Columna de Diana Aurenque: Perdón robado y silencio cómplice

“Ni olvido, ni perdón” era la consigna que en los 80 exigía justicia para detenidos desaparecidos, asesinados y presos políticos de la dictadura. Contra aquel olvido se entiende que el Presidente Boric haya impulsado un plan para hallar a los más de mil compatriotas aún desaparecidos. También la propuesta de una declaración conjunta -el Compromiso de Santiago- impulsada por el oficialismo, sin éxito, representaba un esfuerzo contra el olvido.
Pero la segunda parte de la consiga -”ni perdón”- cayó en el más triste de los silencios. No porque sea negado por las víctimas -quienes con justa razón y comprensiblemente no lo concedan. Más bien son los victimarios y sus cómplices quienes les han robado el perdón a las víctimas. Porque aun cuando pedir perdón no reemplaza a la justicia, da al menos reconocimiento a un agravio y demuestra arrepentimiento. He ahí su poder conciliador y político. Como cuando el canciller alemán Willy Brandt, en su primera visita a Polonia, se arrodilló ante el monumento a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Brandt no pronunció palabra alguna, pero su arrodillarse fue considerado un gesto de humildad, arrepentimiento y un intento por reconciliación. Son las palabras, también cuando faltan, las que más infectan una herida. Como cuando Celan en su poema Todtnauberg invitaba desesperado a que Heidegger se disculpara por su compromiso con el Tercer Reich y condenara los horrores del Holocausto. Pero la palabra no llegó.
Ni siquiera perdonar les queda hoy a las víctimas. O solo como algo casi imposible, un perdón incondicional que haga las paces con un régimen criminal cual acto de generosidad y amor extremo. Pero, ¿podemos pedirles a las víctimas, además de todo, ser tan abnegados cristianos? El perdón no solo se otorga -por las víctimas-, sino que también se pide -por los victimarios. Por lo general, el perdón se entiende, como analiza Martha Nussbaum, en sentido transaccional, es decir, en la medida de que el victimario cumpla ciertas condiciones: reconoce responsabilidad, entiende el daño provocado, se arrepiente y lo expresa, etc. Así, lo más triste de esta conmemoración es que ni siquiera se pide perdón. Pinochet murió impune. Sin un juicio que reconociera el daño de las víctimas, sin castigos y sin compromiso de no repetición. Por ello, las palabras del general(r) Ricardo Martínez son tan bienvenidas y esperanzadoras. Pero, ¿quién más, personas o instituciones, piden perdón?, ¿quién se responsabiliza por tanto horror? ¿Cómo puede saldarse una deuda sin condenas ni arrepentimientos?
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La derecha -incluso la más abnegada cristiana- es la que curiosamente más calla. Una derecha que complotó activamente en el Golpe, se blinda ofreciendo su propia declaración, se excluye como cómplice y desconoce su responsabilidad. No pide perdón porque no se arrepiente -más bien justifican que “sin Allende, no hay Pinochet”.
Y no hacía falta que se arrodillaran como Brandt -pero al menos que hubieran sido mejores cristianos, más honestos y un poco más compasivos.
Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile
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