Paul, el perdedor




A muchos futbolistas, sobre todo aquellos que abrazaron el deporte para librarse de una infancia marcada por la pobreza o la delincuencia, el fútbol les ha dado todo. Son unos agradecidos porque el fútbol cambió el rumbo de sus existencias, aparentemente condenadas a un final triste, aciago, gris. Cambiaron el hambre por la gloria, la soledad por el calor de los hinchas, la precariedad por el confort que da el dinero.

Sin embargo, a Paul Gascoigne el fútbol le dio nada. En sus 19 años de carrera -debutó en el Newcastle en 1985 y jugó su último partido en el otoño de 2004, con la camiseta del Boston United-, los grandes títulos le fueron negados: nunca ganó la liga inglesa ni tampoco la italiana y con la selección de Inglaterra sólo fue a una copa del mundo, a pesar de ser uno de los mejores futbolistas ingleses de la historia.

Este año cumplirá 50 y como refiere una nota aparecida en el diario El País, de España, lo suyo es la historia de la destrucción de un genio a cámara lenta. Porque ese mediocampista que brillara con la camiseta del Tottenham Hostpur -y que fuera aplaudido por el juego desplegado en el Mundial de Estados Unidos en 1990- está a años luz del personaje que hoy vive prácticamente postrado por las consecuencias de un alcoholismo que no ha podido dominar.

Aunque duela decirlo, Gascoigne encarna la decadencia en estado puro y cada aparición en la prensa no hace más que sumirlo un peldaño por debajo de donde uno creía que ya había tocado fondo. En julio del año pasado se le vio tan derruido que era difícil convencerse de que ese hombre, delgado en extremo, con el semblante envejecido, decrépito, y que bajaba de un taxi cubierto apenas por una bata de levantar -y que dejaba ver sus genitales y el torso desnudo- fuera él.

La nota de El País también da cuenta de su última irrupción en los medios. Fue en diciembre de 2016. El artículo detalla su ingreso a un hospital londinense con fractura de cráneo y varios dedos rotos, a consecuencia de haber rodado por la escalera de servicio de un hotel en Londres. Gascoigne había proferido insultos racistas a dos pasajeros, quienes respondieron golpeándolo y lanzándolo escalera abajo.

No hay que hurgar demasiado para caer en la cuenta de que la de Paul Gascoigne es la crónica de un chico que siempre estuvo demasiado solo o que se rodeó de gente que nunca se preocupó en verdad de él. Creció en los suburbios de Newcastle, en el seno de una familia obrera, con un padre que nunca estuvo para orientarlo respecto de qué estaba bien y qué estaba mal. Murió tempranamente, cuando su hijo ya cometía pequeños robos y buscaba en el alcohol la contención que no encontraba en su entorno.

El fútbol llegó para darle una vida que jamás imaginó, pero para su desgracia los estadios llenos, los aplausos y los elogios de la prensa no fueron suficientes. Qué ganas de saber qué pasaba por la cabeza de Gascoigne cuando se encontraba a solas consigo mismo, qué veía cuando se miraba en el espejo, cómo imaginaba su futuro en los días en que era admirado y aplaudido por todos.

Me atrevería a decir que esa vida mereció otro destino que el que finalmente le tocó en suerte. Que hubiera sido justo que alguien lo rescatara. Que le tendiera una mano de la que nunca hubiera podido soltarse. Sobre todo ahora que hemos pasado de la admiración a compadecerlo.

Si de mí dependiera, intentaría que viviera de nuevo a partir de un momento que podría ser un punto de inflexión en su vida: la tarde del 15 de junio de 1996, cuando Inglaterra enfrentaba a Escocia por la Eurocopa. Esa tarde, Gascoigne le regaló al mundo parte de su talento al anotar uno de los goles más bellos de la historia. Ojalá existieran las segundas oportunidades.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.