Lagos




C UANDO RICARDO Lagos asumió la Presidencia en marzo del 2000, la prensa extranjera destacó que él era el primer socialista que llegaba a La Moneda después de Allende. En rigor, representaba a la izquierda que había asimilado las lecciones de la tragedia de 1973 y entendía que la primera exigencia era gobernar de un modo fructífero e impedir que el país se deslizara hacia una nueva crisis. Ello implicaba comprender que los empresarios no eran "el enemigo de clase", sino un sector de la sociedad con el cual el Estado debía establecer relaciones de cooperación para que Chile avanzara en todos los ámbitos. Lagos ensanchó la vía abierta por los gobiernos de Aylwin y Frei, y demostró que era posible potenciar la modernización capitalista y, simultáneamente, apostar fuerte por la inclusión social. Haberlo entendido así permitió que, más allá de cualquier insuficiencia, Chile progresara como nunca antes en los 20 años de la Concertación.

Al anunciar en septiembre pasado, en medio de la crisis de confianza y la alta desaprobación al gobierno, que estaba dispuesto a asumir un nuevo reto presidencial, Lagos tenía plena conciencia de que el camino no estaba pavimentado. Se trataba de revitalizar una perspectiva progresista en condiciones adversas: el capital de credibilidad de la centroizquierda había sido dilapidado por el experimento de la Nueva Mayoría.

Fue muy difícil la misión que se impuso: abrir un nuevo cauce de progreso, pero evitando el conflicto con Bachelet; sugerir otro modo de concebir las reformas, pero sin criticar demasiado las actuales; favorecer el cambio, pero aparecer como encarnación de la continuidad; hablar del futuro, pero demasiado limitado por el presente. La explicación de todo esto no es solo política, sino también sentimental. Aunque su trayectoria ha sido propiamente la de un socialdemócrata -como sus amigos Felipe González y Fernando Henrique Cardoso-, Lagos se siente parte de la tradición de la izquierda, y lo último que quería era ser visto como desleal con la Mandataria en funciones. Muchas personas ajenas a los partidos simpatizaron con su postulación, pero él optó por asociarla con una coalición en crisis. Al final, fue un esfuerzo por cuadrar el círculo en una época en la que la política tiende a ser capturada por la liviandad y el oportunismo.

Al respaldar a Guillier en vez de Lagos como candidato presidencial, el comité central del PS se inclinó por la precaria forma de hacer política que sigue la dirección de los vientos, y que, precisamente por eso, expone a sus promotores a la posibilidad de quedar desnudos ante la primera ventolera. El PS no hizo una apuesta doctrinaria ni programática, sino fuertemente condicionada por los empleos públicos. Y estuvo dispuesto a entregar un cheque en blanco a una persona de ideas más bien confusas. Eso lo dice todo.

Lagos puede estar tranquilo en esta hora. Cumplió con su deber como líder democrático ayer y hoy. Cuando se apague la vocinglería demagógica, se valorará adecuadamente su enorme aporte a la recuperación de las libertades y la construcción de un mejor país.

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