Columna de Óscar Contardo: El legado del agente naranja

El actual presidente de EE.UU. Donald Trump (AFP).


Durante las pantanosas jornadas de recuento de votos de la elección presidencial en Estados Unidos, el periodista y caricaturista keniano Patrick Gathara usó su cuenta de Twitter para escribir una parodia de los reportes de noticias habituales en estos casos. Gathara fue detallando lo que acontecía del mismo modo en el que la prensa occidental usualmente informa sobre las crisis políticas que ocurren en África, América Latina o Asia. El keniano usaba el lenjuage prefabricado de los reportes sobre conflictos lejanos, un género que traduce las realidades del Tercer Mundo para las audiencias del Primero de un modo sutilmente condescendiente, salpicando la enumeración de los hechos con observaciones sobre las costumbres locales y el modo en que las comunidades padecen las decisiones arbitrarias de líderes irracionales y déspotas. Gathara relacionaba, por ejemplo, el fatigoso sistema de contabilidad electoral noerteamericano como la expresión de una sociedad que lleva dos décadas bajando en sus índices de habilidades matemáticas, según las mediciones internacionales, y sintetizaba las escaramuzas de violencia racial como el legado histórico de una nación dominada por los descendientes de colonos europeos en permanente disputa con la población perteneciente a otros orígenes raciales. La sátira permitía ver bajo otra luz la disputa electoral en curso: no sólo se trataba de reelegir o defenestrar a un presidente, también era el quiebre en el modo en que una nación poderosa era percibida por el resto del mundo.

Los países grandes y ricos gozan de una ventaja que los pequeños y pobres no: pueden crear y difundir una imagen de sí mismo, de su forma de vida y de sus valores a través de un entramado de influencia cultural tan poderoso como un ejército. Durante el siglo XX, Estados Unidos construyó un relato sobre la fuente de su poder y también sobre el modo en que su pueblo, sus ciudadanos, resolvían sus conflictos: al final del túnel siempre había un aprendizaje, una lección de unidad, un punto en común llamado democracia, en donde se encontraban todos, a pesar de las diferencias y de los muchos disparos que cruzaban su historia. Estados Unidos era, sin duda, un país que podía intervenir, invadir y someter a otras naciones, sin siquiera tratar de disimularlo, pero en su hábitat local, o como ellos dicen “doméstico”, era una sociedad que se prometía a sí misma una grandeza, una fortaleza cívica sostenida por la unidad en la diversidad y la prosperidad. El país construyó un “nosotros” simbólico y ético, quizás no tan real, pero verosímil, del que se jactaba con eficiencia. Había cosas que en Estados Unidos sencillamente no podían suceder, o si es que ocurrían, eran castigadas por las instituciones y por los propios ciudadanos. El gobierno de Donald Trump acabó con esa imagen, probó que en Estados Unidos el presidente podía mentir pública y sostenidamente sin que apenas existiera una consecuencia; demostró que en lugar de argumentar sus ideas políticas, era más cómodo insultar a sus contrincantes; puso en evidencia que, pese a ser el país que había levantado las universidades más prestigiosas del mundo y a que producía conocimiento con resultados prodigiosos, era también una nación en donde la ignorancia y el prejuicio podían ser enarbolados con orgullo desde los sitiales del poder, e incluso ser utilizados como arma política con éxito. Durante cuatro años el Presidente Trump fue vulgar, racista, misógino, violento, y a pesar de todo eso y de las 250 mil víctimas de una epidemia que él desdeñó en su gravedad, decenas de millones de estadounidenses lo siguieron apoyando y le dieron los votos suficientes como para entrampar un proceso y permitirle hablar de un fraude inexistente.

El gobierno de Donald Trump le inyectó a su país una sustancia viscosa y venenosa, una poción de efecto contrastante que circuló a través de discursos y decisiones ejecutivas, y que acabó mostrándole al resto del mundo las fracturas y divisiones que permanecían disimuladas o atenuadas. Apareció nítidamente un país en donde es posible que para muchos, demasiados, la libertad consista en poco más que el derecho a comprar rifles o la posibilidad de amedrentar, sin complejos, a las minorías o a quienes no comparten las creencias de quienes están en el poder.

Aunque Donald Trump no sea reelecto, su paso por la Casa Blanca dejará un legado amargo. Esparció sobre su país su propio agente naranja. Gracias a él y a sus seguidores, en adelante Estados Unidos será visto como la nación en donde decenas de millones de personas piensan que el mundo se divide entre perdedores y ganadores. Una sociedad rica, pero desigual, en donde la mitad de los ciudadanos está dispuesta a renunciar a los hechos y a la ciencia con tal de justificar sus fobias, y a sacrificar la democracia con tal de que la voluntad de un narcisista rabioso se cumpla.

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