Tristezas de la globalización




El refranero popular tiene múltiples expresiones para significar que las desgracias no tienen límites.

Nuestra Presidenta popularizó la frase "Cada día puede ser peor", que, dicho sea de paso, en ocasiones parece casi una profecía.

Pero existen muchas otras, una de ella es "Eramos 30 en casa y parió la abuela", que no es elegante, pero sí expresiva; otras son políticamente incorrectas, pero divertidas: "Puse un circo y me crecieron los enanos"; los italianos suelen decir "Quando si tocca il fondo, si puó sempre scavare" (Cuando se toca fondo, siempre se puede excavar), que no está mal tampoco.

Esa es la sensación que nos deja el triunfo de Trump en las elecciones de Estados Unidos.

Previo a su elección, el economista Daniel Cohen había dicho con razón que la globalización atravesaba una "fase triste". Los países desarrollados crecían muy poco desde la crisis provocada por el brutal exceso de desregulación financiera en el año 2008.

Estados Unidos había logrado una cierta recuperación, pero no así Europa, que sumó a esa crisis la de la deuda pública.

De la mano de ese bajo crecimiento, se había producido en esa región el surgimiento de fenómenos políticos negativos, nacionalismos, manifestaciones de xenofobia y desconfianza hacia las instituciones democráticas que cristalizaron en el desarrollo de partidos antisistema en el peor sentido del término, enemigos de la Unión Europea, partidarios del proteccionismo económico, favorable a muros excluyentes, de un racismo apenas velado cuando no desvergonzadamente abiertos.

Las acciones terroristas del islamismo radical, la caída del nivel de vida, la crisis de los refugiados escapando de las guerras en el Medio Oriente y la incapacidad por parte de los gobiernos europeos para hacer una gestión conjunta de ese drama humanitario hicieron el resto.

En ese cuadro se aprobó el Brexit en el Reino Unido.

Tampoco en otras latitudes los acontecimientos eran del todo alentadores, China comenzó a bajar su expectativa de crecimiento, lo que ha tenido un efecto muy directo en América Latina, que habiendo concluido su período de bonanza comenzaba a enfrentar serias dificultades en su desarrollo.

La Primavera Arabe, transformada en rudo invierno, atravesaba un período de guerra y destrucción, que incluía a la mayoría de esos países e involucraba a otros de la misma área político-cultural, como Irán y Turquía.

La Rusia de Putin, con su economía estancada, bombeaba sus pectorales reclamando su perdido espacio imperial a través de una participación sin complejos en el conflicto medioriental y ocupando Crimea con naturalidad.

Como vemos, antes de Trump ya estábamos con escasez de buenas noticias y con abundancia de malas nuevas.

Pero no todo andaba mal.

Afortunadamente, la primera potencia mundial económica, científica y militar estaba gobernada por el Presidente Barack Obama.

En sus ocho años de mandato, Obama había contribuido a morigerar la crisis del 2008, con la cual debutó, a avanzar en temas globales como el cambio climático, a romper situaciones peligrosas como el aislamiento de Irán, a hacer crecer históricamente los espacios de autonomía de América Latina y alentar la unidad europea.

Procuró, además, no emprender nuevas aventuras belicistas y tendió casi siempre a reforzar las reglas internacionales.

Lo hizo a partir de una visión estratégica de un mundo futuro más complejo, en el cual China será la economía con el mayor producto bruto en algunos años más e India será el país más poblado del planeta y también una economía gigantesca.

Su visión estaba muy lejos de "América First", se inspiraba más bien en el arte de conjugar intereses diversos y muchas veces contradictorios a través de un uso inteligente del poder, donde la fuerza no era el primer recurso y la búsqueda de acuerdos parecía ser el método preferido. Por supuesto, cometió errores, pero les aseguro que lo echaremos mucho de menos.

Sin embargo, al presidente de EE.UU. lo eligen los norteamericanos y no el mundo; ganó Trump, con un discurso que es la quintaesencia del populismo, despreciativo de las instituciones, saltándose las reglas, invocando el espíritu de potencia, halagando a quienes la sociedad del conocimiento ha reducido su bienestar y culpando al "otro", al diferente, al recién llegado de todos los males de la globalización.

Propagó el miedo con un lenguaje de cantina movilizando con fervor a amplias capas de ciudadanos cuyo núcleo duro está constituido por blancos de un provincianismo desconfiado del mundo, de baja escolaridad y de religiosidad sectaria y simplona.

El millonario sin pudor se transformó en un extraño Prometeo frente a una concurrente muy capaz, pero demasiado confortable y desangelada, que no logró movilizar la América plural, a las minorías atacadas y defender con éxito los valores democráticos abiertos al mundo.

Triunfó el hombre que muchos años antes, cuando todavía su tez no tenía un calor anaranjado, su pelo era más oscuro y su peinado menos barroco, decía en el People Magazine en 1998: "Si yo debiera correr (la carrera presidencial) lo haría como republicano. Ellos son los votantes más tontos del país. Le creen todo a Fox News. Podría mentirles y ellos se lo tragarían todo. Apuesto que mi resultado sería estupendo".

No andaba desencaminado el hombre.

¿Qué pasará ahora?

Pese a que los primeros nombramientos son ensombrecedores, es necesario esperar. La democracia norteamericana tiene equilibrios institucionales antiguos y que funcionan. El ejercicio del poder en democracia mitiga a los demagogos, salvo cuando la hacen saltar, pero ello no es esperable.

Es deseable que los anuncios truculentos, contra los migrantes, a favor del proteccionismo, contra los avances sociales realizados por Obama, los cuestionamientos a la nueva relación con Cuba, y la revisión de las medidas para enfrentar el cambio climático, amainen y se suavicen.

Por ahora, para él pareciera que América Latina llega hasta México, donde concentra sus obsesiones; el resto parecería no existir y quizás sea mejor así, pues más vale pasar colados que pasar golpeados.

Sin embargo, mejor sería redoblar esfuerzos por desarrollar nuestra integración latinoamericana, fortalecernos para aumentar nuestra capacidad de contar más en un mundo tan incierto y peligroso, reforzar nuestras relaciones y acuerdos con Europa y Asia en primer lugar, tratando al mismo tiempo de mantener el máximo de normalidad con Estados Unidos.

Esperar también que la enfermedad populista no se transforme en pandemia. No augura nada bueno el regocijo de Marine Le Pen en Francia y de Nigel Farage en Gran Bretaña con el triunfo de Trump.

También es aleccionadora la reacción de algunos populistas de izquierda que muestran indiferencia con lo sucedido o que se alegran en silencio no solo porque comparten una parte de esas ideas, sino porque argumentan que la única manera de detener al populismo de derecha es a través de un populismo de izquierda.

Más vale que frente a los populismos lo que se refuerce sean las respuestas democráticas capaces de entender los aspectos excluyentes y regresivos del actual proceso de globalización y aprendan a darles respuesta.

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