La columna de Juan Ignacio Eyzaguirre: “Generación ansiosa”

La columna de Juan Ignacio Eyzaguirre: “Generación ansiosa”

"En nuestro país, donde los jóvenes no logran encontrar una escuela y los barrios están tomados por la delincuencia, debemos comenzar a repensar la educación que damos a las generaciones venideras. Dados los magros resultados que ha traído el liderazgo de la generación millennial a Chile, ni imaginar lo que podría pasar si seguimos descuidando a nuestros niños".


Las vicisitudes que afectaron a la generación millennial -nacidos entre 1981 y 96- han marcado nuestro tiempo. Su difícil ingreso al mercado laboral luego de la gran crisis financiera, las peores perspectivas laborales versus las de sus padres -los exitosos baby boomers-, los inalcanzables precios inmobiliarios que hacen imposible soñar con la casa propia, sumados a una seguidilla de percepciones de injusticia nutrieron profundas frustraciones. En Chile, el voto millennial incluso logró instalar a uno de ellos en el sillón de O’Higgins.

Detrás vendría una generación más sufrida todavía. El psicólogo social, Jonathan Haidt, la ha llamado la generación ansiosa. En su nuevo libro The Anxious Generation, el profesor de NYU muestra la epidemia de salud mental que afecta a la Generación Z -nacidos después 1997-. Las depresiones severas en niñas y niños entre 12 y 17 años se han casi triplicado desde 2010; la ansiedad y depresión se han duplicado entre universitarios; las atenciones de emergencia por daños autoinfligidos casi se han triplicado entre las niñas y las tasas de suicidio entre adolescentes jóvenes se han más que duplicado.

Haidt atribuye esta desoladora epidemia al rediseño de la niñez. Hemos migrado de vidas sociales basadas en infancias libres, nutridas en interacciones con niños y vínculos sanos con otros adultos a infancias sobreprotegidas en el mundo real y desprotegidas en el mundo virtual, moldeadas por las dinámicas de redes sociales, para las que los cerebros en desarrollo de niños y jóvenes no están preparados.

Nuestro desarrollo humano es particular. Primero crecemos rápido, luego lento y nuevamente rápido. Nuestra infancia es larga en comparación con otros mamíferos, lo que nos daría el tiempo para aprender de la tribu. En la niñez absorbemos la cultura de nuestros ancestros. En el juego desarrollamos las habilidades para convivir en sociedad: el autocontrol, la toma de decisiones conjunta, el respeto por los demás y a aceptar cuando las cosas no resultan como deseamos. Todos valores fundamentales para la vida democrática.

Sin embargo, el tiempo dedicado para el encuentro libre con otros niños u adultos ha ido en caída libre, ya sea por la sobreprotección de padres (por ejemplo, por el temor al abuso de otros adultos y las amenazas en barrios peligrosos) y por las pantallas de smartphones o videojuegos que devoran el tiempo. Basta preguntar a generaciones anteriores con cuantos años salían solos a la calle y compararlo con la realidad actual. Es triste pensarlo, pero nuestros niños están encerrados, con acceso libre a ventanas a un peligroso universo virtual que dista de lo que necesitan para enfrentar al mundo real.

Aprendemos copiando lo que vemos y de las interacciones sociales que tenemos. He ahí la importancia de la selección de los modelos a seguir. Las redes sociales son máquinas de adiestramiento social, con una altísima densidad de imágenes por minuto y con brutales mecanismos de retroalimentación basados en “likes”, que definen lo bueno, correcto y deseable. Los cerebros de niños y adolescentes no están preparados para la ferocidad de la interacción de las redes sociales. A ojos de Hedit, no debemos sorprendernos de los estragos que la ansiedad y depresión están dejando en niños que viven infancias tan diferentes de lo que necesitamos como seres humanos.

El desolador panorama que describe Heidt nos invita a reflexionar sobre qué hacer para revertir esta epidemia. En nuestro país, donde los jóvenes no logran encontrar una escuela y los barrios están tomados por la delincuencia, debemos comenzar a repensar la educación que damos a las generaciones venideras. Dados los magros resultados que ha traído el liderazgo de la generación millennial a Chile, ni imaginar lo que podría pasar si seguimos descuidando a nuestros niños.

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