Se asoma el Papa




Como todas las cosas que conciernen a las creencias, las iglesias y el Papado, el reciente anuncio de que el Papa Francisco visitará Chile en enero de 2018 admite múltiples niveles de lectura. En un orden de mayor a menor, lo primero ha de ser la perspectiva regional.

Francisco, el primer Papa latinoamericano de la historia, estuvo ya en Brasil, México, Cuba (¡ja!, selección de países que han tenido visitas de los últimos tres papas) y el circuito bautizado como "la América indígena", con Paraguay, Bolivia y Ecuador. La agenda de enero del 2018 contempla Perú y Chile, ¿la "América andina", la "Alianza del Pacífico", el "oeste del Cono Sur", cómo habría que llamar a esta subsección? ¿Y por qué es necesario llamarla de alguna manera, por qué no pueden ser sólo Perú y Chile?

Pueden ser, pero al Papado -no a Francisco, sino a la institución- le gusta ofrecer un marco conceptual para sus acciones, como ocurrió en el curioso caso de la "América indígena". Una segunda razón, mucho más importante, es que este Papa, no cualquiera, sino Jorge Mario Bergoglio, necesita una buena explicación para no incluir en una visita al sur de América a su país natal, Argentina.

Todas las especulaciones procedentes de la Santa Sede imaginaban, hasta la semana pasada, una gira que incluiría a Uruguay, Argentina y Chile, lo que constituye esa unidad llamada Como Sur. No fue así. La elección fue la más extraña de todas: dos países del Pacífico que sólo tienen conexión significativa en sus mayorías católicas, y que corren, como notaría un escolar flojo, de norte a sur. Una nadería.

Desde la perspectiva de la diplomacia católica global, la exclusión de Argentina es un problema clamoroso. Al revés de Juan Pablo II, que desde el día en que fue ungido pujaba por visitar su Polonia natal en contra de la voluntad del régimen comunista, Francisco dilata y evita el viaje a su país, a pesar de que el régimen democrático no hace más que reiterar sus invitaciones, muchas en público, muchas más en privado.

Durante los años en que Cristina Fernández de Kirchner le extendió todas las invitaciones posibles, la explicación extraoficial en el Vaticano era que el Papa no quería intervenir en la política interna argentina y menos ser utilizado por el gobierno. Sería fenomenal que los papas contuvieran la tentación de intervenir en la vida política de sus países, pero ello no ha ocurrido en la mayor parte de la historia.

Los papas italianos estaban contemplados dentro de la ecuación de la política romana -y no sólo por el hecho de que el Estado Vaticano está dentro de esa ciudad. El Papa Wojtyla desarrolló una amplia actividad en Polonia, en connivencia con Lech Walesa y el sindicato Solidaridad, mientras el general Jaruzelski se tiraba los pelos en el Palacio Koniecpolski. En cuanto a Francisco, por lo menos hasta el 2015 la evidencia de su intervención casi cotidiana en la política argentina era muy voluminosa, y constituía uno de los mayores secretos a voces de Buenos Aires. Precisamente, una de esas acciones -que el Papa no consideró como intervención, pero el gobierno sí- fue la causa de su confrontación inicial con el Presidente Mauricio Macri.

El desarrollo de esta historia ha sido desgarrador. Como era obvio, en cuanto asumió, el Presidente Macri entró en campaña para obtener la visita de Francisco. Se esperaba que un hito de ese proceso fuese su primer encuentro en el Vaticano, en febrero de 2016, pero esa reunión fue una catástrofe, porque el Presidente le reclamó al Papa que le hubiese enviado un rosario bendecido a la dirigenta jujeña Milagro Sala, arrestada bajo acusaciones de corrupción e instigación a la violencia. El Papa rechazó con enojo esa queja y la reunión terminó abruptamente 22 minutos después de comenzar.

Sala, contra quien se han abierto ocho causas judiciales, hizo de la organización barrial Túpac Amaru una extensión del kirchnerismo callejero en el norte de Argentina y fue por sus reiterados llamados a tomarse la plaza y las calles principales de San Salvador de Jujuy que el gobernador la puso tras las rejas. El regalo papal del rosario se hizo público 12 días antes de que Macri viajara al Vaticano, por lo que era un asunto hirviente en el momento de la cita.

Después de esa reunión malograda se sabía que vendría una segunda, ahora motivada por la canonización del "cura gaucho", José Gabriel Brochero. La ceremonia estaba prevista para el 16 de octubre del 2016, y en los siete meses que transcurrieron entre ambos encuentros floreció en Buenos Aires una verdadera industria de mediadores que asegurarían la reconciliación entre el Presidente y el Papa, la que sería probable y naturalmente coronada con el anuncio de una visita. Como siempre pasa con Argentina, era imposible saber cuántos de estos voluntarios tenían real acceso al Vaticano, aunque se podía sospechar que -también como siempre- serían los menos.

Pero el Papa terminó con ese negocio el último día de septiembre de 2016, cuando emitió un mensaje inédito -en soporte y en contenido- dirigido sólo a los argentinos, en el que les explicaba que no podría visitarlos en lo que quedaba de 2016 y tampoco durante 2017, porque la agenda mundial ya estaba copada. Con ese gesto desinflaba de antemano las expectativas cifradas en el segundo encuentro con Macri, que en efecto se convirtió en un inocuo acto de protocolo.

Dentro del singularismo argentino, el Papa está indudablemente más cerca del peronismo, y es enemigo del "pensamiento único" que para él debe encarnar Macri. El "pensamiento único" es un concepto tomado de Herbert Marcuse por el fallecido profesor uruguayo Alberto Methol Ferré -gran amigo e inspirador de Bergoglio-, para denunciar algo que se podría identificar como el Consenso de Washington, aunque él mismo lo llamó neoliberalismo, hegemonía capitalista y otras cosas más difusas. Su tesis consiste en que esta forma de la economía se naturalizó como algo inevitable, un "pensamiento único" al que es necesario desafiar. Methol Ferré fue también un fervoroso promotor del Mercosur -precisamente una de las formas de economía alternativa que deseaba alentar-, cuya ruina pasada y presente no ha de ser indiferente al Papa.

El Vaticano no ignora que una visita del Papa puede reportar grandes beneficios de corto plazo a los gobiernos. Ello fue así incluso en el caso de Pinochet, en 1987, un dato que las reinterpretaciones de la historia suelen olvidar; al revés del general Jaruzelski en Varsovia, el general chileno acariciaba la idea de recibir en persona la bendición del Papa y de sacarlo a su balcón preferido de La Moneda, como en efecto ocurrió.

En el caso de Argentina, el Papa Bergoglio simplemente no quiere dar ese beneficio a Macri, lo que quizás significa no pensar en viajes antes de fines de 2019, aunque la expectativa de la Casa Rosada es que Francisco le dedique una larga visita exclusiva en la segunda mitad del 2018.

En junio del 2016, el periodista Andrés Oppenheimer, tras declarar su abierta simpatía por las posiciones del Papa en la escena global, escribió que estimaría "políticamente erróneo y moralmente despreciable" que no apoyara al Presidente Macri en su esfuerzo por recuperar la economía argentina. Pero ahora, los católicos argentinos, con aire de resignación, parecen dar por descontado que tendrán que esperar a que el Papa evalúe de una nueva manera la situación política local.

De la elección de Chile habrá mucho que decir en los próximos meses. Por ahora, basta con la evidencia de qué sucederá en una fecha singularísima: con la Presidenta Bachelet en las últimas semanas de su gestión -punto para el embajador Mariano Fernández- y con un presidente o presidenta in pectore, preparando su gabinete para asumir el 11 de marzo. Las complejidades protocolares de esa situación no son casi nada al lado de las complicaciones políticas, cuya intensidad dependerá de quién sea el sujeto in pectore.

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