navidad nos íbamos a ir de camping al Parque Nacional Abel Tasman, ubicado en las islas del Sur de Nueva Zelanda. El trekking para llegar allá duraba tres noches y cuatro días, entonces como era un recorrido largo, tratamos de prepararnos lo mejor posible. Llevamos carpa, colchón, y una cocinilla a gas para poder cocinar lo que llevábamos: fajitas, fideos y un par de verduras.

Por alguna extraña razón, con mi pololo calculamos mal los días y la noche de Navidad era la última del viaje. Pero el problema no era ese, sino que nos dimos cuenta, muy tarde, que no nos quedaba casi nada de comida. Obviamente, en ese lugar donde todo era naturaleza, no había dónde comprar, y los productos que teníamos no alcanzaban para preparar un plato rico: fajitas, porotos negros y una lata de atún. No combinaban.

Antes de esta experiencia, yo ya había pasado otras Navidades sin mi familia y como estaba en un contexto más de viaje, no le había dado tanta importancia a la fecha. Era como si no fuera Navidad. Pero cuando pasó esto, fue como estamos acá lejos y más encima no tenemos nada que comer.

Así fue como llegamos al último camping, armamos nuestra carpa y cuando estaba comenzando a anochecer, nos acercamos a una pareja de neozelandeses que tenían unos 50 años, más o menos. Con ellos nos pusimos a conversar y nos contaron que sus hijos -que estudiaban fuera de Nueva Zelanda y tenían nuestra edad- no pudieron viajar a visitarlos, así que trataron de animarse haciendo un panorama diferente. Tal como nosotros, era la primera vez que hacían algo así.

Pasó un rato y nos volvimos a la carpa. No recuerdo si les mencionamos que no teníamos cena, pero de repente, llegaron con una bolsa de comida de camping que se pone a hervir y queda espectacular. Todavía recuerdo que era arroz con pollo, pero una versión ‘outdoor’, que debe costar alrededor de 20 mil pesos por paquete. Nos dijeron ¡hey chicos, feliz Navidad! Nosotros tenemos comida de sobra, y queremos que ustedes también tengan una linda cena.

Me acuerdo que a mí me dio mucha pena. No tanto por no pasar la Navidad con nuestra familia, sino por el gesto que tuvieron de acercarse y compartir en ese momento especial, considerando que quizás ellos estaban tristes porque no podían estar con sus hijos. Al final, es lo que siempre me digo en los viajes: en todos lados uno puede encontrar gente buena, dispuesta a ayudarte y que hace las cosas de forma desinteresada.

Si bien crecí en una familia que nos ha incentivado el viaje, por ser mujer siempre está ese mensaje de que hay que tener cuidado porque el mundo está lleno de gente que te quiere lastimar. Y en estos contextos, es cuando me he dado cuenta de lo contrario. Afortunadamente he tenido buenas experiencias y siempre me quedo con esa sensación de que la mayoría de las personas son amables y están dispuestas a ayudar. Esto me ha permitido construir conexiones genuinas, recordándome que la bondad y la empatía están presentes en todos lados”.

Francisca G. tiene 26 años y es periodista.

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