Mi historia de amor al otro lado del charco




“Antes de ver por primera vez a Roberto, mi pololo italiano, ya había escuchado hablar de él. En plena pandemia, y recién habiendo terminado un postítulo, estaba en Berlín trabajando en un café italiano. Un día una ex colega y ahora amiga, Valentina, me habló de sus múltiples atributos. Me lo dijo clarito: ‘En él puedes confiar’.

Yo atendía público y él preparaba la producción del café. Un día llegó con una producción de tramezzini y de tostadas italianas. Lo miré y le pregunté: ‘Mochtest du einen Kaffe?’ (quieres un café?). Quizás qué cara puse, porque me respondió con ternura ‘ja, danke’, y después, con un español inicial, me preguntó: “¿De donde eres?”

Desde ese preciso instante nació una amistad súper entretenida. Salíamos de vez en cuando a caminar o comer, nos enviábamos mensajes, y nos reíamos mucho. También nos convertimos en un pañuelo de lágrimas para el otro, porque cuál de los dos es más llorón.

Un día, aludiendo con mucha seguridad a mi belleza y simpatía, le dije: “Tu deberías buscarte una mujer como yo. No yo, pero como yo”. Parece que esa sugerencia se la tomaría muy en serio en el futuro.

Para mi cumpleaños número 39, Roberto me prepararó una exquisita cena. Nunca me olvidaré de esa polenta con goulash de champiñones. Lo pasamos muy bien, comiendo rico y calientito, algo tan típico de diciembre en Berlín.

Con el vino ya en la cabeza, le ofrecí quedarse en mi casa porque al día siguiente él debía trabajar, y darle hospedaje era lo mínimo que podía hacer por la cena que me preparó. En realidad quería que se quedara porque debo reconocer que ya tenía segundas intenciones. Aceptó mi propuesta y bueno…. Ya se imaginarán lo que pasó.

Desde esa noche todo cambió. Nos embarcamos en una linda relación que ya lleva dos años, y ha sido todo un viaje. No quiero pintar todo de rosado, porque también hay días no tan buenos, pero vamos muy bien. Viajamos, dormimos a pata suelta, ganamos kilos juntos y nos reímos mucho.

Lo que más me gusta de tener un pololo extranjero es esto de vivir en una especie de transculturación. Estamos en esta jugarreta de reconocer conceptos, música y comidas del otro. Es todo tan nuevo, entretenido y desafiante.

A veces almorzamos empanadas con recetas italianas, y en nuestra colección de vinilos hay músicas de nuestros respectivos países. Para ponernos románticos usamos el italiano, para lesear el chileno, para tomar decisiones más serias el inglés, y para la burocracia, el alemán.

Seguro me gano el premio a la mejor profesora, porque Roberto habla chileno perfecto. Cuando usó la palabra “cochino” supe que se había chilenizado. Lo vieran decir ‘w…', y su derivados. Se pasea como Pedro por su casa con la polera de Chico Trujillo que compramos en un recital, quedó prendado con Inti Illimani y se lo bailó todo con Santa Feria. Y yo también me he tenido que adaptar. Ya tengo muletillas y entonaciones italianas, y me he puesto exquisita a la hora de elegir un buen café o pizza.

Hoy seguimos viviendo en Berlín, y aunque la vida del migrante no siempre es fácil, nos sentimos felices. De vez en cuando vamos al café en que nos conocimos e imaginamos nuestro propio local: el ‘Capu-Chile’. Quizás algún día nuestro sueño se haga realidad”.

Silvia tiene 40 años y trabaja en marketing en Berlín, Alemania.

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