¿Un mundo sin Estados Unidos?




El reciente fallecimiento de Fidel Castro cerró para siempre un capítulo de la historia de Cuba y del siglo XX, y abrió una nueva etapa llena de expectativas y temores. Pero también sirvió para descubrir algunas pistas acerca de qué esperar sobre la Política Exterior del Presidente electo Donald Trump.

Básicamente porque, en una muestra de lo que se espera sea su estrategia de línea dura con La Habana, Trump amenazó con frenar el deshielo entre Estados Unidos y Cuba iniciado por Barack Obama. Esto, si el régimen encabezado por Raúl Castro no demuestra cambios políticos en la isla, como la liberación de disidentes, el establecimiento de libertad política y religiosa, y la entrega de fugitivos estadounidenses.

Sólo aumenta la incertidumbre en torno al futuro de la normalización de relaciones que ambos gobiernos iniciaron en diciembre de 2014. Porque si Trump decide cerrarle las puertas a Cuba o incluso imponer más presión política o económica a la isla, podría acabar empujando al régimen hacia una nueva estrategia de endurecimiento y represión, que solo generaría más sufrimiento a los cubanos e incluso una eventual nueva oleada de balseros rumbo a las costas de Florida.

Pero Cuba no ha sido el único tema sobre el cual Trump se ha pronunciado. Basta recordar sus dichos sobre marginar a EE.UU. del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP por sus siglas en inglés) —del cual Chile forma parte—, los que causaron preocupación e incertidumbre mundial, a pesar de asegurar que en su reemplazo buscará concretar nuevos acuerdos bilaterales. ¿Y qué características tendrían esos nuevos acuerdos? Trump no entró en detalles.

Asimismo, durante la campaña también habló de revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), de modo que México y Canadá no deberían sorprenderse si en una próxima declaración este acuerdo —que entró en vigencia en enero de 1994— se convierte en el blanco de sus dichos.

Muchos ya hablan de una nueva etapa de aislacionismo del gigante norteamericano; algo que, en todo caso, no sería nuevo. Basta recordar que Estados Unidos no entró a la Segunda Guerra Mundial sino hasta diciembre de 1941 —tras el ataque japonés a Pearl Harbor—, a pesar de que Alemania había iniciado este conflicto en 1939 al invadir Polonia. Una clara demostración del poder que en ese momento tuvieron corrientes políticas y grupos de interés que defendieron la idea de que los europeos debían resolver solos ese nuevo conflicto.

Trump ha dicho, por ejemplo, que una de sus prioridades es derrotar al Estado Islámico. Pero para él eso no significa, necesariamente, buscar una solución a la guerra civil en Siria, que va camino a extenderse por casi seis años.

En ese contexto, se siguen sumando las interrogantes. ¿Qué hará el gobierno estadounidense si se reactiva la violencia sectaria entre chiitas y sunitas en Irak? ¿De qué manera reaccionará Washington frente a escenarios de conflicto actuales como Yemen, Sudán o Somalia? ¿Y si Rusia decidiera anexar territorios de países como Letonia o Estonia, del mismo modo que lo hizo con la península ucraniana de Crimea?

Desde fines de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha sido un poder en permanente crecimiento político, económico y militar. Y por lo mismo, durante décadas ha recibido críticas por intervenir en diferentes regiones del mundo; casi tantas como cuando no lo ha hecho.

Cuesta creer que Estados Unidos esté dispuesto, voluntariamente, a renunciar a su rol de superpotencia. A distanciarse de aliados históricos y a ceder cuotas de poder reales a otros actores del sistema político internacional contemporáneo, como China o Rusia.

Esa sería una decisión que tendría altísimos costos para el propio EE.UU., fundamentalmente porque Washington ha sido el principal interesado en que exista un orden a nivel mundial en el que tenga un rol protagónico. Retirarse sería dejar en manos de otros su propio futuro y eso es algo que no puede permitir.

Entonces, ¿qué podemos esperar? Probablemente un Estados Unidos más renuente a involucrarse en nuevos conflictos, como lo hizo el propio Obama desde que llegara a la presidencia en 2009. En parte, porque aún pesa —y pesará durante mucho tiempo— la sombra de Afganistán en Irak. Pero también porque las guerras son caras; muy caras. Y en este momento la reactivación de económica —fundamentalmente la generación de empleos— será la prioridad de Trump.

En términos diplomáticos, este nuevo Estados Unidos podría preferir actuar de manera colectiva, en el marco de organizaciones de alcance global o regional. Y obligando a otros países a que jueguen un rol de mayor compromiso en la mantención del orden mundial.

Siendo así, tal vez la llegada de Trump represente una oportunidad para otros países y bloques regionales que deseen dejar de ser meros espectadores y quieran pasar a un rol más protagónico. Y frente a eso, resulta fundamental el consenso en torno a la defensa de la democracia como modelo de gobierno, el respeto a los derechos humanos, a la diversidad humana y a la libertad de expresión. Porque la historia ha demostrado que, de lo contrario, el mundo siempre ha terminado pagando un alto precio.

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