Columna de Héctor Soto: Un país, dos tiempos

Secundarios se toman el Liceo República de Siria en Ñuñoa, sede de la PSU.
El 6 y 7 de enero, las protestas de escolares contra la PSU inhabilitaron decenas de locales.

¿Habrá manera de conciliar ambos Chiles? De momento, no se ve cómo. Es muy posible que de la forma en que las cosas estaban discurriendo hasta octubre pasado, el país no haya sido viable en el largo plazo: se estaba acumulando un fuerte descontento y al final eso siempre se paga.



Llevamos más de 12 semanas desde el estallido y seguimos a ciegas. Hay montones de teorías y explicaciones y, no obstante que muchas parecen razonables y plausibles, lo cierto es que siguen sin convencernos. Podemos aceptar que hubo coordinación en los atentados del Metro, pero todavía no encontramos el eslabón que permita unir eso a todo a lo que vino después, muy especialmente al enorme apoyo que un sector importante del país -aparentemente mayoritario y aparentemente moderado- les dio a las manifestaciones y protestas, no solo a las pacíficas, sino incluso a las de ribetes violentos. Este sigue siendo un enigma. Algo de ese apoyo se ha erosionado, quizás, a raíz del matonaje envuelto en acciones como las que realizaron los grupos que impidieron que se rindiera la PSU esta semana. Pero no hay razones de peso para creer que este desgaste haya quebrado la empatía básica que alimentó la hoguera.

El clima político, las expectativas y el orden público, no obstante que los incidentes violentos muestran una fuerte caída, siguen en la sala de urgencia. Y nada hace pensar que puedan salir de allí, básicamente porque la confianza en las instituciones está en los suelos, porque hay gente que cree cada vez menos en la democracia, porque a muchos grupos no les cabe en la cabeza otra cosa que la destrucción y el fuego para expresar su descontento y, en fin, porque pareciera que llegamos al momento en que se completó la desconexión entre lo que discute el sistema político (reformas sociales importantes, el proceso constituyente en curso) y lo que siente el contingente más radicalizado que sigue a la cabeza de las protestas, frente donde se mezclan jóvenes con no tan jóvenes y graduados de gran sofisticación intelectual con delincuentes y pandillas de lo más silvestre. Para este mundo, da lo mismo que el aumento de las cotizaciones sea del 5%, del 6% o del 10%. Que la cobertura mínima del nuevo plan básico de salud sea del 80%. Que la fórmula de la paridad sea esta o aquella. Van a rechazar todo, porque la idea de ellos no es salvar el sistema, sino, al revés, incendiarlo.

¿Cómo se sale de un callejón así? El pensamiento político más razonable prescribía que había que aislar a los violentistas. Parece fácil decirlo. Más difícil es hacerlo, en especial cuando políticos de todos los partidos de la oposición -del PC y el FA a la DC, aparte de grupos extraparlamentarios y de buena parte de la opinión pública- siguen cuidándoles las espaldas. Así las cosas, y con el lamentable nivel en que está la discusión hoy en Chile, espejo por lo demás de la penosa densidad cívica del país, esta crisis podría tomar años.

Está difícil ser optimista hoy. Tal como están las cosas, con los niveles de irracionalidad imperantes, con el rechazo a la argumentación y a toda clase de serenidad, para lo único que las condiciones parecieran estar dadas es para la agresión y el conflicto. Lo curioso, sin embargo, es que de alguna manera el país sigue operando. Dicen que el mes de diciembre en términos de actividad no fue el desastre que estaba llamado a ser. Ya entró en vigor un alza importante de las pensiones asistenciales. La ley de presupuesto no se prestó para grandes batallas ni chantajes. Ahora se promulgó la ley que reducirá el costo de los fármacos. Y se promulgó con un amplio margen de acuerdos la convocatoria al plebiscito. En las próximas semanas rendirán examen las reformas de pensiones y de Fonasa.

No es verdad que Chile se haya dormido por 30 años en los más ignominiosos laureles del abuso. Al margen de jactancias o masoquismos, fue durante este tiempo que se forjaron los mayores niveles de bienestar e igualdad que Chile nunca haya tenido en su historia. No hay siesta que dure 30 años. Eso no significa, por cierto, que hayamos sido la copia feliz del edén. Como se ha visto ahora, es enorme el desafecto con el Chile actual de un sector muy importante de la población. Sin embargo, no es que el Chile anterior al 18 de octubre fuese mentira. Nada más lejos de eso: tan real fue que pasamos a liderar todos los indicadores de desarrollo humano de América Latina. Dicho eso, tampoco es un puro invento de los grupos exaltados el Chile indignado de hoy. Esto también es un hecho.

¿Habrá manera de conciliar ambos Chiles? De momento, no se ve cómo. Es muy posible que de la forma en que las cosas estaban discurriendo hasta octubre pasado, el país no haya sido viable en el largo plazo: se estaba acumulando un fuerte descontento y al final eso siempre se paga. Pero, hecho el descuento, aún menos horizonte tiene el Chile que irrumpió en las últimas semanas, con sus viernes incendiarios, sus espacios públicos secuestrados, sus vitrinas tapiadas, sus PSU suspendidas y sus ritos cavernarios de intolerancia y destrucción.

De acuerdo: el país anterior comportaba espejismos. Pero el de ahora, si el rumbo no se corrige, podría terminar simplemente en ruina.

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