La primavera de Obama

El viaje a Cuba del presidente de EE.UU. es la primera ventana para ver el rol que tomará cuando deje la Casa Blanca. Su posición como un joven ex mandatario que a la vez es una estrella popular a nivel mundial lo pondrá a él, y a quien lo suceda, en una situación inédita en la historia estadounidense en cuanto a política exterior.




A estas alturas parece poco más que otra profecía cumplida, pero hace ocho años era una de las críticas más fuertes en la siempre agresiva carrera presidencial estadounidense. "Es la mayor celebridad mundial", decía el aviso de la campaña de John McCain, para luego dar paso a la imagen de Barack Obama dando un discurso en la Puerta de Brandeburgo de Berlín ante cientos de miles de alemanes —tal como lo hiciera John Kennedy en 1961—, pero que se intercalaba con fotografías de Britney Spears y Paris Hilton, dos de las estrellas que llenaban las páginas de la farándula en 2008.

Obama entonces era todavía el candidato demócrata y su presidencia ha sido una colección de momentos memorables, pero cuesta encontrar una imagen que cuadre tan bien con esa idea como la tomada el lunes en la Plaza de la Revolución de La Habana, un lugar donde ni el más osado de los comentaristas políticos habría imaginado que pudiera llegar un presidente estadounidense mientras Cuba estuviera bajo el mandato de los hermanos Castro. La fotografía lo presenta a él con la efigie del Che Guevara de fondo, una imagen que, de acuerdo a los reportes de prensa, el mismo Obama solicitó a su equipo en una salida del protocolo habitual.

Que todo eso haya ocurrido además un 21 de marzo, el día del inicio de la primavera en el hemisferio norte que comparten Estados Unidos y Cuba, es una coincidencia que realza uno de los aspectos menos analizados de la visita de Obama. Porque si los jerarcas de Cuba, Raúl y Fidel, tienen 84 y 89 años, Obama tiene 54, tres décadas menos.

Y aunque el gesto pueda ser interpretado como una especie de triunfo de la isla en su larga disputa con su vecino, es tanto o más interesante entender por qué el mandatario estadounidense optó por hacer el viaje. Sobre todo considerando que Obama, ya convertido en la "celebridad" mundial que sus propios rivales le vaticinaban, será libre en diez meses más para perseguir su propia agenda y buscar influir en la política estadounidense de formas que su cargo hoy no le permite.

MC GUEVARAS O CHE DONALDS

Aunque las críticas por el viaje habían sido fuertes desde un inicio —en especial desde los republicanos o en los políticos cercanos a la comunidad de cubanos exiliados—, éstas se desataron el martes en la tarde. Pocas horas después del devastador atentado terrorista en Bruselas, Obama asistió junto a Raúl Castro a un partido de béisbol entre la selección cubana y los Tampa Bay Rays, uno de los equipos de la liga profesional de EE.UU. Pese a que el mandatario dedicó la mañana a conversar con líderes europeos, ordenó banderas a media asta y se sumó a un minuto de silencio al comienzo del encuentro, la escena —que incluyó a un feliz Obama haciendo "la ola" en el estadio— llegó rápidamente a las polémicas de los medios y los debates online.

El argumento del presidente, transmitido en vivo durante el partido en una entrevista con ESPN al borde del campo, se asemejó al que a esa hora hacían varios líderes europeos: que cambiar la rutina tradicional y alterar los compromisos sería darle una victoria a los terroristas. Sin embargo, también había otro elemento presente: el partido, un evento comparable a la "diplomacia del ping-pong" entre EE.UU. y la China comunista en la época de Nixon, era también un triunfo personal y un evento que tenía mucho del sello de Obama. No en vano el béisbol es pasión en ambos países, y en las últimas décadas varios de los grandes desencuentros se han debido a famosos jugadores que desertan de la isla atraídos por la Major League Baseball estadounidense.

Impedido de volver a la Casa Blanca, el ex presidente Obama podría ser tanto un comodín estratégico para las próximas administraciones como un incómodo poder que dirigiera la atención hacia la línea que él espera que su país tenga en política exterior.

La estrategia esta vez parece ser la aproximación amable, como la que hizo Obama al llevar en su comitiva a gerentes de empresas interesadas en invertir en Cuba, con la esperanza subyacente de que la isla acelere una transición que se ve cercana por la avanzada edad de los Castro. No es muy distinto de lo que el mandatario ha intentado en otros países y conflictos durante su segundo período presidencial, con el acuerdo con Irán que parecía un tabú en la política estadounidense o la reticencia a involucrarse más en terreno en Siria.

Su giro en la política exterior ha ido de la mano con el cambio de eje en su equipo. Si al comienzo de su mandato el peso estaba en la combinación de Hillary Clinton y Robert Gates, con una visión más conservadora y vinculada al uso de la fuerza, en la segunda parte Obama está más cercano al equipo del vicepresidente Joe Biden y el secretario de Estado John Kerry, dos ex senadores que presidieron el estratégico comité de Asuntos Exteriores de la Cámara Alta, una instancia mucho más acostumbrada al diálogo que el Poder Ejecutivo estadounidense.

Los tiempos, también, son distintos. Cuando Obama asumió en 2009 llevaba a cuestas las guerras de Afganistán e Irak, herencia de la administración de Bush hijo; en su segundo período, en cambio, el eje de atención en cuanto a seguridad internacional se ha centrado en los continuos atentados y las crisis de refugiados en Europa, dejándole margen para trabajar entre bastidores con un enfoque bastante más cercano al internacionalismo que lo distinguía como candidato y que lo llevó a ganar, el mismo año de su asunción, el Premio Nobel de la Paz.

EL DÍA DESPUÉS DE MAÑANA

Con todo, si la visita a Cuba tiene algún simbolismo especial, es que muestra al Obama más libre, a ese que, desde el 20 de enero de 2017, estará con apenas 55 años liberado para influir por varias décadas más en la política mundial: como un ejemplo, de los dos más posibles candidatos para la Casa Blanca, Hillary Clinton tendrá 69 años para esa fecha, y Donald Trump, 70. Ya en la recta final de su mandato y con muy poco que perder, el mandatario puede hacer gestos y tomar riesgos en política exterior que al comienzo de su período le habrían significado no poderse deshacer del calificativo de "socialista" que le dedicaban sus más enconados adversarios en la derecha. De hecho, es posible que la misma dinámica de Trump y sus declaraciones altisonantes hayan moderado el impacto que un hecho como la visita a Cuba habría tenido habitualmente en la agenda estadounidense.

Si el magnate llega a ser presidente, Obama tendrá de inmediato un estatus bastante especial, como una figura que en el mundo tiene una percepción comparable a la del Papa Francisco, pero que en su propio país enfrentaría una oposición tenaz y feroz. Sin embargo, el escenario más interesante es otro, y es el más probable: cómo lidiaría una presidenta Clinton con la sombra de su antecesor, especialmente en política exterior.

No sólo tiene que ver con que sus miradas en cuanto al rol militar de EE.UU. en otros países son distintas. Ni siquiera con que hayan trabajado juntos y sepan áreas de encuentros y desencuentros. El punto es que Obama se está dirigiendo hacia un terreno sobre el cual casi no existen precedentes: un ex mandatario estadounidense con números respetables de popularidad interna y casi unánime favoritismo en el exterior.

Porque después de la Segunda Guerra Mundial, los líderes han salido de la Casa Blanca muy desgastados, con escándalos a cuestas o con una edad avanzada como para ser referentes a nivel mundial. Y la excepción, Jimmy Carter, salió entre una pésima aprobación interna —derrotado tras su primer mandato— que hasta hoy no se recupera; de hecho, su trabajo internacional es más reconocido que su misma gestión.

Impedido de buscar la reelección para siempre y con el talismán de ser historia en sí mismo, Obama podría ser tanto un comodín estratégico para las próximas administraciones como un incómodo poder que, de vez en cuando, dirigiera con sutiles gestos, visitas y actividades la atención hacia la línea que él espera que su país tenga en política exterior. Ya lo está haciendo: esta semana, asesores del mandatario reconocían a los medios estadounidenses que el objetivo del agresivo "deshielo" de las relaciones con Cuba era correr el límite hasta un punto tal que el próximo gobernante se viera obligado a seguir el proceso, sin marcha atrás.

Por eso, sus discursos en la isla sonaron también a historia. Como cuando señaló que estaba en La Habana para "enterrar el último vestigio de la Guerra Fría en América". O cuando, en el momento más emotivo, empezó a trazar paralelos con 1959, el año en que la revolución de Fidel Castro triunfó en la isla. Allí, Obama se permitió dos alusiones que hablaban de orgullo, de que esa primavera que él trata de promover también es su primavera. La primera fue recordar que ese mismo año su papá se había mudado a Estados Unidos, y que, por ser de raza negra, no podía casarse con su madre, de raza blanca, en muchos estados.

Y el cierre fue una estudiada alusión al bipartidismo estadounidense y a los múltiples cambios que están ocurriendo, en parte gracias al mismo mandatario. "Hemos tenido a dos cubano-americanos compitiendo contra el legado de un hombre negro que fue presidente, mientras esgrimen que son la mejor persona para derrotar al nominado demócrata, que será o una mujer o un socialista democrático", dijo Obama, para luego apuntar al cierre del círculo: "¿Quién hubiera creído esto en 1959?".

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