Un planeta azul

Es un color casi inexistente en la naturaleza. Pero debido a la gran cantidad de agua en su superficie, el mayor Tom, como cualquier astronauta, vio que la Tierra es azul. A pocos días de la muerte de David Bowie, exploramos la razón del elusivo color.




Siempre que tiro la cadena y el inodoro se llena de esa prístina agua coloreada de azul flúor, recuerdo a David Bowie: Azul, azul/azul eléctrico/es el color de mi habitación. También es el de la mía. El del enorme pedrusco que nos lleva de paseo alrededor del Sol; nuestra gran habitación cósmica. El planeta Tierra es azul/y no hay nada que yo pueda hacer, repite como un mantra el mayor Tom con la mirada fija en el planeta, al tiempo que, a la deriva, se sumerge en las profundidades oscuras del universo.

Es curioso que nuestro planeta sea azul. Este color es ciertamente el más difícil de encontrar en la naturaleza. Tanto, que las pastillas desinfectantes del inodoro se colorean con ese elusivo tinte: cualquier otro color podría asociarse a desechos orgánicos. El azul es puro e inorgánico. Hasta antes del siglo XX, cuando se comenzaron a sintetizar los pigmentos artificiales, los azules eran particularmente caros. Usarlos para teñir el agua en el tanque del inodoro habría sido un derroche, como darse baños de tina de Dom Pérignon.

Por otra parte, ¿para qué teñir de azul algo que ya lo es? El agua es azul, pero de una tonalidad tan débil que son necesarios enormes volúmenes para que podamos apreciar su color. La Tierra es un planeta azul porque su superficie está dominada por grandes masas de agua. En los océanos, las moléculas de agua vibran cuando la radiación solar las golpea. En esa agitación está el origen de su color. Como cuando el soplido sordo de Bowie hace estremecer el saxo produciendo un templado si, justo antes de interrogarnos: ¿No te preguntas a veces/sobre el sonido y la visión?

El sonido

En la interacción mágica del Sol y el agua está el origen de su color azul. Pero para hablar de luz es bueno comenzar por hacerlo del sonido. Ambos son fenómenos ondulatorios, aunque es importante subrayar que su naturaleza es muy distinta. En un caso, lo que vibra es la presión del aire desde el metal trepidante hasta hacer mecer a nuestros tímpanos. En el otro, lo hace un objeto más abstracto llamado campo electromagnético, del que no hablaremos aquí.

Considere ese dulce y melifluo si del saxo que hace sonar Bowie justo antes de comenzar a cantar "Sound and Vision". La nota en cuestión es producida por la vibración de una columna de aire que oscila dentro del instrumento unas 123 veces cada segundo; esto es, a 123 Hz. Cualquier instrumento que toque ese si producirá vibraciones con idéntica frecuencia. ¿Cómo es que, entonces, podemos distinguir el si del saxo del que canta David Bowie usando sus cuerdas vocales?

Distintos instrumentos tocando el mismo si suenan diferente porque a la vibración sinusoidal fundamental de 123 Hz la acompañan sus armónicos. Estos vienen dados por oscilaciones de mayor frecuencia, que se presentan en múltiplos enteros del fundamental. Así, el si del saxo contiene también oscilaciones de 246 Hz, 369 Hz, 492 Hz, etcétera. La relación entre las distintas intensidades de estos armónicos da al sonido su identidad o timbre característico. Si la vibración no es periódica o, lo que es lo mismo, si es una combinación de oscilaciones cuyas frecuencias no son múltiplos enteros de la más pequeña, entonces el resultado ya no será un sonido musical. Será lisa y llanamente ruido. No podremos percibir una nota, como ocurre al percutir un tambor.

La visión

Las ondas de luz son, como dijimos, vibraciones del campo electromagnético. El ojo sólo puede ver un rango pequeño de estas, el espectro visible, que va desde el violeta, con casi 790 billones de oscilaciones por segundo (790 THz), hasta el rojo, el más lento, que corresponde a poco más de la mitad de esta frecuencia. En lenguaje musical diríamos que el espectro visible apenas alcanza para una octava (la distancia entre una nota y la del doble de su frecuencia). El oído, en cambio, es mucho más amplio en el rango de frecuencias que detecta. Un oído sano puede escuchar entre 20 y 20.000 oscilaciones de la presión de aire por segundo, lo que equivale a unas 10 octavas.

La luz que recibimos del Sol contiene oscilaciones del campo electromagnético de un espectro amplio, que va desde los 100 THz —luz que no podemos ver y a la que llamamos radiación infrarroja— hasta los también invisibles 1.500 THz —a la que llamamos radiación ultravioleta—. En el medio, la luz que forma parte del espectro visible es emitida generosamente por el Sol de manera bastante democrática: todos los colores están presentes en más o menos igual proporción. La mezcla la percibimos como luz blanca.

Al iluminar un objeto con la luz del Sol, este absorberá las distintas frecuencias en una proporción que está gobernada por las propiedades intrínsecas del material que lo compone. Si lo hace de modo que en la luz reflejada predominen frecuencias de entre 610 THz y 670 THz, el objeto será azul a nuestros ojos.

En los océanos, las moléculas de agua vibran cuando la radiación solar las golpea. En esa agitación está el origen de su color. Como cuando Bowie hace estremecer el saxo produciendo un templado si, justo antes de interrogarnos: "¿No te preguntas a veces/sobre el sonido y la visión?".

Música cuántica del agua

La mecánica cuántica cambió para siempre la forma en la que entendemos la luz. Entre otras cosas, explicó la hasta entonces misteriosa interacción entre esta y la materia. Max Planck fue el primero en postular que la luz estaba compuesta por fotones. Puede parecer extraño, ya que antes señalamos que se trataba de oscilaciones del campo electromagnético. Pero esto no es más que la célebre dualidad onda-partícula que late en el corazón de la cuántica. Planck mostró que la energía de un fotón era proporcional a su frecuencia. Las frecuencias más grandes, por lo tanto, son más energéticas. Así, en ambos extremos del espectro visible, un fotón violeta tiene casi el doble de energía que uno rojo.

La materia, a escala microscópica, también muestra propiedades cuánticas, y el agua no es una excepción. Sus moléculas consisten en dos átomos de hidrógeno unidos a uno de oxígeno formando una letra V. Los enlaces que unen a estos átomos son muy firmes, dando estabilidad a la sustancia, pero pueden vibrar como si se tratara de resortes muy rígidos que unen a los pequeños hidrógenos con el oxígeno, 16 veces más pesado.

La molécula de agua puede oscilar de tres modos distintos, como si se tratara de un instrumento de tres notas. En uno de esos modos, los hidrógenos se alejan y acercan del oxígeno de forma simétrica, haciendo que la V se agrande y encoja con ritmo constante. En el segundo, en cambio, el movimiento de cada hidrógeno es el mismo, pero en desfase: uno de los brazos de la V se alarga mientras el otro se acorta y viceversa. En el tercer modo, por último, los átomos de hidrógeno se acercan y alejan entre sí, de manera que es el ángulo de la V el que oscila. Estos tres modos de oscilación tienen distintas frecuencias. El primero y el tercero son similares, cercanos a los 100 THz. El segundo, por su parte, oscila a unos 50 THz. Análogamente a lo que sucede con los instrumentos musicales, cada una de estas notas también contiene sus armónicos, y estos son la clave en el origen del azul de nuestro planeta. Así, por ejemplo, la molécula de agua en su segundo modo de oscilación podrá vibrar también a 100, 150 o 200 THz.

La mecánica cuántica nos enseña que, al igual que ocurre con los fotones, cada uno de los modos de vibración de la molécula de agua contiene una energía proporcional a su frecuencia. Para excitar uno de estos modos —es decir, para conseguir que la molécula oscile de esa manera—, el agua debe absorber un fotón de precisamente la misma energía. En mecánica cuántica no hay vueltos. Los fotones son los instrumentistas que podrán hacer vibrar la molécula de agua, pero sólo si cuentan con la energía precisa. Un fotón de 100 THz, por ejemplo, podrá excitar el primer modo de oscilación de la molécula. Este es un fotón infrarrojo, invisible para nosotros, lo que explica por qué el agua es tan buena absorbiendo radiaciones infrarrojas. Así, el agua, abundante de nuestra atmósfera, dificulta la liberación al espacio de radiación infrarroja, proceso mediante el cual la Tierra se enfría, contribuyendo a su calentamiento.

Un punto azul pálido

Un fotón rojo de 400 THz no podrá ser absorbido por ninguna de las notas fundamentales de la molécula de agua, pero podría repartir su energía excitando distintos modos; digamos, el fundamental del primer modo y el tercer armónico del tercer modo (400=100+3x100). El problema es que las probabilidades de que un fotón excite varios modos son menores. Al igual que los armónicos del saxo, son más débiles en volumen que la nota fundamental, el agua también es obstinada en cuanto a absorber fotones que exciten sus armónicos más altos. La consecuencia es que el mecanismo aquí descrito es muy ineficiente para la absorción de fotones rojos y prácticamente incapaz de hacerlo con fotones más energéticos, que necesitarían repartir sus energías aun en más armónicos.

Es así como el agua es transparente para todo el espectro visible, salvo para el rojo, para el que es ligerísimamente opaca. Por eso es necesario un gran volumen del líquido para despojar a la luz blanca de una parte apreciable de sus fotones rojos. El efecto final es una luz color turquesa, típica de las piscinas o de playas de arenas blancas que reflejan bien la luz desde el fondo marino. En mares más profundos es mucha la luz que se absorbe debido a otros fenómenos, apagando el tono para ofrecernos un azul más oscuro. Ese que, melancólico y triste, contempla por última vez el mayor Tom desde su pequeño tarro de lata. A sus ojos, la Tierra no es más que un punto azul pálido.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.