Columna: doce millones de ovejas descarriadas

Al igual que sus acuerdos con el Presidente Obama, en su entente de estreno con el Papa Francisco, Raúl Castro no ha entregado nada.




No es la primera vez que Fidel o Raúl Castro se postran de rodillas ante la iglesia. En verdad, tienen esa práctica desde su niñez. Hace cinco o seis años, poco antes de morir en Miami, en un encuentro casual en un restaurante mientras él consumía una espesa fabada, el sacerdote jesuita Armando Llorente me contó que en una excursión campestre con sus alumnos ricachones de Belén estuvo a punto de ahogarse en un río y fue Fidel el que se lanzó al agua y lo rescató. Estando ya en la orilla, jadeantes y exhaustos, el heroico Fidel no aceptó las expresiones de gratitud de su mentor y solicitó en cambio que los dos se arrodillaran para rezar. Su hermano, sin embargo, más terrenal, o quizá menos dado a ese tipo de golpes de efecto, también pasó por las aulas de Llorente. Pero al principio de la Revolución Raúl se apareció en la televisión cubana para confesar que, según sus maestros jesuitas, "él nunca haría nada bueno en el mundo". Dos formas de expresarse… ¿pero objetivos diferentes?

Ya desde enero de 1959, luego de propinar la humillante derrota del Ejército de Batista, Fidel tenía claro quiénes eran los dos enemigos principales a los cuales iba a enfrentarse:  los americanos y la iglesia católica. Es decir -y empleando el lenguaje al uso del abuelo Marx-, los explotadores extranjeros y la iglesia a su servicio.

No se dejen engañar por las apariencias. La iglesia, desde que desembarcaron los curas con los primeros colonizadores españoles, estuvo al servicio de las clases dominantes (ach, Karl!). Su misión espiritual se reducía a bendecir la inauguración de nuevas propiedades y eso sí, puntualmente, presentarse ante la hoguera donde los conquistadores iban a achicharrar a algún cacique rebelde o en los fosos de La Cabaña donde le partirían el espinazo a algún patriota cubano en el garrote vil. El asunto era que se arrepintieran de sus pecados. Y era además una iglesia con el mismo nivel moral de un vodevil.

Bien, pues, ha sido una alianza indestructible y que siempre actuó en interés de socavar y apurar la pulverización de la Revolución Cubana. Pero en 1961 todos los curas estaban expulsados y desde enero de ese año se habían roto las relaciones con los Estados Unidos. (Tengo entendido que, desde entonces, las actividades de inteligencia en Cuba se la pasaron los americanos a los ingleses.).

Resultaron lentos en producir un cambio o al menos en obtener algunos resultados, aparte de que fue sorprendente y descomunal el espíritu de resistencia cubano frente a las vicisitudes impuestas por el embargo económico y sus amenazas militares. No quita que fuera un pueblo que aún supiera bromear y hasta divertirse a costa de las penurias. Con ese entusiasmo de carnaval solíamos decir que en Cuba lo que no estaba prohibido, era obligatorio. Era una interpretación popular de "la necesidad táctica" que a veces las autoridades debían tomar, ciertas medidas represivas, o para decirlo más amablemente, profilaxis social. Está el caso de la persecución a los homosexuales (convertidos de pronto en enemigos potenciales del comunismo) y en prohibir a los jóvenes católicos que estudiaran en las universidades. Y si te habías colado y te descubrían, la expulsión era inmediata, sin apelaciones. Recuerdo una noche en mi casa, alrededor de una botella de ron, donde estaba uno de mis encumbrados amigotes militares, el general Roberto Escalante, jefe de la Dirección Política Central del Ministerio de Interior, y el irreverente y simpatiquísimo poeta  Raúl Rivero, que Raúl, ya bien sazonado en alcohol, dijo: "Coño, Roberto, yo estoy dispuesto a regresar a la iglesia y hacer la comunión si la Revolución me lo pide, ¡pero que me obliguen a tocarle la vianda a un compañero!". Para los neófitos: vianda es una de las tantas acepciones cubanas para designar el miembro viril masculino.

Bien pues, llegamos a ese día luminoso del regreso al redil. Porque Raúl Castro dijo en Roma, luego de su reunión a cámara cerrada con el Papa Francisco, que "…si el Papa sigue así, yo volveré a rezar y volveré a la Iglesia, y no lo digo por broma".

No sé si se darán cuenta de que es Raúl Castro el que está otorgando el perdón. Claro, nunca deja de ser un Castro Ruz. No lo digo en forma peyorativa. No hay otro mecanismo de liderazgo posible en una revolución que además se produce sobre una población hasta ayer inculta, indisciplinada, chusma y con siete varas de hambre. Decididamente si los cubanos hoy son otras personas no se lo deben a Dios. Pero, al igual que sus acuerdos con el Presidente Obama, en su entente de estreno con el Papa Francisco, Raúl Castro no ha entregado nada. A menos que ustedes consideran que hablar y decir sinecuras y escanciar elogio sea alguna clase de concesión estratégica o política.

No veo nada novedoso, se los confieso. Un día de 1996, apenas llegado al exilio, fui invitado a dar una conferencia en el llamado "mall" de la CIA. Sí, en Langley, Virginia. Con el anfiteatro lleno. Y casi todas las preguntas de los presentes estuvieron dirigidas a conocer mi apreciación sobre las posibilidades de la iglesia en Cuba. Ah, pensé, la vieja alianza se despereza. El eje Washington-Roma revive. "Todas las que ustedes quieran -recuerdo que más o menos dije (no tengo la transcripción conmigo)- pero después que ustedes capitulen".

En fin, que la única novedad posible aquí, no es que Raúl Castro regrese al redil. Es que el Papa Francisco pida su ingreso en el Partido Comunista.

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