Columna de Óscar Contardo: Soluciones simples para dormir tranquilos

Ecuador


En agosto de 2023, luego de que uno de los candidatos a la presidencia de Ecuador fuera asesinado, Gustavo Petro, presidente de Colombia, compartió su propia teoría sobre las razones por las que el narcotráfico había trasladado sus actividades a Ecuador, un país que en los últimos años padece un auge del crimen organizado. La tesis de Petro apuntaba a que la irrupción del fentanilo, una droga más barata y de efecto más poderoso que la cocaína, cambió los patrones de consumo en EE.UU., el destino principal de la cocaína elaborada en su país. El primer político progresista en llegar a la presidencia de Colombia explicaba en sus redes sociales que la producción de coca se había adaptado a la nueva realidad del mercado, abandonando zonas tradicionales de cultivo y laboratorios ilegales desde una región de su país a otra, fronteriza con Ecuador y más cercana a centros de distribución hacia los mercados que reemplazaron a Estados Unidos: Europa a través de Brasil y Asia a través de los puertos del Pacífico. Petro añadía que el fentanilo era muchísimo más dañino que la cocaína. Tres meses después de esa declaración, María Jimena Duzán, una destacada periodista colombiana, publicó una carta abierta a Petro. Allí explicaba que el comportamiento errático que el presidente colombiano había tenido durante el último tiempo se debía a su adicción a las drogas. Duzán escribió: “Usted mismo ha dicho que las drogas son, sobre todo, un problema de salud púbica y que la guerra contra las drogas fracasó. Confesar que usted sufre de adicción no puede ser un pecado ni una vergüenza, sino un acto de profunda honestidad”. Petro respondió en su cuenta de X (ex-Twitter) que la única adicción que tenía era al café por las mañanas, sin ahondar en el asunto.

La misma semana en que eso ocurría en Colombia, en Uruguay el gobierno del liberal Lacalle Pou enfrentaba una crisis política por causa del narcotraficante Sebastián Marset, de nacionalidad uruguaya. Marset, quien permanece prófugo, es acusado, entre otros delitos, de sacar toneladas de cocaína por el río Paraguay-Paraná con destino a Europa y de estar involucrado en el asesinato de Daniel Pecci, el fiscal paraguayo encargado de perseguir al crimen organizado de su país.

Sebastián Marset había sido detenido en Dubái en 2021 por usar un pasaporte falsificado. Desde la cárcel obtuvo de manera expedita un pasaporte uruguayo oficial que le permitió acceder a la libertad y enseguida darse a la fuga, eludiendo la orden de captura internacional por tráfico ilícito de drogas, asociación criminal y lavado de dinero. La fiscalía uruguaya dio a conocer en noviembre de 2023 la veloz tramitación del documento y el intento de las autoridades de ocultar la información sobre el asunto. El caso le costó el cargo al canciller, al ministro del Interior y a dos subsecretarios del gobierno de Lacalle Pou.

El 11 de noviembre de 2023, solo días después que se desatara la crisis política en Montevideo, Sebastián Marset ofreció una entrevista desde la clandestinidad. Recibió a una periodista en una mansión en algún lugar no identificado de Paraguay. En la entrevista el narcotraficante desconoció la mayoría de los cargos que se le imputan, manifestó estar en contra de la legalización de las drogas y recordó la temporada en prisión que pasó en su juventud, luego de que lo condenaran por tráfico a los 21 años. Marset, actualmente de 32 años, dijo que en la cárcel había aprendido “cosas que me llevaron a llegar a donde estoy ahora”. Es decir, la prisión para el narcotraficante uruguayo fue una instancia de formación en su carrera delictual y un centro de gestión criminal: el rol que tienen muchas de las penitenciarías latinoamericanas controladas por las mafias criminales, como ocurre en Ecuador, en donde un puñado de ellas rige gran parte de la población carcelaria. Esta semana, luego de que el gobierno ecuatoriano intentara intervenir las cárceles, las bandas se amotinaron y tomaron rehenes a policías y militares. Grupos de delincuentes fugados asaltaron una universidad y un canal de televisión en Guayaquil. Tras los incidentes el gobierno declaró que el país atravesaba un “conflicto armado interno”.

Uruguay y Ecuador eran hasta hace poco, como Chile, países reconocidamente seguros y a salvo de la amenaza del crimen organizado.

El narco trepa. Primero el microtráfico, ejercido principalmente por quienes sobreviven en la miseria, pero también por quienes no tienen la urgencia económica, como lo constata el sitio de estudios Tercera Dosis en su artículo sobre los llamados ‘narcozorrones’. La nota describe cómo jóvenes de sectores acomodados surten un mercado exclusivo de compradores de universidades de élite como si fuera un emprendimiento.

El narco crea una riqueza tóxica que lava en negocios lícitos, se cuela por las fisuras del Estado, compra voluntades y lealtades en barriadas, retenes, municipios y tribunales. Es un tejido capaz de cubrirlo todo, cobrando distintas formas, porque también es un bicho con muchos costados: uno es sanitario, el de las adicciones, que van minando los cuerpos; otro es el de la seguridad, el que devasta barrios y ciudades, y un tercero es el de la corrupción institucional, que pudre el Estado. Abordar la complejidad del fenómeno en el debate público resulta impopular. Lo más fácil es simplificar la conversación, reduciéndolo todo a una idea ramplona que tranquilice las conciencias: construir una cárcel en una isla lejana; formar una tropa de élite que emule alguna escena de película; aplicar la censura a un artista cuyas canciones den cuenta del crimen organizado. Soluciones simples para dormir tranquilos. El problema es que tarde o temprano acabaremos despertando.

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