Vender la palabra




Desde chico me gustan las palabras y, aunque existen muchas que todavía pronuncio mal, siempre trato de entenderlas bien. En mis años de básica, cuando los abriles eran lluviosos, pasaba buen rato rascando el diccionario en busca de vocablos coquetos y cosquillosos y los que me cerraban un ojito se pegoteaban en mi memoria para luego repetirlos tantas veces que, finalmente, el significante lograba romper todo significado. Me divertía con sus morfemas y lexemas aunque, por supuesto, para mis amigos eran puras leseras.

Así pude descubrir que mi apellido es una preposición, que cada "murciélago" es tan goloso que contiene todas las vocales y que "anilina", "reconocer" y "acurruca" se pueden leer al derecho y al revés. "Sopapo", "Huachipato" y "cuchuflí" siempre me parecieron graciosas pero, fonéticamente, mis favoritas eran las esdrújulas, aunque "misógino", "ludópata" y "cleptómano" tenían la piel bonita pero el alma tuerta.

De adolescente comprobé que las palabras son tan poderosas que pueden convertirse en cariño o charchazo y, bien mezcladas, "en un arma cargada de futuro", como dijo Celaya. Con las zancadillas que nos pone el tiempo comprobé que las palabras sinceras nunca son elegantes, que a "fracaso" y "error" les cuelga una fama demasiado injusta y que "empatía", "desapego" y "perdonar" deberían decirse menos y practicarse más.

Luego aprendí que la Real Academia de la Lengua considera a "electroencefalografista" como el término más extenso de todos aunque muy pronto sospeché que cuando se trata de pedir un crédito, la palabra "deuda" es mucho más larga porque pareciera nunca terminar (sí, igual que la "esperanza" cuando no se tiene nada más).

También me enseñaron que una gran jauría de nuestros vocablos llegó a esta tierra mucho antes que cualquier chileno como "huacho", "quiltro" y "pololo". En cambio, "coscacho", "macanudo" y "tarambana" las decían nuestros abuelos, pero hoy ya tienen cara de fiambre y, como dijo mi amigo Pato, si las palabras no fueran un recurso renovable, "obvio", "adiós" y "atroz" hace rato estarían extintas por culpa de los que se creen cuicos (los mismos que encuentran rasca decir "mami" o "papi"), porque claro, las palabras también definen al emisor y algunas son tan cahuineras que siempre hablarán mal de quien las dice como "roto", "peruanito" y "gallá".

Desde que tengo memoria, el mayor mantra patriota es una palabrota (el aumentativo de huevo), que inexplicablemente, fuimos capaces de convertir en verbo, adjetivo, sustantivo y vocativo. Existe otra, demasiado tullida y cargosa, que sólo sirve para dejar en evidencia nuestra cojera cultural, actuando como muletilla irritante, tiesa y disonante (¿cachai?). Alguna vez un profesor me comentó que, entre los modismos criollos, el término "cuático" es una onomatopeya que heredamos del idioma de los patos (cuac) y nosotros sólo le agregamos el sufijo "tico".

Actualmente, usamos palabras que antes no existían en el vocabulario cotidiano pero que de pronto se pusieron de moda como "resiliencia" y "coalición". Muchas otras las importamos para demostrar una sapiencia de pacotilla en cada reunión de oficina: "empowerment", "research", "awareness" y "brochure".

"Sudoku", "bloguero" y "friki" fueron paridas hace muy poco al castellano y, como padre atento y comprensivo, el diccionario de la RAE ya las reconoció, afortunadamente, también desheredó la definición de algunas y, por ejemplo, "débil" ya no es sinónimo de "femenino" ni "enérgico" de "masculino".

Mis viejos me enseñaron que la palabra se da, se empeña y se respeta, pero lo que hasta ayer no sabía, es que hoy en día las palabras también se pueden comprar. Sí, en los navegadores de Internet, muchos verbos, adjetivos y sustantivos son rematados al mejor postor, entonces, hay quienes se apropian de la palabra "amor", "familia" o "corazón", así cada usuario que la escriba en su computador, el buscador la asociará a su propietario dando como primer resultado aquella empresa dueña y señora del vocablo recién tipiado.

No es de extrañar que "sexo" y "porno", incluyendo todas sus presas y derivados sean las más apetecidas del virtual mercado pero, como la palabra "mojigato" nunca ha estado en mi vocabulario, lo que realmente me preocupa es que como existen quienes se obsesionan en comprar, acumular y abusar y hay otros que, con tal de ganar, no les importa vender lo que debería ser de todos (o de nadie), como el agua, las semillas, el mar y la lluvia (sí, en Bolivia intentaron privatizar la lluvia), quizás en un futuro imperfecto para decir palabras en voz alta o en susurro habrá que pagar o pedir permiso porque, claro, "cielo", "hijo", "nube" y "pajarito" podrían tener un dueño así, como la palabra "chao", "gracias" y "fin".

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