Apuntes sobre la dignidad del trabajo médico

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Por Osvaldo Artaza, ex ministro de Salud

En estos días está circulando una encuesta sobre la “dignidad del trabajo médico”, a través de la cual el Departamento Nacional de Trabajo Médico del Colegio Médico de Chile pretende conocer las opiniones y expectativas de los médicos con relación a lo que para ellos significa el concepto de dignidad en su trabajo. A una primera aproximación, me llamó la atención el uso del término “dignidad” en un grupo humano privilegiado y parte de una elite que ha ejercido el poder históricamente. En una segunda y más reflexiva lectura, comprendiendo que han cambiado radicalmente los contextos del trabajo en salud y las comprensiones que las personas tienen como ciudadanos con respecto a los sistemas de salud, es que me ha parecido este debate necesario y urgente.

Entendiendo el concepto dignidad en un contexto laboral e histórico que se construye socialmente a través de las condiciones esenciales que posibilitan la plena expresión de aquella cualidad identitaria por la que somos valorados y reconocidos como personas sujetas de derechos y obligaciones; y en la manera y medida en que construimos sentido, al contribuir a nuestro propio desarrollo como seres humanos y aportar a transformar la realidad en que vivimos como seres vinculares, es que la pregunta cobra clara validez. Todo lo anterior, las condiciones y valoraciones, están en vertiginoso cambio y los médicos requerimos como cualquier otro trabajador, detenernos a reflexionar sobre ello.

Hace muchos años, un colega subespecialista me señaló que ganar menos de 15 millones mensuales (colocando en dinero de hoy dicha conversación) no era digno. Estoy seguro de que para la mayoría de las médicas y médicos la dignidad no radica en el monto del salario. ¿Entonces en qué? Indagando con los colegas sobre el sentido de ser médicos, surgía fuertemente el reconocimiento, al prestigio, como cuestión primigenia. Al hacer disección de los elementos constituyentes del prestigio se involucraba el comportamiento ético, el proceder recto y sabio, la pericia habilidosa, el poder para decidir sobre los otros, los privilegios y prebendas que el reconocimiento social otorgaba, la autonomía del ejercicio liberal de la profesión, el autocontrol que otorgaba en el oficio considerarse un “artista” y no un “artesano”,  en las reminiscencias del aura mágica de ser los sucesores, en el imaginario colectivo, del hechicero y del sacerdote revestidos de la capa poderosa, la bata blanca, de la ciencia todopoderosa. Los sistemas de salud, sean públicos o privados han cambiado y seguirán haciéndolo radicalmente. Las necesidades de salud crecientemente complejas, las nuevas tecnologías, los recursos siempre escasos, un ciudadano que gana poder y no acepta servicios en salud por caridad o simple negocio, el equipo de salud que se expande en nuevas profesiones que requieren relacionarse de manera interdisciplinar, como pares ya no sujetas a relaciones verticales y patriarcales de autoridad, un cuestionamiento creciente a los agentes de una “ciencia” capturada por el negocio lucrativo del complejo médico industrial que lucra de la enfermedad y desincentiva una mirada salutogénica en y con las personas y las comunidades, las médicas que son mucho más que los médicos, y muchas otras variables que han cambiado dramáticamente el contexto del trabajo médico, obligando a una serena y profunda reflexión. No para atrincherarse en la nostalgia, sino en identificar lo que más apreciamos, lo central que nos da identidad y sentido, para cuidarlo y conservarlo.

Recuerdo de manera vívida el reclamo de un colega cuando le sacaron la placa con su nombre de una sala de hospitalización, o cuando la placa que se retiraba era de su servicio clínico para crear una unidad indiferenciada. La queja de otro al tener que seguir un protocolo y ya no poder hacer las cosas a la manera que le había enseñado su maestro o su experiencia. O aquel enojo porque ya no sabía dónde estaba “su” enfermera “que se la pasaba en reuniones”, o por que debía controlar su asistencia como “cualquier funcionario”, o la mirada perpleja de cuando otro profesional, no médico, le discutía o llanamente le contravenía y hasta le “llamaba la atención”, o cuando se le exigía evidencia para agregar alguna tecnología o modificar una práctica, o cuando un usuario, hace rato ya no “paciente” no aceptaba meras instrucciones, sino que de igual a igual, exigía orientación y compañía, no solo experta sino que además empática.

Todos esos cambios nos han sucedido. La modernidad, el mercado, una nueva realidad nos ha pasado por encima. A lo más, de vez en cuando, perplejos, molestos, nos hemos resistido usando el remanente del poder que nos queda para intentar frenar la historia, para “tapar el sol con un dedo”. Inútil intento. Los sistemas de salud seguirán cambiando, probablemente menos mercado más Estado, pero cada vez más la persona, las familias, las comunidades al centro. Las exigencias de efectividad, calidad, eficiencia, serán mayores, así como la complejidad de las necesidades y del modo de resolverlas, la función cada vez más relevante e interdependiente de las demás disciplinas, la irrupción de temas como género, interculturalidad y participación protagónica de las personas y muchas otras variables. Es momento de salir de la trinchera, de hacer los duelos y de repensar el futuro, ya no como “diostores” que desean perpetuar privilegios, sus propias “leyes médicas”, sino como orgullosos trabajadores de la salud, que se dignifican cotidianamente trabajando, con y para otros, siendo parte de un equipo, donde somos valorados no por nuestro “poder” sino por las capacidades humanas y técnicas que ponemos en común. La historia no puede seguir pasando por encima, es hora de colaborar a conducirla. Quizás por eso conteste la encuesta.

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