Columna de opinión de Óscar Contardo: Color de rosa

Recuerdo esos años en donde todo parecía correcto y bajo control. Una época cercana al color de rosa; hombres y mujeres ocupando el lugar que les correspondía, eran tiempos tan diferentes a los actuales de marchas feministas, mujeres gritando impúdicamente por sus derechos y pañuelos que zamarrean las certezas dadas por la tradición. Pienso que mucho ha cambiado, pero también tengo la convicción de que mucho más sigue tal cual era en esos años de calma y quietud.



Recuerdo que antes todo parecía tan cómodo y tan evidente, que incluso algunos podían llegar a confundir esa sensación de rigidez y parálisis con algo parecido a la felicidad. Era un estado mental refrendado por la experiencia concreta: había un universo femenino dispuesto en oposición al masculino, como dos polos que se contemplan a distancia, mirándose de reojo solo para constatar, de vez en cuando, que nadie había traspasado las fronteras de su propio territorio. Un patrón de usos y costumbres que regulaba incluso los recreos del colegio. Los niños, por ejemplo, ocupando ruidosamente el centro del patio, mientras las niñas se mantenían en los bordes, los recodos que dejaba libre el juego de pelota. Lo masculino como una expansión constante, un fulgor que arrasa sin arrepentimiento, una fuerza que nunca se detiene, porque hacerlo significaría mostrar dudas, reflexionar sobre su propio rol y, tal vez, enfrentarse a un sinsentido que podría mermar sus fuerzas. Lo femenino, en cambio, como un conjunto de resignaciones arrinconadas en una berma de velocidad reducida, mirando el juego de pelota desde un escaño, llenándose los ojos de logros ajenos. Recuerdo que en esa época lo propio de las niñas carecía de movimiento y musculatura; ellas solían volcar sus pasiones en el ámbito de lo íntimo, lo que se oculta en agendas rosadas y fucsias, cubiertas de brillos y rellenas de recortes. El orden de las cosas situaba sus deseos en un fanal de vidrio decorado por una avalancha de convenciones mullidas por los cuentos infantiles, las películas y teleseries. El recato como virtud central, esquivando manoseos y cuidando la fama propia de los rumores de una audiencia atenta al menor tropiezo.

El sinónimo de final feliz era, para las niñas en esa época, una marcha nupcial, un vestido blanco y un novio esperándola junto al altar. El destino prometido consistía en reproducirse sin adelantarse ni tardar demasiado, porque el entorno siempre estaría atento al cronograma establecido por tradición; parir al menos una parejita (el campeón y la princesa); llevar diligentemente los asuntos domésticos y continuar por la vida desplazándose con gracia en los bordes que deja libres el juego principal y protagónico, aquel que ocupan quienes definen lo realmente importante de lo que solo está allí como adorno.

En esos años, aquella mampostería de lo femenino estaba en todo sitio: era la modelo adornando el automóvil en el programa de concurso de la televisión, las legiones de voluntarias de uniforme que desfilaban frente a las autoridades como profesionales del rol de madre y esposa, y la candidata a reina que debía dejarse medir el cuerpo para constatar públicamente las proporciones entre torso, cintura y cadera. Una mujer accedía a la notoriedad pública y se acercaba al poder como madre diligente, cónyuge de un hombre poderoso, o como un cuerpo dispuesto para el deseo ajeno. La contracara de la moneda era el sometimiento expresado en el control y la violencia de crímenes considerados "pasionales". Las mujeres golpeadas hasta morir eran en esos años víctimas de sus propios errores: en algo falló, algo hizo, algo mostró o provocó que desató la ira del varón. El amor consistía en soportar amenazas, gritos, cachetadas y golpes. La falta de recato se pagaba caro; así lo daba a entender la prensa en casos que despertaban la atención nacional, como el asesinato y descuartizamiento de la modelo Patricia Pérez en 1984. Pérez murió durante un aborto clandestino arreglado por su pareja. Cuando sus restos fueron identificados, los medios enfatizaban el modo de vida de la muchacha publicando sus fotos vestida de odalisca junto a imágenes de su cuerpo desmembrado. La sugerencia era que, de cierto modo, ella se lo había buscado.

Recuerdo esos años en donde todo parecía correcto y bajo control. Una época cercana al color de rosa; hombres y mujeres ocupando el lugar que les correspondía, eran tiempos tan diferentes a los actuales de marchas feministas, mujeres gritando impúdicamente por sus derechos y pañuelos que zamarrean las certezas dadas por la tradición. Pienso que mucho ha cambiado, pero también tengo la convicción de que mucho más sigue tal cual era en esos años de calma y quietud.

En Quintero, un día antes de la marcha feminista del viernes 8, un hombre le disparó a la mujer que había sido su pareja en plena calle. La mató. El victimario diría durante la formalización que todo ocurrió por casualidad y que "lo lamentaba", porque "era la madre de su hija". Solo por eso. El asesino describió el disparo como quien lanza desde el centro del patio un pelotazo mal calculado, que va a dar al espacio que ocupan las niñas durante el recreo, el lugar de lo femenino, lo blando y tenue; aquello que está destinado a vivir discretamente, casi inmóvil, en segundo plano, dibujando cuidadosamente los pliegues de su propia mortaja.

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