Columna de Fernando Londoño: ¿Pretexto o necesidad? Dos ideas y una provocación



Hace unos días, el gobierno llamó a trabajar en modificaciones urgentes a la Ley Antiterrorista. La señal es positiva y merece el respaldo de todos los poderes del Estado. Cabe, sin embargo, preguntarse si no estamos ante una nueva manifestación de la “picaresca barroca” de nuestra cultura, en palabras del gran sociólogo Pedro Morandé. Es decir, una expresión del radical desajuste entre ley y realidad, agudizada por la fe en una suerte de determinismo legalista: la creencia en el absoluto poder configurador de la palabra escrita-formal. Bajo el hechizo de aquella fe, nos tomamos muy en serio las caras muy serias de señores muy serios, que nos dicen que harán esfuerzos serios para modificar una ley… hasta la próxima manifestación de la realidad.

No se escribe aquello con cinismo o desafección. Por eso, mejor es decirlo de otro modo: nada hay en nuestra legislación penal que impida el éxito en el combate contra el terrorismo. Ajustes legales son posibles, pero el éxito depende de la capacidad de las instituciones y, más concretamente, de las personas de carne y hueso allí investidas (policías, fiscales y jueces). Ese amplio espacio de realidad es el que últimamente resiste a los designios de la ley, no lo contrario, ya por insuficiente dotación, ignorancia, temor o indolencia.

Dicho eso, ¿hay margen para trabajar sobre la ley? Algo, no mucho, pero ciertamente no lo que suele reclamarse. Aquí planteo dos ideas y cierro con una provocación.

Se dice que el problema estaría en la “imposible” prueba de la “intención terrorista”. Pero aquí no hay atajos, pues todo delito supone alguna forma de intencionalidad. El delito terrorista no es la excepción. El proyecto de nuevo Código Penal (boletín 14975-07) así lo reconoce, con exigencias subjetivas superiores a las vigentes (art. 533). Ahora bien, como la intención criminal es “invisible”, su prueba se apoya en indicios sensibles y máximas de la experiencia. Un disparo al corazón habla de una voluntad homicida, así como una bomba en un lugar público habla de voluntad terrorista. Un aspecto podría reforzarse en este plano: arrimar la definición legal de delito terrorista a la de crimen organizado, todo cuanto sea posible. Y claro: si un grupo estable y bien organizado comete delitos peligrosos para la vida de las personas, no mucho más hará falta para acreditar “delito terrorista”. Por lo demás, esa solución se vería favorecida por el flamante estatuto de la Ley 21.577 de 15 de junio pasado, cuyo objeto es precisamente la persecución del crimen organizado, incluyendo muy incisivas técnicas de investigación.

En segundo lugar, debería fortalecerse el tímido estatuto de colaboración con la justicia, que ni exime al colaborador, ni vincula al juez, desincentivando la cooperación eficaz (art. 4 de la Ley). Aquí también hay una propuesta interesante en el proyecto de nuevo Código Penal (art. 536).

El Código Civil define la ley como “una declaración de la voluntad soberana que (…) manda, prohíbe o permite”. Pues bien, en el combate al terrorismo la parte de la “manifestación formal” ocupa hoy un lugar marginal, en comparación al rol que cabe a la “voluntad”. La voluntad política se aprecia en el fortalecimiento de las instituciones, con tiempo, trabajo y recursos. La creación de la “Comisión para la paz y el entendimiento” se sitúa en aquella dirección y debe celebrarse, por tanto, siempre que no sea otro capítulo de una agenda mediática. El país necesita que no lo sea.

Por Fernando Londoño, académico Facultad de Derecho UDP

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