Columna de Hugo Bello Maldonado: “Pandemia, postpandemia, escuela y lectura”

Niños aprenden a leer

En el transcurso de 2020, el secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, advertía que si antes de la pandemia de Covid-19 la educación escolar experimentaba muchísimas dificultades en todo el mundo, “ahora enfrentamos una catástrofe generacional que podría desperdiciar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y exacerbar las desigualdades ya de por sí arraigadas”.

A nadie le cabe duda de que en el curso de 2022 el retorno a la presencialidad ha exhibido las consecuencias del encierro y el aislamiento. Sumado a ello, las débiles competencias en la comunicación digital que afecta a extensas capas de estudiantes que no pudieron acceder a una participación eficaz, ya sea por la falta de instrumentos (tabletas o computadores) como por la ausencia de conexiones en sectores rurales.

En términos generales, las previsibles consecuencias de la desescolarización afectarán a la formación de muchas personas que verán, en el futuro, mermadas sus posibilidad laborales y educativas. Teniendo ante los ojos esta evidencia se hace urgente que quienes tienen en sus manos la conducción del país tomen medidas drásticas para revertir estas consecuencias.

En el particular caso de los hábitos de lectura, las consecuencias son evidentes, ya que en gran medida la escolarización es la gran plataforma que, entre sus muchos roles, alfabetiza a la mayor parte de la población (si es que no decididamente a toda), un rezago en este plano de la formación tiene consecuencias en el diseño general del cerebro lector y del cerebro escolarizado.

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La determinante adquisición de hábitos de lectura puede ser, quizá, el rol más definitivo que a la larga podamos encontrar entre los muchos que tiene la escuela. Si ella se está viendo y se vio afectada es allí donde rápidamente se deben buscar formas de remediar los perjuicios que ha producido la pandemia y sus efectos indirectos, como lo son los producidos en la escolarización y la alfabetización en particular.

La lectura, como proceso, supone una serie de consecuencias en el diseño del cerebro de los seres humanos. Este diseño, que es propio de las sociedades modernas, hace una gran diferencia entre aquellas sociedades antiguas donde solo una minoría de los ciudadanos con derecho a la educación formal podía acceder a la alfabetización. Sin considerar sociedades en las que la reproducción de conocimiento se hacía por la vía oral, la escritura supuso un grado de intervención en la cultura que no se había experimentado antes. Las consecuencias, entre otras muchas, se advierten en las particulares características del cerebro lector, que se vio determinado a organizar y sistematizar la información de un modo distinto al cerebro no escolarizado y el cerebro modelado por la cultura oral. El diseño del cerebro lector llama la atención porque sus efectos, comparados con otros procesos, se tardaron mucho menos que otros que se afincaron en la estructura del cerebro en plazos mucho más dilatados.

Las consecuencias sociales que implica vivir en una sociedad donde gran parte del conocimiento, y de la forma de conocer, está determinada por el cerebro diseñado por la cultura escrita hace que, quienes no se suban a ese tren, sencillamente no puedan subirse del mismo modo si se tarda en ocurrir la enseñanza y el conocimiento asociado a esta particular forma de estructurar el conocimiento como lo hacen las sociedades donde la transmisión del conocimiento se funda en la enseñanza de la lectura. El cerebro lector está también ajustado a una serie de procesos biológicos que la escolarización acostumbraba a respetar, pues si bien existen períodos críticos y es cierto que el cerebro infantil es muy plástico, el desajuste cultural y social que produce la desescolarización es de difícil compensación a mediano y largo plazo.

Pero, más que alarmar o imprecar por la situación que la naturaleza nos ha impuesto, el COVID-19 nos recordó cuán atados estamos a ella, todos los miembros de la sociedad, unos más y otros mucho más, deberíamos comprometernos a colaborar y empujar un conjunto de soluciones, tendientes a salvaguardar la heredad más delicada de la nación: los niños y las niñas de Chile. El peligro de que no puedan acceder a aquello que es lo poco que puede asegurar un mejor destino, indistinta sea la procedencia o la cuna, nos debe llamar a reaccionar de manera perentoria.

La educación permite que los seres humanos puedan, más o menos libremente, incidir en sus vidas y en las del colectivo una vez que están en sus manos las mismas herramientas que igualan las posibilidades de saber y de conocer, más allá de todas las innumerables diferencias que nos separan y que nos constituyen, acceder al conocimiento con los mismos instrumentos nos permite vivir en sociedades más democráticas.

*Director Licenciatura en Lengua y Literatura, U. Alberto Hurtado.

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