Hasta que valga la pena vivir

Constanza Michelson
Foto: Roberto Candia

Hace un año y medio la psicoanalista partió escribiendo su último libro publicado por Planeta. Son ocho ensayos que terminaron de redactarse después del estallido social en Chile, justo cuando la consigna "Hasta que valga la pena vivir" -título del libro- se hizo recurrente en las pancartas de las calles y las protestas ocurridas en el país. Acá, un extracto del tercer libro de la autora Constanza Michelson.


¿Qué estás soñando estos días? ¿Tiene sentido esta pregunta? Quizás les resuene a los interesados en la autoayuda, que siempre buscan respuestas sobre cómo vivir, o a los neurólogos, que encuentran los impulsos eléctricos para explicar el mal dormir. Pero estos no son tiempos de preguntas –menos acerca de lo que pensamos mientras dormimos–, sino de posiciones declarativas, en que cada uno cree ser lo que piensa.

El tiempo percibido por la generación joven es, según Zygmunt Bauman, puntillista. Como los cuadros de Sisley, donde cada punto está cerrado sobre sí mismo, cada uno requiere atención especial, y al mismo tiempo cualquiera de ellos puede convertirse en un Big Bang: se trata de muchos solos juntos en un estado de emergencia continua.

El acto de soñar, de ser soñado por otro en nosotros mismos, ya no seduce ni perturba. Tampoco Dios como lugar de alteridad; hasta el diablo ha perdido prestigio: con suerte es un temor fragmentado, partido en múltiples pequeños terrores que parecen manejables (el cigarrillo, el inmigrante, la dependencia amorosa u oxidarse celularmente). La angustia se ha vuelto, antes que existencial, especialmente corporal. El terrorista siempre puede estar adentro de uno mismo: una enfermedad inesperada, un ataque de pánico, un deseo trasgresor. Hubo una mujer que llevaba algún tiempo teniendo sueños angustiosos. Una noche, a diferencia de las demás, se le vino el pensamiento de que su sueño no podía ser personal, "entre millares de personas, yo no debía ser la única condenada por la dictadura a soñar tales cosas".

A la periodista alemana Charlotte Beradt se le ocurrió que su sueño era político. Y sin ningún afán científico o premonitorio, entre 1933 y 1939 recopiló unos trescientos sueños y describió, sin saber, el mundo anímico previo a la Segunda Guerra Mundial. El espíritu del ser humano estaba en guerra antes del gran estallido, ese es el testimonio de su libro. Lo que parece subjetivo e íntimo es también una manifestación del estado de una época. Luego, la pregunta por nuestros sueños comienza a parecer más relevante. Beradt pudo realizar una "sismografía" de la vida íntima de la política del Tercer Reich, porque precisamente entendía la intimidad como algo anudado colectivamente. Por el contrario, el tiempo del puntillismo implica suponer que no hay nada más propio que lo íntimo, como si fuera un mundo en sí mismo que, paradójicamente, se exhibe a los otros para ser reconocido. Sin el componente de reconocimiento externo, tal intimidad es vivida como si no fuera real, hay sensación de vacío, lo que demuestra que la experiencia interior está anclada en el exterior, en los otros.

El poeta croata Radovan Ivsic decía que a una sociedad se la evalúa por el lugar que les da a los sueños. Hoy se duerme, pero no se sueña, porque desde la Ilustración en adelante el programa humano ha empujado a iluminar toda la caverna. ¿Qué hacer con ese saber nocturno? El individuo moderno no quiere saber demasiado de lo que no coincida con su supuesta identidad.

En el ser humano no hay un gran fundamento instintivo que guíe nuestra conducta. Se nace con un cuerpo que no explica qué hacer con él, salvo unos cuantos asuntos, como por ejemplo el instinto de succión. Algunos dirán que comer también lo es, que se trata de una necesidad vital, sin embargo, no hay nunca un comer "justo" para un ser humano, se come de más o de menos; hay especialistas para intentar encontrar ese punto exacto. La comida, como otros objetos, para los humanos está desquiciada. No hay un objeto adecuado al deseo: mientras que la necesidad busca alimentarse, el deseo se relaciona con el alimento de formas trastornadas. El deseo pervierte la linealidad del instinto.

Si el deseo es un rodeo por las cosas, es porque es en primer lugar deseo de otro. Al animal humano no le basta con alimentarse, sino que necesita que su grito primario sea escuchado por otro: tener un lugar en otro es lo que humaniza. Los estudios del hospitalismo –niños huérfanos o abandonados en hospitales– muestran que no basta con satisfacer las necesidades básicas, sino que el contacto humano es clave para evitar trastornos graves del desarrollo o incluso morir prematuramente. El desamparo en el origen que nos lleva a depender durante mucho tiempo de un cuidador, más el hecho de que la relación humana está cruzada por el lenguaje –debemos dirigirnos al otro y ser interpretados por este–, es lo que nos separa de la relación directa con los objetos del mundo, incluso del propio cuerpo.

Esta separación humana de las cosas es la causante del vacío estructural y que tiene como efecto la aparición del deseo, que buscará por siempre de manera infructuosa –no por eso infeliz– alcanzar el objeto soñado de satisfacción. Esa rotura humana –estar vaciados de las cosas en sí– es lo inconsciente. Cada época resuelve a su manera esta trizadura, la extrañeza del ser humano consigo mismo y el límite que lo constituye.

Si no estamos definidos desde la estabilidad de instintos que expliquen las conductas ni fijen ritmos, nuestra conciencia como especie va mutando. Los antiguos tenían una relación con la pregunta que los confrontaba a un límite en su saber; las respuestas a los enigmas de la vida no se localizaban dentro de sí mismos, sino en el oráculo, los mitos y las religiones. Para los griegos, por ejemplo, el límite era la definición misma de lo humano, por eso se llamaban a sí mismos "mortales"; luego fue Dios quien ocupó el lugar de las respuestas y la propiedad sobre el destino y el cuerpo. Los mitos y las religiones tramitaban en la cultura las contradicciones propias del humano, la presencia del bien y el mal.

La Ilustración y la secularización del mundo modificaron el dibujo del adentro y el afuera. El programa de la Modernidad ha sido buscar controlar a esos dioses caprichosos, cubriendo el miedo cósmico que es atávico en el animal humano, a través de la fe en la razón técnica: controlar la naturaleza, el cuerpo y las relaciones con otros como motor de los grandes entusiasmos.

Pero las cosas no salieron exactamente como fueron planificadas. Para la filósofa estadounidense Susan Neiman, el desastre de Lisboa en 1755 –terremoto, maremoto e incendio– marcó la filosofía moderna del mal. El pensamiento separó    a los desastres naturales de los males morales: los primeros, caprichosos; los segundos, intencionales. Si la naturaleza no era del todo manipulable, la esperanza quedó relegada a la posibilidad de controlar el mal humano. Sin embargo, casi dos siglos después, las ambiciones modernas se derrumbaron con Auschwitz. "Lisboa reveló la lejanía entre el mundo y los seres humanos; Auschwitz reveló la lejanía entre los seres humanos y ellos mismos. Si el proyecto moderno se propuso desenredar lo natural de lo humano, la distancia entre Lisboa y Auschwitz puso en evidencia las dificultades de mantenerlos aparte".

Ninguna ingeniería social puede controlar lo humano, porque toda moral conlleva su propia opacidad. Una lección de los grandes proyectos del siglo xx es que el límite parece ser una condición para la vida. Pero existe la amnesia social y el siglo xxi hace su arremetida: la promesa de que esta vez sí, ahora a través de una inteligencia superior, artificial, el mejoramiento humano y una supervoluntad propia de las nuevas generaciones, el proyecto podrá llevarse a cabo.

El matrimonio entre las neurociencias, el dataísmo y el tecnocapitalismo modifica el paisaje interior: el sujeto, identificado con el organismo, con "eres tu cuerpo", no tiene nada que descifrar por sí mismo, confiamos en que existe una respuesta para todo, y esta vez se localiza en las conexiones cerebrales. Enchufados, fundidos, desconectados, son modos en que referimos nuestro estado mental. El Big Data pasa a ser un nuevo padre al que no se le opone resistencia, porque se asume que ese dato eres tú mismo.

En este escenario, ¿cómo se habita políticamente el lenguaje? Al parecer, cada vez más como si fuéramos electrodomésticos. Dependientes de expertos que señalen el camino de cómo vivir las experiencias: científicos, coachs, doulas, influencers, animadores de cumpleaños. Según los terapeutas infantiles, las consultas de los padres son cada vez más prematuras; si hace una década la preocupación estaba puesta en el desempeño académico de niños escolares, hoy la ansiedad de los padres comienza desde que sus hijos aún no caminan.

Esta es la paradoja del tiempo puntillista: la subjetividad posmoderna, contrafácticamente, erige una moral individualista, pero es tremendamente poco autónoma y cae con facilidad en el pensamiento en masa: caer en corrientes homogéneas, actuando al mismo tiempo, como si se fuese un ser único.

A fines de 2018, Yuval Harari, autor de Sapiens, escribió: "Los cerebros hackeados votan". Se trata de un artículo acerca del peligro que acecha a la democracia bajo el dominio de las fake news y la manipulación a través de algoritmos. De acuerdo con las decisiones políticas de los últimos años, en que la ciudadanía es capaz de pegarse un tiro en el pie –como en el caso del Brexit o del votante inmigrante y femenino de Donald Trump–, el historiador sospecha de la capacidad de razonar frente a lo que la política digital es capaz de hacer. No se trata de algo nuevo, porque a pesar de que los seres humanos tenemos voluntad, nuestras decisiones están cruzadas por condiciones sociales y biológicas que pueden ser manipuladas por otros. El liberalismo es un mito, afirma, el libre albedrío no tiene realidad científica; somos, entonces, animales pirateables desde siempre. Sin embargo, para Harari la capacidad técnica de manipulación actual, más la ficción liberal de que somos nosotros mismos quienes determinamos, ajenos a cualquier influencia, nuestras decisiones hacen que estos tiempos sean particularmente sensibles al hackeo mental. "¿Cómo funciona la democracia liberal en una era en la cual los gobiernos y las empresas pueden piratear a los seres humanos? ¿Dónde quedan afirmaciones como 'el votante sabe lo que le conviene' y 'el cliente tiene la razón'?", se pregunta el autor. Antes que desmoralizarse, dice, sospechar del libre albedrío podría ser "una apasionante aventura de exploración"; nos guste o no, evitar identificarnos firmemente con cualquier pensamiento o deseo que surja en nuestra mente es un desafío para enfrentar las capacidades técnicas de estos tiempos.

Soy donde no pienso. Esa es la fórmula de lo humano para Harari, que Freud llamó antes el sujeto roto por su inconsciente. La idea de que no somos transparentes a nosotros mismos genera siempre el mismo escándalo, aunque cambie el color moral o político de la crítica. Para la sociedad victoriana la propuesta freudiana era escandalosa desde el punto de vista sexual: la perversión estructural, la bisexualidad innata y la sexualidad infantil eran inconcebibles. Hoy, liberación sexual  mediante, aún resulta insoportable suponer que no sabemos todo de nuestra sexualidad. Por más nombres y clasificaciones que prometan libertad, estas nuevas denominaciones van dejando rehenes en el camino. La ilusión de una sexualidad manipulable hoy es liberal, antes fue conservadora; sin embargo, la revolución que modificó la aceptación de las prácticas sexuales dejó intacto el pánico a la opacidad. Lo que es realmente incorrección política hoy –nada que ver con el entusiasmo del lenguaje sin filtro de los grupos de ultraderecha, eso es solo vulgaridad y violencia– es aceptar que existe un "más allá del principio del placer": el proyecto por el placer nunca viene solo. De ahí que los nuevos vínculos sociales, aparentemente basados en un hedonismo aliviado de las presiones de otros tiempos, no produce necesariamente felicidad, sino que también angustia. Todo indica que no hay hedonismo feliz.

Del psicoanálisis se pueden decir muchas cosas, pero no que sea un progresismo. Por cierto, tampoco una fuerza reaccionaria –otra cosa es la posición de quienes lo ejercen–, pero la disputa respecto de su posición política no es posible pensarla en tales coordenadas. El psicoanálisis no puede ser ni conservador ni progresista porque es una teoría de la noche. Si en algo cree, es en que somos seres soñados. Animales atravesados, cada noche, por una escritura no ejecutada por la razón.

El "yo roto" es el sujeto del psicoanálisis, pero en ningún caso se trata de una consigna reivindicatoria para zurcirlo. Serviría como el título de un ensayo de denuncia, sí, para decir que está roto, pero que está bien así, bien roto. No es poco decir, porque la mayor de las instituciones del siglo xxi es precisamente un yo que nada quiere saber de sus trizaduras. Lo que el psicoanálisis combate es la idea de que el yo es yo, y ve como algo inevitable encontrarse con la propia inconsistencia. Esta trizadura es lo inconsciente, y es precisamente el lugar de la singularidad, es nuestra diferencia radical con los otros, pero también respecto de nosotros mismos: hay tanta distancia entre el yo y el otro como entre el yo consigo mismo.

Ya no se cree en lo inconsciente, aunque la experiencia demuestre que está ahí, intacto, manifestándose en nuestras inconsistencias, sueños y arrebatos. Según una breve recopilación de sueños hecha a través de las redes sociales, los contenidos que se repiten son lo traumático del encuentro con el sexo, la castración (los sueños de no poder realizar algo), la vergüenza, lo que no sabemos que pensamos. Lo de siempre, la dependencia al sexo, al cuerpo, al mundo y a la muerte. Aunque estos parezcan tiempos prefreudianos, en los sueños aún somos otros que nosotros mismos, mortales, aunque en ellos casi nunca morimos.

El lenguaje científico no está a la altura de la medida humana, de su angustia, de su laberinto: soñar pone en juego las paradojas del tiempo y el punzante enigma de la muerte. Por más que se estudien, los sueños siguen generando extrañeza y no cesan de operar como "agujeritos que existen a todo lo largo de esa inmensa construcción cultural que llamamos realidad".

Aun así, aparentemente no hay fuerza moral para soportar y reconocer la grieta de la idea de sí mismos y convivir con ella; con suerte la contradicción es vivida como un déficit o una enfermedad mental, o sencillamente atribuimos todo el mal y el error a otro, exacerbando la paranoia.

Es paradójico: hoy somos conscientes de estar atravesados por cuestiones que no controlamos –el lenguaje, el deseo, las relaciones sociales–, por lo tanto, de estar lejos de autodeterminarnos y ser transparentes a nosotros mismos. Sin embargo, presenciamos una especie de rehabilitación del yo cartesiano que opera como si cada uno fuera su propio fundamento: pienso luego existo. Se reconoce que la subjetividad se encuentra sujeta a distintos regímenes de dominación –género, raza, clase– y que ser conscientes de ello permite desmontar algo de esas determinaciones. Sin embargo, y este es el punto problemático, se asume (conscientemente o no) que es el yo el que puede hacer ese ejercicio de deconstrucción, entonces ¿es acaso el yo un sujeto trascendental que lo ve todo? ¿Habría en los "deconstruidos" una superioridad vital y moral respecto de aquellos que no han llevado a cabo esa práctica? ¿Están más desalienados?

Bajo el supuesto de que lo humano es lo mismo que el yo, como fuente y origen de todo, el efecto es suponer que basta con reconocer que estamos socialmente construidos para desarmarnos a voluntad. No es que el deconstruccionismo ignore lo inconsciente, hay diversas teorías que lo abordan; sin embargo –arriesgo una hipótesis–, aunque hoy hay un renovado interés por autores cuyo paradigma es lo descentrado, el rizoma y la deriva, hay una "ansiedad cartesiana" que lleva a muchos a repetir estas teorías como consignas, pero desde un lugar totalmente centrado, poco fluido y fijo: el yo. El problema es que la teoría de la "construcción social" utiliza al lenguaje como si fuera un instrumento más, que nos pertenece como cualquier objeto mudable. Pero ser cuerpos hablantes significa otra cosa, significa en primer lugar que el sí mismo, el yo, no es lo que comanda lo que somos.

Si la subjetividad reducida a la biología por el neuroesencialismo lleva a las personas a tratarse a sí mismas como electrodomésticos, el deconstruccionismo "yoico" lleva a que el lenguaje terapéutico se confunda con el político: el ofenderse, la exaltación de lo afectivo y el trauma son utilizados de forma poco afortunada en muchas ocasiones.

"Deconstruirse" es un ejercicio que emancipa sin duda, porque rompe con lo homogéneo de la producción de subjetividad neoliberal, que habla de las personas en el lenguaje económico empresarial: valor propio, gestionar el talento, debilidades y fortalezas. Si bien no es tan cierto que podamos "desinventarnos, al menos podemos mejorar la contestabilidad de las formas de ser que han inventado para nosotros". Pero cuando no incorpora lo inconsciente como rotura en su análisis, se convierte en una forma extrema de antropocentrismo, un creacionismo laico. No se puede tapar lo inconsciente con un dedo, y la incertidumbre, lo no controlable, lo no asumido, retorna en la forma de una inquietud insoportable: la ansiedad. Si la enfermedad se llama yo, la ansiedad es su síntoma.

Quizás no es casual que la droga de las generaciones más jóvenes sean los tranquilizantes. Según un artículo de The Economist, los nacidos a partir de 1997 son la generación más estresada, deprimida y obsesiva con la autoobservación. No heredaron los miedos de la anterior, los temores que tuvimos quienes fuimos adolescentes en los noventa, como el embarazo

precoz o el alcoholismo, asuntos que seguramente eran las ansiedades de nuestros padres. La llamada generación Z, dicen, es menos hedonista que las anteriores. Una causa podría ser que a sus padres se les ocurrió que tenían una misión, que vendrían a arreglar el desastre, pequeños héroes del fin del mundo. Les dijeron que eran el futuro, que estaban preparados para ser más libres y que podían cambiarlo todo, que todo se podía.

Para quienes nacimos en el siglo xx, la palabra todo no puede ser más que una metáfora. Por el contrario, precisamente cuando creímos en lo infinito, olvidando que límite y deseo son cosas que van de la mano, caímos en el exceso, en las fantasías totalitarias y literales que van inevitablemente contra la vida.

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